La tensión que durante dos años y medio se fue anudando sobre los hombros, sobre el alma y los ojos de esas 10, 15 amigas se desanudó de golpe, como si hubieran consensuado la decisión de llorar al mismo tiempo, desconsoladamente de alegría, si es que se puede llamar alegría el festejo por el logro de una perpetua. Quizás con mayor aproximación, se trate de un estallido de energía. Verlas llorar abrazadas, en la apretada sala de audiencias del TOC 7, o en los pasillos grises de Tribunales, cuando ya había terminado todo, contagiaba angustia. Este es el relato emocional que rodeó y enmarcó la condena a perpetua a Juan José Campos por el doble femicidio de Abril y Romi Wilson, cometido el 20 de febrero de 2015. Ese y algunos nombres más serán los únicos datos duros de esta crónica que no puede sostenerse si no es desde el relato emocional. Este diario, este cronista, fue testigo de las primeras lágrimas y abrazos, testimonios desconsolados de la incredulidad que provoca la muerte, aquel día iniciático hace casi tres años, en la esquina de la calle Constitución y Solís, a metros del departamento donde fueron hallados los cuerpos. Y así estaba escrito que debía terminar. Con lágrimas y abrazos, ahora catárticos. En el medio, todo, pero todo, desde el reclamo hasta la detención del prófugo, desde la denuncia hasta la condena, fue resultado del impulso y la energía que aprendieron a anudar sobre la marcha las amigas de Abril y Romi.

Durante la mañana de ayer, poco antes de las 12, el grupo de chicas colgaba carteles y pancartas de la valla policial para visibilizar su lucha. Aprovechamiento de la irracionalidad estatal. “Justicia por Abril y Romi”, o sábanas de las organizaciones Amaguaña Espacio de género de Hagamos lo Imposible, o el FOL, o la Campaña Nacional contra la Violencia hacia las Mujeres. ¿Están nerviosas? Sí, muy nerviosas, dice Mercedes, una de las promotoras de todo este arrastrar al Estado a los vacíos que deja. 

La sala del Tribunal Oral en lo Criminal 7 es pequeña, entran, además de los jueces (Alejandro Becerra, presidente; Gabriel Vega y Gustavo Rofrano, los vocales), el fiscal –ayer estuvo presente una secretaria–, la titular de la Ufem, Mariela Labozzetta, a la izquierda del tribunal; la defensora oficial, Marina Soberano –no se presentó en la sala el imputado, J.J. Campos–, a la derecha. Y en el sector del público, espacio para unas 40 personas muy apretujadas. En la pared del fondo, con espacio más holgado que nadie, cuelga una cruz.

Los nervios, esos que mencionaba Mercedes en la puerta de Tribunales, desanudaron tensiones en dos momentos críticos de ayer. Uno, cuando pasó Campos, esposado por el pasillo. Cuando Becerra preguntó a Soberano si su defendido se presentaría para agregar algo (el espacio está reservado desde que en tiempos arcaicos, el condenado se arrepentía ante la santa cruz), la defensora respondió que no tenía nada que agregar y que el resultado de la sentencia le fuera informado en la unidad 28, alcaidía de Tribunales. No tenía intención de permanecer en la sala. Con lógica. La presión sobre esa ausencia se sentía en el aire, en las fotos de Romina y Abril que levantaban las chicas, en las remeras alusivas. En el cuarto intermedio, Campos que permanecía en una sala adyacente, fue trasladado, esposado, hacia la alcaidía. Del pasillo vacío, de pronto, surgieron los gritos primero, “¡Asesino, asesino!”, insultos, un torbellino de chicas corriendo detrás de Campos, los uniformados haciendo de valla humana hasta sacarlo del medio. Cuando desapareció de escena, las amigas de Abril y Romi volvieron, se reunieron ante la puerta de la 6066, la sala donde se realizaba el juicio. Abrazadas, lloraban, las palabras no salían, el nudo en la garganta atravesaba a todas, a todos. En el vacío que deja el estallido, el abrazo es un abrigo compensatorio, es la reconstrucción de la red de afectos. Las chicas pusieron en práctica un abrazo curioso, el abrazo caracol. Se tomaron de las manos, formaron una línea, y en uno de los extremos una se empezó a enrollar sobre sí misma y fue envuelta por la que seguía y así, en caracol, se fueron abrazando mientras lloraban.

Mariana Barbitta –la abogada que las había acompañado hasta lograr espacio como querellantes para una tía (después falleció la tía y el espacio quedó trunco)– las abrazaba y lagrimeaba junto a ellas. O les describía en qué consistiría la lectura de la sentencia. La interpretación técnica es incómoda. Mejor, las cobijaba.

Para ese momento, entre todas, y sin conocer lo que ya a esta altura se sabe, organizaron que el ingreso de los jueces sería saludado con el grito de “¡Abril y Romi, presentes, ahora y siempre!” y las manos extendidas, las fotos de las dos mujeres, madre e hija, en el aire, arriba.

Mucha tensión, mucha necesidad de gritar, nervios y miedo a cuál fuera el resultado de tanto trajinar. Y así ocurrió. El ingreso de los jueces fue saludado con los gritos de las amigas.

El presidente del tribunal leyó entonces la sentencia y dejó para el 5 de febrero los fundamentos. Campos fue condenado a perpetua, por el homicidio agravado por el vínculo (inciso 1 del artículo 80 del C.P.) y agravado por género (inciso 11, el que comunmente se denomina de femicidio).

Risas y llantos estallaron al unísono mientras los jueces se retiraban. Las chicas, vecinas, la madre de una, el padre de otra, los amigos y novios, todos abrazados para contener el llanto incontenible. Lo dicho, la emoción y la angustia atravesaban a todas y todos. Labozzetta debió postergar unos minutos una entrevista televisiva porque sus ojos rechazaban la formalidad que exige una cámara. Barbitta se abrazaba con las chicas también lagrimeando.

Ya en la vereda, Mercedes recordó en algún momento que “no hubiéramos llegado a esto si no hubiésemos salido a reclamar a la calle”, dijo y levantó el puño mientras otra de las chicas colgaba de la valla policial un cartel en el que se leía “Abril y Romi. Ni Una Menos. Vivas nos queremos”.

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