1. Exterior noche - Viernes lluvioso - Casa de Gustavo y Miren.

Miren (34), en ese entonces mi pareja. Madre de Camilo (1 año y 8 meses), en ese entonces, mi único hijo, estaba embarazada de 41 semanas. Sé la cantidad exacta porque decidí escribir un largometraje durante todo el embarazo. Una escena por noche. En verdad, no sé si empecé a escribir la noche que me enteré o la noche que se embarazó. Lo importante, y de eso sí estoy seguro: era 6 de mayo de 1994 y Miren estaba por parir. Ese día me esmeré, cociné algo liviano por su estado. Hice un arroz con queso untable y dos bifes. Un bife para cada uno de los chicos. Los chicos, éramos Camilo y yo. Terminamos de comer y Miren empezó a sentirse mal. Dolor de panza dijo. La realidad es que no había estado con ninguna molestia durante los nueve meses de embarazo, mucho menos molesta que los seis años que llevábamos de relación. Por eso cuando me dijo tengo un dolor, decidí accionar. Me puse la familia al hombro y dije “Vamos”.

2. Interior. noche – Hospital

Una chica joven, que parece tener muy poca experiencia, nos recibe. Ella me reconoce, sabe que soy uno de los últimos exponentes del nuevo cine argentino. La chica quiere charlar conmigo. Miren entra. El médico le dice que no se preocupe, que no es nada y que se tome una Buscapina. Eso me contó cuando salió de la consulta. Yo no quise entrar, a veces los oídos no escuchan lo mismo y eso trae inconvenientes. Seguí con la escena que venía escribiendo. Siento que los escritores somos unos incomprendidos. No es fácil crear imágenes generadoras de sentido, en esa sala entré en un estado sagrado, de entusiasmo y claridad narrativa. No fue egoísmo, fue inspiración.

3. Interior Noche – Casa de Gustavo y Miren. (Plano secuencia)

Entramos y escucho un llanto, al principio me parece conocido, pero la seguridad llega 3 segundos después al ver la cara de su madre que me mira rabiosa mientras abre la puerta. “Nos olvidamos al nene”. Camilo con un año y ocho meses, se quedó solo, encerrado, durante una hora.

Miren está tan cansada que ni me grita. Entra, lo abraza, me mira y me dice: “hacete cargo, me meo”. Me quedo con él. Lo miro, él me mira, le sonrío y él me sonríe. En esa mueca volvió la inspiración. “Sentate acá, al lado de papá, que tengo que escribir una cosa”. Saco la libreta que llevo siempre conmigo, la birome del pantalón y escucho: “¡GUSTAVO VENÍ!”.

Me quedo tieso. ¿Qué hice? Mientras subo la escalera mis pensamientos pasan como diapositivas por cada momento de las últimas 24 horas, ¿Dónde fallé? El arroz fue Mocoví, a Miren le encanta esa marca. Le puse queso untable para que no sea tan pesado, “la crema de leche puede hinchar”, nos dijo mi suegra. Los bifes los hago a fuego lento, pero bien cocidos, “nada de carne roja para el nene”, nos advirtió nuestro médico de cabecera. Llego al baño, miro y entiendo que lo que está pasando no tiene que ver conmigo, fui la causa, ya sé, pero a veces hay que saber desaparecer. “¡Llamá una ambulancia!”, grita Miren.

Está en cuclillas arriba del inodoro y de su cuerpo sale una cabeza. Entro en estado de shock. Lo que sale de su cuerpo viene con mucha sangre. ¿Es normal? No lo sé. El parto de Camilo no lo vi, justo estaba cambiando la cinta de la cámara. Cuando terminé mi tarea, mi hijo ya estaba upa del obstetra.

El shock se convierte en un principio de ataque de pánico. Miren puja con fuerza para expulsar a lo que sería mi hija. No sé qué hacer. Camino para adelante y para atrás mientras susurro las posibilidades que existen y decido en mi cabeza cuál es la mejor decisión. Lo veo a Camilo, por primera vez siento que estamos conectados. Tiene la misma cara de pánico que su papá. Le sonrío. Me sonríe. Él llora. Yo lloro. Miro a la madre decidido a tomar las riendas de la situación. La sostengo de un brazo, como para que no pierda el equilibrio, toco la cabeza de Miranda y la bebé empieza a llorar. Dicen que el llanto es una buena señal. ¡Lo logré, traje al mundo a mi hija! Miro a su madre, que sigue en cuclillas y puja con fuerza y le digo: “Me respondió ¿viste? La toqué y lloró”.

No dice nada, sigue con la cabeza clavada por donde está saliendo Miranda. No sé si abrazarla, reírnos por la situación o salir corriendo. Miren no me da tiempo a nada, gira su cabeza hacia mí. “¡Llama YA a una ambulancia!”.

Bajo, cuando estoy en las escaleras me doy cuenta que Camilo sigue en la puerta del baño. ¿Cómo hace para subir solo? Recién está aprendiendo a caminar, mientras pienso las posibilidades de su destreza ya está mi suegra del otro lado del tubo. “Betty, está naciendo Miranda, estamos en casa, en el baño, por favor llama a una ambulancia”. Corto.

Suena el timbre, ¡Que rápido! Salgo, corro por el pasillo de casa con las manos llenas de sangre. Abro la puerta, es Gogy, el hermano de Miren. Lo abrazo sin darme cuenta que en el furor de la emoción el rojo sangriento ya es parte de los dos. Corremos como nenes por el pasillo. Entramos.

“¡ARRIBA!”, grito. Me doy cuenta que estuve 10 minutos paralizado al lado del teléfono. No sé quién le avisó a Gogy. No entiendo por qué llegó antes que la ambulancia, pero no me importa, yo también necesito el abrazo de un amigo, y Gogy, aparte de mi cuñado, es un gran amigo.

Tocan el timbre de nuevo. Corro. Abro la puerta, el Piru. Entra corriendo sin mirarme. Bastante confundido de que lleguen mis cuñados antes que los médicos, voy detrás de él. Entro a casa y escucho que el Piru dice “Vamos a la cama, hay que cortar el cordón umbilical” seguido de un llanto. “Camilo, no llores, ¿dónde estás?” Se asoma Gogy, “la que llora es Miranda”. Cierto, ahora son dos. Subo las escaleras corriendo, nunca más voy a permitir que digan que estoy fuera de estado físico.

El baño es una postal sangrienta. Miren está asustada, con un hermano de cada lado, que la sujetan para que no pierda el equilibrio mientras sostiene la cabeza de Miranda que tiene entre sus piernas. El piso del baño está lleno de sangre y es resbaladizo. Gogy y el Piru están discutiendo. Uno quiere finalizar el parto, llevar a Miren a la cama y cortar el cordón umbilical. Gogy, temblando, sólo quiere quedarse quieto a esperar que los médicos, personas formadas y capacitadas, lleguen y tomen las decisiones correspondientes.

Miren está en el medio del debate, me mira y yo queriéndole transmitir seguridad, le digo: “No te preocupes, Miranda llora, estamos todos acá, juntos. Ya casi llega la ambulancia”. Hace una pequeña mueca de felicidad y me dice “¿Y Camilo?”.

Quedo duro. Miro para todos lados, no estamos todos. Falta mi hijo. Repito en mi mente “son dos Gustavo, ahora son dos”. Tocan el timbre. Una vez más corro. Salgo del baño dejando gotas de sangre en todo mi recorrido. Alfombra, escalera, living, patio, puerta. Hasta ahora, solo sangre, sin datos específicos de la ubicación de Camilo.

Llego a la puerta, es Betty, mi suegra. Me abraza con la emoción de una madre que acaba de convertirse en abuela. Lloramos los dos. Entramos. Durante el recorrido del pasillo pienso ¿Por qué? Tengo un hijo de casi dos años y no sé dónde está. No me quiere, de eso estoy seguro. No me habla, aunque yo tampoco. Entro a la casa y en el patio esta Camilo, ¿Cómo hace para subir y bajar las escaleras tan rápido y solo? En ese instante me mira.

“PAPÁ”, dice.

Quedo paralizado. Lo miro, me emociono. Le paso por al lado corriendo. Subo las escaleras. Entro al baño, Miren sigue pujando, tiene la cara hinchada, parece que las encías se le fueran a salir de la boca, Miranda está con medio cuerpo afuera. Cruzamos una mirada, ella está emocionada, yo también.

 

“Miren, Camilo dijo su primera palabra: papá”.