Desde Barcelona
UNO Rodríguez entra en Netflix para ver otra vez la Frankenstein de Guillermo del Toro que salió de ver días atrás en un cine. Pantalla grande entonces, pantalla chica ahora: el tamaño máximo de lo que sucedió por primera vez ahora reducido al tamaño mínimo de lo que se recuerda que sucedió. Exactitud reducida y, se dice Rodríguez. Y falta cada vez menos para que la memoria funcione así: exacta, almacenada, comprimida, recuperable a un click de distancia; y, por supuesto, ya hubo un episodio de Black Mirror (también en Netflix) explorando todo eso a explorarnos. Mientras tanto y hasta entonces, somos cada vez más incapaces de recordar teléfonos, direcciones, nombres ajenos y casi cualquier otra cosa de pronto olvidable no por decisión sino por inercia. Y uno de los detalles más novedosos e interesantes de esta revisión de Del Toro es, apenas, desaprovechado comentario como al pasar: la Criatura tiene flashes de las memorias distintas y dispersas y de pronto reunidas de todos y cada uno de sus miembros cosidos por cicatrices que recuerdan a las vetas del mármol en su cuerpo de estatua casi davidiana y divinamente proporcionada. Inexplicablemente para Rodríguez, Del Toro se privó --y privó al espectador-- de esos flashes como de flashback lisérgico. O tal vez, quién sabe, se olvidó de proyectarlos y de escribirlos primero y de filmarlos para proyectarlos después.
DOS En cualquier caso, la película no había estado nada mal en el cine y seguía sin estar mal ahora en el televisor. Tal vez, incluso, estaba mejor: porque para Rodríguez ya no había expectativa previa ni desilusión posterior. Y de nuevo: la película no está nada mal (aunque por momentos un conspiranoide Rodríguez sospeche y siente que, aquí y allá, el algoritmo de la Gran N impuso algún límite y coordenada para que todo funcione lo más que se pueda para todo público, para todos los gustos y edades y etnias). Y aquí viene ahora aquel que ya vino tantas veces: con cara de Karloff, Lugosi, Strange, Lee, Conway, Boyle, De Niro, en clásicos de la Universal o en títulos como Jesse James Meets Frankenstein's Daughter o Los ritos eróticos de Frankenstein o paternal marca Warhol en Flesh for Frankenstein o en variación-glam Rocky Horror Picture Show o variable-cromada Robocop o como abnegado y un tanto tonto paterfamilias Herman Munster. Aquí ruge ahora interpretado con look casi byroniano y casi Elvis Greystoke por Jacon "Saltburn" Elordi (acompañado por un casi desorbitado y auténticamente monstruoso Oscar Isaac, la muy de moda Mia Goth y ese Cristoph Waltz quien, más que probablemente sea el más consumado y consumido intérprete de Cristoph Waltz desde que Quentin Tarantino lo electrizó para Inglorious Basterds). Y a principios del año que viene retornará en la The Bride! dirigida por Maggie Gyllenhaal y con los rasgos de Christian "American Psycho" Bale. Y no será el último, por supuesto. (Y antes llegará el otra vez el otro arquetipo-paradigma-yang-otra cara de la moneda del género: un romántico Drácula del francés Luc Besson --donde también figura Waltz ahora como Van Helsing-- y que, por lo que se ve en sus avances, parece una versión diet/marca blanca de aquel otro de Coppola en 1992 luego de despedirse de ese otro vampiro-vampirizado de nombre Michael Corleone.) Y "Only connect", recomendaba-dictaminaba E. M. Forster para el arte de la novela; lo que en el caso de todo lo frankenstiano bien puede traducirse como coser y cantar hasta alcanzar, electrizante, ese entre histórico e histérico "It's alive!".
TRES Y el Frankenstein de Del Toro es muy vivaz. Tan vívido y vivido como sólo puede serlo el amoroso producto de alguien que vio aquella de James Whale de 1931 a los ocho años, en Guadalajara, México, y decir y decidir que exactamente eso era lo que quería hacer cuando fuera grande: ser un científico loco apenas encubierto bajo el oficio de director de cine (para quien su otro ensueño pendiente a despertar es En las montañas de la locura de H. P. Lovecraft). Así, Del Toro se fue acercando de a poco al asunto: en las criaturas y freaks y vampiros perseguidos de Blade, El laberinto del fauno, Hellboy, Pacific Rim, La forma del agua, Nightmare Alley, Pinocho y en los aires góticos de Crimson Peak. Pero la meta estaba más que clara y Del Toro la ha alcanzado y, para Rodríguez, el resultado oscila entre lo sublime (la sublimación) y el desencanto (esa desilusión que, inevitablemente, depara lo largamente deseado). Rodríguez agradece por fin la refinada elocuencia de La Criatura (a la que Del Toro claramente aprecia más que a su Creador) pero extrañó más mención y dedicación a los libros leídos (donde destaca Paradise Lost) y que, en la novela, si mal no recuerda, carga en su biblio-mochila portátil. Y le sobró un tanto esa invulnerabilidad a frío ártico y a plomo de balas más cercana a mutación Marvel/DC que a ingenio decimonónico y los aires casi Tim Burton de ese largo prefacio edípico-infanto-juvenil de Victor. Aún así, no le hizo ruido el carácter un tanto cumbresborrascociano y de entomóloga-nabokoviana de Elizabeth (aquí prometida no propia sino de hermano, y a quien Victor más o menos accidentalmente...); ni el que el capitán Anderson del varado barco Horizon entienda finalmente que no es lo mismo Monstruo que Criatura; ni el subplot del magnate-traficante de armas y financista del experimento Henrich Harlander con mucho de contemporáneo y distópico tech-tycoon obsesionado con la vida sino eterna al menos mucho más larga. Y es que se sabe: si el sueño de la razón produce monstruos, entonces las pesadillas de la ciencia suelen fabricar monstruos más monstruosos aún.
CUATRO Y --desde el principio de los tiempos-- poca cosa fascina más a los humanos que lo inhumano y la pulsión/compulsión por humanizarlo. Por comprenderlo. Por sentirlo como, sí, one of us... De ahí que todo vampiro o humanoide o licántropo o momia o alien o gran villano no demore en generar su versión amable, querible e, incluso, teen: porque lo monstruoso bien puede llegar a ser entendido como una suerte de acné pasajero y superable y curable. Tenemos una necesidad de monstruos simpáticos que nos distraigan de nuestra normal antipatía. Monstruo deriva del latín monstrum que equivale a profecía. De ahí, esa fantasía de que lo monstruoso está por venir para distanciarnos de la idea de que lo monstruoso ya está en nosotros desde el principio de los tiempos. La revolucionaria modernidad de la novela de Shelley propuso la novedad de un hombre-monstruo creando a un monstruo-hombre difuminando fronteras y límites entre uno y otro. Así, ahora, Rodríguez volviendo a ver esta flamante Frankenstein, se dice que Del Toro, se pierde una gran oportunidad en esa escena en la que el agonizante experimentador le ruega al experimentado que pronuncie su nombre de pila, Victor, para luego aceptarlo como hijo. Ahí, piensa Rodríguez, Frankenstein dejó pasar la oportunidad de susurrarle algo así como "Ahora tú también eres un Frankenstein". Y así, entre graciosa y seriamente, explicar el automático y reflejo malentendido de que buena parte de la cada vez más monstruosa humanidad le diga/llame Frankenstein a quien se le dio la vida después de la muerte, pero se lo privó del consuelo de poder ser llamado por su nombre y no por su condición.
De este lado de la ficción --en la cada vez más irrealidad realidad-- cada vez hay más monstruos.
Y a todos --todos son uno de los nuestros-- se los conoce por su nombre y apellido.
![function body_3(chk,ctx){return chk.f(ctx.getPath(false, ["author","title"]),ctx,"h");}](https://images.pagina12.com.ar/styles/width470/public/2020-06/rodrigo-fresan.png?itok=58ZDHm4L)


