Hace un par de años un viejo amigo se enojó conmigo por un asunto ideológico de poco vuelo. No era por gorilismo o derechización de uno de los dos. Era algo en lo que los dos estábamos de acuerdo en lo general y en desacuerdo en los detalles. A pesar de eso, y luego de una llamada poco feliz, nuestra amistad quedó en estado de pausa.

Luego de un tiempo comencé a recibir mensajes de wasap de él promocionando su trabajo como si no hubiera pasado nada. A punto de contestar, lo que significaba retomar nuestra amistad, decidí que era mejor dejarlo así. Que a cierta altura de la vida es mejor largar lastre.

Largar lastre es tirar las verduras secas de la heladera, borrar los archivos y programas en desuso de la computadora, regalar la ropa que chinga de sisa. Es liberar espacio en la vida para ocuparla por las cosas importantes, urgentes o valiosas. Largar lastre es buscar la liviandad indispensable para andar más rápido y sin martirios.

No debe confundirse con mandar al diablo un estilo de vida para abrazar otro, como hacen los que dejan la ciudad para ir a vivir de la caza y la pesca a la montaña. Largar lastre es menos importante pero a la vez más presente porque es doméstico y se ejerce en lo cotidiano, en el día a día.

Esa necesidad suele atacar a cierta edad. E implica entender que uno no puede caminar con toda una vida encima. Los únicos que lo logran son los que se han movido poco, no se han mudado nunca y mantienen amigos y vecinos toda la vida. Los que se mudan seguido, en cambio, algún día deben largar el lastre que significa recordar nombres de calles, caras, números de teléfonos, recuerdos, anécdotas. Es exactamente lo que pasa cuando nos cruzamos con alguien importante en el pasado pero cuya cara no nos recuerda nada.

Es que no se pueden acarrear nombres que llenan veinte agendas. Yo, que he vivido en demasiados lugares, no puedo sobrevivir con todos esos recuerdos. Acá nace la duda. ¿Cuáles retener en la memoria y en el corazón? ¿Las del querido pueblo donde nací pero donde ya no queda casi nadie que me recuerde, o la ciudad italiana que visité hace poco y donde me reencontré con familiares que hacía décadas no veía?

¿Se debe dejar caer también el lastre de las ideologías o eso es claudicar? ¡Qué pregunta! No me estoy refiriendo a la gente que cambia de bando como de calzoncillo. Me refiero a dejar atrás las ideologías románticas que nos conmueven cuando somos pibes pero que con el tiempo se revelan poco prácticas.

Dejar caer el lastre de una ideología también es un trago amargo. Puede ser maduración y retroceso a la vez. Porque el intento de mejorar el radar ideológico que nos acompañó puede ser también retroceder hasta las catacumbas del pensamiento, como esos que se vuelven fascistas de puro viejos nomás.

Algunos, incluso, logran largar el lastre de la familia: primos pedigüeños, padres demandantes y cuñados gorilas. O llevan la decisión de largar lastre a límites imposibles de imaginar. Dejar hijos torcidos y familia atrás, por ejemplo. Cada lastre un mundo.

Y no solamente uno deja caer lastre sino que otros lo dejan caer a uno cual lastre molesto. Pero cómo, a mí, justo a mí, que tan bien me hice querer, dirán ustedes... Y sí, se ve que a otros no les importó. Como me sucedió a mí cuando mis amigos de la escuela dejaron de invitarme a las reuniones anuales y hasta me sacaron de las listas de wasap.

¿Dejaron de quererme? No, ni ellos a mí ni yo a ellos. Pero ante la necesidad de largar lastre, privilegiaron a los están atentos a los nacimientos, casamientos y decesos, y dejan atrás a los tipos como yo, que ni siquiera contestan los mensajes. Y está bien. Así como dicen que todos somos el negro de alguien, todos somos el lastre de alguien.

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