Un cachito de conciencia de clase. Con un cachitito nomás alcanza para emocionarse en el subte que está justo debajo de la Plaza de la Revolución, en Moscú. No hace falta ser obrero metalúrgico de los pueblos del interior ruso (que todavía los hay a montones) ni granjero de la estepa para conmoverse con esas dos hileras interminables de esculturas –una para cada andén– de laburantes, estudiantes, jóvenes. Un homenaje a quienes, hace un siglo, sacudieron al planeta. La estación tiene sus rituales, que muchos moscovitas practican y transmiten a los visitantes. Aseguran, por ejemplo, que trae suerte frotar la cabeza del perro de una de las esculturas. Frotar la gallinita de otra –chistes al margen– también evita la mala fortuna.

La estación funciona desde 1938 y las 76 esculturas de Matvey Manizer aluden a los 20 años precedentes. No hace falta ser militante para reconocer que es una estación hermosa. Como son casi todas las del metro de la capital. Algunas tienen vitrales, otras frescos en los techos, muchísimas estatuas. Los moscovitas declaran con orgullo tener el mejor subte del mundo. Quizás hasta así sea, con sus 13 líneas, incluidas aquellas circulares que entroncan toda la red, con sus estaciones bellas, una profundidad pensada para soportar bombardeos y una frecuencia de dos minutos (hola línea H porteña, ¿qué tal?). Un tip: con la tarjeta troika, el equivalente de la SUBE, el pasaje baja de 55 a 35 rublos (de 16 a 10 pesos argentinos).

A ninguna estación le falta su cuota de arte. Pero no son elementos meramente decorativos. Los motivos de fondo son históricos: cuando triunfó la Revolución y expropió los tesoros de los zares, decidió ponerlos a disposición del pueblo. ¿Y qué mejor lugar que en el transporte público más utilizado, el más moderno de la época y el que, ya que estaban, podía impresionar a espías y diplomáticos extranjeros?

Pero la cosa no acaba bajo tierra. Al salir a la superficie sigue la historia. Por ejemplo en torno del parque Prospekt Mira. Allí, ni bien se sale de la estación, identificar el Museo de la Cosmonáutica es fácil: de la construcción sencilla emerge una estela de concreto que se eleva al cielo y sostiene un cohete. En ese Museo de la capital rusa, plateado y más chico que un minibar, está el Sputnik, el primer satélite que la humanidad puso en órbita. Es una reproducción, pero alcanza para emocionar a ese pendejo que flasheaba viajes espaciales después de leer a Bradbury, Le Guin o Clarke.

Sería esperable encontrar allí una gran estatua dedicada al prócer Yuri Gagarin, pero no. El pionero tiene su lugar, pero el recorrido curatorial del Museo se enfoca en el trabajo que hace posible esas proezas: en los científicos e investigadores, los métodos de entrenamiento y la forma en que se pensaba (y se piensa) cómo llenarse la panza cuando se está fuera del alcance de un delivery.

Hay de todo, hasta réplicas del interior de algunas naves, modelos de la MIR, restos de fuselaje e incluso los plantines con los que probaban crecer verduras en el espacio. La única macana es que los únicos textos curatoriales traducidos están en inglés. Y como no son todos, salvo que se aprenda ruso, varios detalles apenas se escapan.

Igual es emocionante, aunque no apele a la retórica tradicional del héroe (hola Neil Armstrong) a la que acostumbra el relato norteamericano. Es un recordatorio de que las grandes cosas se consiguen en grupo. Y casi toda la última parte está dedicada a la exploración conjunta del espacio, a las alianzas internacionales para ir más allá de la atmósfera y ver qué tiene para ofrecer el sistema solar.

La única sugerencia es ir con tiempo. No es que sea tan grande para recorrer, pero sus empleados son particularmente puntuales a la hora de bajar –literalmente– la persiana. Y si volar a la Luna y no traer una piedra selenita es una pena, también lo es ir al Museo de la Cosmonáutica y no comprarse ni una taza de recuerdo.