Espanta ver cuántas veces la palabra muerte surcó nuestra historia. Y alarma ver cómo, aún hoy, vuelve a estar presente. Y casi siempre en un estado de indefensión muy parecida a la orfandad. Sin guerras mundiales, tuvimos masacres que le agrían el café a cualquiera. Sin invasiones externas sufrimos por parte de compatriotas o coterráneos, avasallamientos de tierra arrasada con resultados devastadores de los que siempre, con mas o menos dolores y pérdidas, nos recuperamos. Siempre creímos en nuestro tesón, o en nuestras capacidades o en nuestra casi buena suerte final.
El 9 de junio nos trae siempre a la memoria los fusilamientos de José León Suarez. Aunque cada vez menos. Cada vez menos gente recuerda o nombra a Rodolfo Walsh. A medida que los años avanzan, crece ese vacío en las memorias más jóvenes, al mismo tiempo que nos preguntamos cómo llegamos hasta esta realidad que tenemos hoy. La aclaración de esto último resulta tan pueril…
Hace años escuché en Cochabamba una frase que me resultó graciosa: “hay que seguir continuando”. Me llevó mucho tiempo entender que era la reafirmación tozuda de reconocer la historia, los errores de la historia presente, el reconocimiento de las derrotas propias, y que así y todo, y con todo eso, había que “seguir continuando”. Eran épocas donde Bolivia tenía un norte claro, no exento de conflictos y tropiezos, y que esos conflictos y tropiezos eran cosas que acomodar mientras se avanzaba. El mayor de los problemas siempre fue la balcanización del Estado Plurinacional en las épocas en que era república. Los intereses de unos departamentos sobre otros habían sido casi con exclusividad la causa de todos los males. El repaso constante de la historia parecía una buena, aunque aburrida, vacuna contra el olvido.
En Argentina parece que la historia termina en 1946, y aunque los sobrevivientes de José León Suarez siguen allí, la historia les adjudicó un espacio estrecho entre un muro y un basural. El muro conserva algunas siluetas pintadas, algunos nombres despintados y algunas promesas de no olvido y de la lucha continúa, y de hasta la victoria siempre y otros ¡Presentes! Así, entre signos de exclamación y juramentos de memoria eterna para los olvidados.
Aquel olvido fue producto de una aceitada maquina de inventar desmemorias. Fue la máquina que permitió cosas que vendrían después, como el Circuito Camps y sus veintinueve centros clandestinos, como una red de terror que se extendía por toda la Provincia de Buenos Aires aplastando, ahogando, matando ideas e ideales, vidas y casas, libros y hasta muebles y esculturas y artes que serían luego vendidas por los asaltantes en los mercados negros de toda oscuridad. Pero primero tuvieron que reprimir, atemorizar, amenazar y cumplir, sonriendo a las cámaras de televisión del mundo, repartiendo abrazos y sonrisas con rufianes de la misma calaña para las lentes de los cómplices, que hablaban de la suerte de vivir en la seguridad, que como se sabe, es la base de la libertad que supieron conseguir.
Entre el secuestro de Gregorio Nachman en Mar del Plata y el cuerpo de Rodolfo Walsh, herido de muerte y arrastrado a un auto donde testigos lo vieron desaparecer para siempre jamás, pasó algo menos de un año. La dictadura cívico-militar siguió asesinando varios años más. La máquina de crear olvidos a base de miedos, funciono aceitadamente. Los relatos que a fuerza voluntad sobreviven, acaban siendo testimonios fuertes pero menudos en la tan mentada memoria popular.
Alguien, de vez en cuando visita a Alicia Rodríguez, que seguirá contando que le quedó un padre muerto, una madre embarazada de cinco meses, aterrorizada, y dos hermanos pequeños que había que cuidar, porque “mi mamá, que nunca había trabajado, tuvo que salir a buscar el pan. Fueron meses horribles, de miedo, encerrados con mis hermanos a cargo y con la orden de no hablar, no abrir la puerta, no decirle nada a nadie sobre nada, más el terror constante de que podían venir a matarnos a todos”. Lo sostenido de la situación acabó por malograr el embarazo de la madre y “de suerte que se salvó mi mamá. No puedo imaginar qué hubiera pasado con nosotros si no la hubieran salvado”.
Gustavo Nachman, hijo de Gregorio, recordaría a los veinte años de su edad en un departamento de la calle Rojas en Caballito, a su papá, con una sonrisa de ausencias sin alma para entender ese paréntesis permanente en su vida, igual que la mamá de Gustavo, mujer de Gregorio. Vi esas sonrisas apagadas. Alguna vez hablamos de que no podíamos creer la cantidad de gente que decía no saber, no haber visto nada, no haberse dado cuenta. Me enteré que ahora se dice “fingir demencia”.
La dictadura necesitó de algunas cosas para avanzar. Una de ellas fue la prepotencia. Otra fue deshumanizar. Otra fue el silencio. Otra, la gente que aplaudía. Ese ruido de palmas sobre el silencio arrasó la memoria que costó años recuperar para seguir continuando. Y ahora de nuevo es junio.