Cuando se cumplieron tres años de la muerte de Rodolfo Rabanal escribí una nota, más bien una pequeña memoria donde recordaba la fascinación que me había provocado leer su libro En otra parte a los diecisiete años. Ese relato me marcó a fuego, me fascinó y me impactó en ese momento en el que -no lo dudo- empezamos a vivir.
Cinco años después de su muerte -el 2 de noviembre de 2020- vuelvo a intentarlo. Quizás, porque se trata de un recuerdo íntimo; quizás porque me permite abordar un gran núcleo de la obra de Rabanal que siempre me resultó atractivo y misterioso, aun hoy: su inimitable capacidad para producir una corriente de profundo erotismo que se abre paso en una prosa plena de sensaciones, impresiones y hasta reacciones corporales a los estímulos del ambiente, sin por eso mandar a los lectores la señal de que está escribiendo deliberadamente literatura erótica. Un erotismo sin efectos explícitos, una sensualidad enfocada en el uso (erótico) del sintagma, que algunos decodificaron como un exceso de “refinamiento”. A mí nunca me molestó esa posible búsqueda de refinamiento o “exquisitez” en la prosa de Rabanal; o no lo sentí así. Resulta que -vuelvo a los diecisiete- empecé a leerlo bajo un signo tan diferente, desde tan otro extremo -el de una potencia salvaje- que ni se me habría cruzado por la cabeza pensarlo bajo el signo del estilo y sus efectos.
El homenaje, según los sinónimos, tiene o tendría algo de ofrenda, de obsequio, agasajo y reconocimiento, y además es una ceremonia, una especie de ceremonia que intenta ser menos ceremoniosa que la ceremonia en sí, menos ritual, más cálida. Y, desde ya, es un intento de conclusión: dotar de sentido a un fragmento de vida o de literatura, algo que uno hace, ineludiblemente, bajo la ilusión de tallar en el alma unas palabras finales, concluyentes. La vida, múltiple, estallada, o íntima y privada, o escrita, fue su gran tema. Matriz delicada del homenaje, rituales entre la vida y la muerte sí, pero exaltando la parte vital que Rabanal exprimió en sus libros hasta las últimas y frescas gotas de vida. Homenaje, además de ofrenda, agasajo, obsequio, es duelo. Un paradójico, o no tanto, duelo vital.
OTRA PARTE
En “La vida está en otra parte” (como se titulaba ese texto de 2023), afirmaba que En otra parte era el primer libro adquirido por mis propios medios, si bien aclaraba no acordarme exactamente de las circunstancias. Ahora, ya no estoy muy seguro. En realidad, no estoy nada seguro. Ahora se me hace más difícil precisar mi propia estampa entrando a una librería y comprando En otra parte. Sea como sea que el libro llegó hasta mí (pudo haberlo comprado mi padre a pedido mío, como sucedió con Respiración artificial de Ricardo Piglia) sí me recuerdo leyéndolo en un colectivo. Es el retorno de una imagen persistente. Viajaba mucho en colectivos, eran viajes largos y yo leía en esos viajes. El libro de Rabanal me fascinaba y me abismaba. Me recuerdo pasar la mirada del texto, de sus frases como chicotazos burlones, irónicos y desenfadadamente impúdicos, al paisaje urbano a través de la ventanilla, las ventanillas siempre sucias y mezquinas de los colectivos. ¿Nueva York era un nervio desnudo? Buenos Aires también. En “La vida está en otra parte” hablaba acerca del impacto del párrafo final de Nueva York es un nervio desnudo, el primero de los dos relatos:
“Hace un par de semanas, el capitán Trevor Heblin se despertó con un ánimo de perros y estuvo emborrachándose hasta el mediodía. Después, cuando se le terminó el whisky, sacó de un cajón la pistola 45 de los tiempos de Indochina, y se voló los sesos”.
Obviamente, a los diecisiete años, ya decidido a seguir la carrera de Letras, podía darme cuenta de que objetivamente ése era un gran final para un relato, pero agregaba mi extrañeza porque lo que había leído como un policial negro o noir diferente, más ambiguo si se quiere teniendo en cuenta mis varas de medida de entonces (Chandler, Ross McDonald, ya de por sí bastante ambiguos), terminara de esa manera, porque al tipo le daba un ataque de malhumor o se había pasado de whisky.
Extrañeza, impacto de un final y, desde ya, envolviéndolo todo con fino papel de regalo y perfume de mujer, la fascinación erótica. Nueva York es un nervio desnudo transpira sexo por todos sus poros al describir la relación del extranjero y desenfocado narrador con Luba Heblin. Yo había escrito: “El narrador conoce en Nueva York a Luba Heblin. Ella es una pantera, una bestia sexual. La aprecia, llega a quererla, pero sobre todo quiere apropiársela, poseerla en todo sentido: lúbrica Luba”.
Lo cierto es que Luba tiene un hermano que peleó en Vietnam, quedó mutilado, es un semi cuerpo retorcido y doliente, pero aún palpitante, sangriento. En mi interpretación, los hermanos parecen cultivar, aunque en forma inconsciente, una relación incestuosa, a punto tal que la gente los confunde con un matrimonio, y el narrador (siempre según mi interpretación) se apasiona con participar de alguna forma de ese triángulo donde palpita el incesto, y quizás de ahí o por ahí es que el relato termina como termina, el capitán volándose los sesos (¿sexos?) con una pistola 45.
Y también señalaba que desde la lectura de En otra parte me había atrapado para siempre la “forma díptico”, esto es, un libro compuesto de dos relatos que ineludiblemente hacen espejo uno en otro, se reflejan y distorsionan el uno al otro, además de marcar el elocuente hueco, la falta de “otra parte”: el díptico denuncia la bestial ausencia del tercero, el tercer elemento, la tranquilidad de lo que va al medio, tan evidente en la “trilogía” o “tríptico”. Tan amputado estaría el díptico como el cuerpo del pobre capitán Heblin. Lo que me lleva al espejo: yo, a los diecisiete años, intuí algo del orden (y el desorden) del espejo en la forma del libro de Rabanal, en el par narrador/ Luba, en el par narrador/ Trevor y en el par Luba/ Trevor, en un título que habla de “otra parte” y por tanto remite a una parte que no está. Pero, escribí entonces, “me fui internando en las páginas del primer relato del volumen, Nueva York es un nervio desnudo; el segundo es Días de gloria en Medora, juntos hacen un díptico, forma que, no lo sabía entonces, llegaría a apasionarme”.
Hay aquí un tremendo hiato, dolorosa y muda hendidura, o un fallido, si se lo prefiere considerar así, o más bestial aun, una tremenda metida de pata, porque lo que no me di cuenta ni a los diecisiete ni hace dos años y apenas si lo admito ahora, es que si bien siempre me apasionó (casi obsesionó) el famoso díptico a partir de esta primera lectura de Rabanal (ni siquiera es un término muy utilizado en literatura sino más bien se lo toma prestado de las artes visuales, asociado al barroco y el renacimiento en particular), nunca le concedí demasiada atención a la segunda pata del supuesto díptico de En otra parte.
Releí, es cierto, una que otra vez Días de gloria en Medora, pero hoy puedo decirlo categóricamente: desde los diecisiete años la lectura, la fascinación de la lectura, la intuición del incesto, la excitación sexual y sensual del narrador, la bestia mutilada del capitán que quizás se encarnizaba en su hermana pantera lúbrica Luba, el erotismo neoyorkino que le hace afirmar al narrador: “he notado que Broadway de tarde es un lugar espantoso. Como Rivadavia a la altura de Liniers, o Corrientes cerca de Dorrego, y a la misma hora. Aunque distinto. La poética es otra, la erótica es otra, si es que sé de qué hablo”; todo eso, no solo me iría alejando de Días de gloria en Medora sino -en definitiva, malévolamente- me obturó su lectura para siempre. Yo terminé identificando, acotando y mimetizando el libro entero En otra parte con Nueva York es un nervio desnudo. Esta vez, o si se prefiere, otra vez, una parte, atentando y amputando ¡castrando! a la otra parte.
Entonces, aquí, ahora, no puedo más que aceptar que hay mucho de autoengaño, o capricho, falsa memoria o algo irremediablemente mal pensado en mi proclamada atracción por la “forma díptico” que, ni siquiera sé si “se usa” en la literatura y, de existir, yo la pulvericé al obturar la segunda parte de mi díptico primigenio, a esta altura tan fabuloso como un dragón. Ya de por sí amputado de su tercera mitad, al díptico le amputé por añadidura gran parte de su razón de ser, y, en ese acto, habré, si no amputado, hecho mella en mi propia fascinación. Pero tan fascinado como estaba, ni me di cuenta.
Si en mi díptico ideal e idealizado, lo más importante es el efecto de espejo que una historia o trama o relato hace en el otro, y si yo mismo anulé ese efecto “leyendo” una sola hoja del espejo libro, anulé en rigor la posibilidad múltiple y experimental de esa forma que me fascinó sin saber bien de qué se trataba, es hora de señalar cuándo recuperé lo verdaderamente importante.
¿Cuándo volvió a apelarme la escritura de Rabanal desde la fascinación?, o sea, ¿cuándo volví a sentir ese impacto que no es del todo intelectual (sin ser por completo ajeno al intelecto), del todo sentimental ni del todo anímico sin ser del todo ajeno al sentimiento, el ánimo y las afinidades insondables? ¿Cuándo volví a caer en sus redes, por así decirlo?
Podría señalar oleadas de lecturas y relecturas -La vida brillante, El héroe sin nombre, Un día perfecto, La vida escrita- y hasta un descubrimiento tardío como el de La mujer rusa. Pero fue -no tengo ninguna duda esta vez al respecto- en una relectura posterior a la muerte de Rabanal de su novela Cita en Marruecos, (leída primero en su momento, la segunda mitad de los años 90) y en unas palabras de su revelador, magnífico final, cuando reapareció el espejo, esta vez en forma de palabras que repican, rebotan, unas en otras.
Quizás, en algún otro momento, quizá no, deba interrogar por qué estos sentidos epifánicos me han sido provocados por algunos de los finales (o “cierres”, una palabra que le gustaría en este contexto al gran periodista y corresponsal que también habitó en Rabanal) de algunos de sus libros (considerar también, aquí, por qué no, el final de La vida brillante), pienso, tal vez, que esas reverberaciones precipitadas hacia lo último tienen que ver con la sensualidad de una escritura que buscaba (contesto ahora, de paso, a los criticones) rozar la densa trascendencia erótica del lenguaje mucho más que anclarse en el narcisismo impoluto de lo refinado.
Citaré bastante en extenso ese final de Cita en Marruecos y (me) citaré ya sin comillas, porque esta vez sí busco un efecto de final, además de corregirme y disculparme por haber sido un lector lúcido pero inconsciente.
CITA DE CITAS
“Cuando se puso el sol me quedé mirando el mar, pensé en mi padre y en la idea de Carlos Marx según la cual todo lo sólido se desvanece en el aire. Ella se limaba las uñas y el polvo de uñas se desvanecía en el aire. Las velas ardían devoradas suavemente por la boca sutil de la atmósfera. Caminé por el jardín en declive y el campo, en frente, estaba poblado de bichos y de pájaros invisibles que se movían bajo mis pies y sobre mi cabeza con un estremecimiento eléctrico de patetismo extremo. El mundo oscuro se alimentaba a dentelladas, pero es probable que aquella guerra microscópica los divirtiera. Jamás comprenderé a los insectos. De todos modos, es poco lo que se llega a comprender verdaderamente y es falso –mayormente- lo que se dice que se sabe. Pero lo falso tiene a veces una calidad sorprendente, y sospecho que se debe al exceso de producción perfeccionada de lo falso. Yo escribiría (pensaba) la novela imposible de mi padre partiendo de los falsos y engañosos principios de la apariencia.
De modo que así estábamos, no había ideas, o las había, pero volaban en torno a mi cabeza como la brisa que soplaba del mar. Era una noche en la que hubiera deseado tener el talento de los grandes poetas líricos. Hubiera deseado cantar y acompañarme con la guitarra. Así que fui a buscar la guitarra, pero no tenía ninguna guitarra, jamás había tenido una. Y no sólo eso: nunca, en mi vida, había tenido siquiera la intención de aprender por lo menos los rudimentos del arte.
De manera que los movimientos que hice fueron ficción. La ficción siempre es una guitarra sonora que no existe y una canción espléndida que nadie canta, salvo en tu cabeza.
Tal vez por eso (me dije) la ficción anhela ser total y perfecta. Es la mentira que nunca miente. Es el acto que humilla al acto. Bueno, me dije, por lo menos tuviste una idea. Ella dormía”.
Otra vez, un final golpeaba a las puertas de mi cerebro para conmocionarlo, ponerlo alerta, tensarlo, tan lejos de aquellos diecisiete del empezar a vivir, es cierto y, aun así, restallando en la memoria.
Una guitarra sonora que no existe / una canción espléndida que nadie canta/ anhela ser total y perfecta/ es la mentira que nunca miente /es el acto que humilla al acto…
Así habrá murmurado el capitán Trevor Heblin, (simplificando un poco las cosas, es cierto), saboreando las palabras entre dos tragos de whisky. Y a pesar de su malhumor ya pudo volarse tranquilo los sesos con la pistola de los tiempos de Indochina.
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