Aún mantengo en mi retina la imagen de mi madre joven, vestido a lunares, boca roja. La que se asomó por el balcón para ver pasar a mi padre que le hacía la ronda de las cinco de la tarde y de quien se enamoró. “El pasajero volante de las cinco y media”, se hacía llamar. El tío Bruno, vecino del lugar y amigo de la familia de mi mamá, armó un encuentro y se ennoviaron. Yo, el conejito rojo, arribaría muchos años después en la casa de calle Alsina, con la tierra, la carpintería, los alacranes, los discursos de la Fusiladora, la foto de Evita, el Patoruzú con un “Bienvenido año 1960” y el accidente de Julio Sosa.
Veo al muñeco que mi viejo rescató de un techo y me lo trajo a la cama. Mi padre, el clown que me contara esa historia simple que precede a este final de obra. Era un conejito rojo de matelassé, hecho con jirones que sobraban de los encargos de ropa para bebitos que mi madre cosía pedaleando durante horas con la Singer. Ahora, despierto del todo, voy a la cocina de mis padres que ya no están y me hago café, lentamente, repasando lo que puedo de mi vida cercana por ahora, hasta que el cotidiano run run de las horas me disipe este momento.
Ya escribí sobre el Valle de los Conejitos Rojos. Era Alessandria della Roca, Sicilia, nacimiento de mi madre y mis ancestros. De cómo en la matriz sangrante de mi abuela, al decir de la comadrona, se dibujó la forma de un coniglio rosso cuando mi madre llegó al mundo. Y que jugara entre las flores del patio como un conejo. Y que fuera este animalito que mi madre confeccionó para mí, burdamente, en matelassé bordó, con dos botones como ojos, quien me acompañara como mi juguete preferido, el de apego. Quien dormía entre mis brazos y que mi padre desenganchara de una antena del techo donde fue a parar en unos de mis giros en el patio. Esa mínima historia como para unir las puntas de un mismo lazo, un hilo dorado con puntas rojas que me sirvieron para comprender que de las puntas de rocas perdidas y brotadas en lugares diferentes, cuelga una modesta historia que solo a mí me habrá de interesar.
Vuelvo sobre el sueño que recién urdí y del que aún me puedo acordar como para poder escribirlo.
En algún lado de algún lugar del cosmos existe una morgue para principiantes donde los alumnos practican tiro al blanco con los cadáveres y en vez de arrojar dardos les tiran con flores de ceibo que arrancan de la arboleda que cuelga tras los ventanales. Son jovencitas, jovencitos embebidos en la sangre joven, sangre platinada y ferozmente inocente jugando con los muertos. Les apuntan a los ojos, al pecho y dejan esas corolas allí como una ofrenda amorosa. De otro modo no se explica cómo sé que mi madre se encontraba feliz en un sitio mortuorio: ella amaba a las chicas y a los chicos. Y ellos deben haber sabido jugar respetuosamente con su cuerpo por toda la eternidad, de otro modo no se explica cómo el olor a flores de jazmín que a veces exhalan los libros me recuerdan a ella y a los perfumes de jovencitas, sudores de adolescentes de primer año de Medicina. Ese candoroso aroma me indica que ella está feliz, allá en algún lado del mundo que no se ve.
Sigo soñando…
Unos chicos rata fenecidos rapean sobre la camilla de mi madre. Están vestidos de harapos y uno ostenta un cohete rojo en su mano que balancea para hacerlo volar. Son como enanitos. Otro, un bandoneoncito nacarado donde improvisa una canzoneta. Cuando entra mi abuela, las figuras desaparecen dejando atrás una estelita de humo azul con un olor a espiral. Mi nona, vecina de otra sala de la morgue, llega en zapatillas, suspira, enciende una vela y le reza a San Patricio, el santo que aleja los diablos. Con la mano hace un movimiento sobre el cuerpo de mi madre, como para espantarle una mosca, alejándola de los males de la siesta eterna que rondan a su hija. En la otra cuna, Pepe duerme como el fantasmita tranquilo que es. Y se pedorrea.
“Nada hay más insuperable que morir de pie frente al pelotón de fusilamiento”, comenta la mosca que ha de fallecer en breve luego de que mi abuela ha rociado con ese esperpento de flit porque la ha atrapado durmiendo junto a la oreja de mi madre, como una santita negra. Nadie en el mundo sabrá que ella, la mosca vil que atrae enfermedades, ha estado allí para protegerla de los demonios que solo ella en su papel de mosca sabe ver, susurrándole canzonetas que a mi madre les encantaban. Ha velado por esa mujer y así le pagan: con una nube tóxica que la envuelve sin tocar ni un solo cabello de mi madre. No sabrán tampoco que ella, mosca sublime y heroica, la ha protegido del veneno espiritual que estaba en el aire, anteponiendo su cuerpecito de fetidez y brillo. Cae a los pies de mi nona que la barre despreciativa en su papel de verdugo italiano. No ha podido con Mussolini pero sí con esta mosquita muerta. El bien y la siesta han triunfado. “Ahora a dormir en paz hasta las cinco. Mañana zarpa el barco”, murmura ella.
Despierto del todo. Me duelen las sienes. Soñé mucho, demasiado y como siempre ocurre cuesta ordenar todo el asunto teatral de las historias. El Valle cruzando el Atlántico, mis sicilianos gritones, mis hermanas, mi abuela Nina con su pelo largo hasta la cintura, brillándole los ojos de picardía, el romance de mis padres, el olor de la naranja y el canto tempranero de los pajaritos de primavera, mi madre en la morgue, luego el turno de mi padre. Una nada y un todo. Todo lo que cabe en una vida que se me pasó como un huracán, mientras bostezo y mirándome al espejo hago muecas para despejarme. “Tengo una mística, tengo una música. Soy un Conejito Rojo. Ningún imbécil, ningún sabihondo o suicida con prepaga y millones me hará descreer de las utopías”, me digo.
“La vida es tan fugaz pero se mantiene sobreviviendo. Debo afeitarme, ir a trabajar, estar de buen humor. Debo ir a tocar música al bar”.
Y el conejito de pañolenci, el que cosí con mis manos para mis hijos ya grandes quienes, como en una voltereta fabulosa se han ido a vivir a Sicilia, parece decir que sí desde el armario, con su tosca cabezota. Todo vuelve al mismo lugar. El tiempo es una superstición, un equívoco, una perinola borracha que acomoda los giros, los relatos, los conejos rojos a su gusto y para mi suerte, en el justo lugar de la memoria.