Construida alrededor de Stars Hollow, un pueblito ficticio de Connecticut que siempre pareció detenido en alguna época dorada que en realidad era la del cine, y armada en base a hermosos anacronismos como esos diálogos burbujeantes que parecían sacados directamente de la screwball comedy, o irrupciones de comedia musical en la calma chicha del pueblo, Gilmore Girls puso una figura levemente contrastante contra esos decorados más bien idílicos y logró que la fusión fuera perfecta. Porque Lorelai Gilmore, la chica que quedó embarazada a sus dulces 16 y abandonó el hogar paterno adinerado para ir a hacerse una vida en ese pueblo que parecía salido directamente de su imaginación hirviente, era una madre soltera independiente y rebelde, que decidió prescindir no solo de la ayuda del padre de su bebé, sino también de la posición y los privilegios ilimitados que implicaba continuar la tradición de la familia, para armar un hogar de dos chicas, madre e hija.

A veces la diferencia entre la madre y la hija era patente; otras, no. Con solo 16 años de diferencia, las dos se sacaban chispas y tenían ese tipo de vínculo de hija madura y sabia frente a madre aniñada, que a veces las hacía explotar. Quizás lo más difícil de retomar la serie una década después era responder a la pregunta que todxs los fans nos estábamos haciendo: ¿Lorelai podía crecer? Ya cerca de los cincuenta y con una cirugía plástica delicada pero que no dejó de darle ese gesto algo siniestro de la parte exterior de los párpados levantada, Lauren Graham (Lorelai) había aparecido en el trailer de esta nueva temporada haciendo exactamente lo mismo que diez años atrás: hablar a toda velocidad, no parar ni un segundo de hacer bromas, hacer pucheros, usar gorros de lana que la hacían parecer una nenita de seis. No siempre fue feliz el equilibrio entre la verborragia de comediante de Lorelai Gilmore y el papel más o menos digno que tenía que cumplir como madre y adulta; algunas veces, sus problemas imaginarios eran simplemente infantiles e irritantes.

Esta nueva temporada de Gilmore Girls, dividida en cuatro estaciones que abarcan un año, fue mucho más interesante para Rory (Alexis Bledel) y Emily (Kelly Bishop) que para Lorelai. A la mayor de las dos se le murió el marido y empezó, como muchas viudas que estuvieron a la sombra de sus esposos en esas parejas más tradicionales, a deshacerse de un sinnúmero de cosas que no había elegido del todo, empezando por su propia casa. En el caso de Rory, hubo un esfuerzo grande por aggionar la serie a la realidad económica del periodismo freelancer, que resultó mucho menos estimulante de lo que Rory había imaginado, mucho más rutinario, mal pago y sembrado de maltratos (uno de mis chistes maliciosos preferidos fue de hecho el del club de los treintañeros en Stars Hollow, chicos que viven con los padres a falta de otra cosa mejor y que hacen del pueblo un limbo post-universitario). La misma Rory tuvo que volver a la casa de la madre, y la serie no dejó de acusar recibo también del hito que representó Girls, en las menciones reiteradas a Lena Dunham y el intento, si bien limitado por el horizonte de inocencia impuesto desde el principio (hablamos de una serie donde se tiene sexo pero no se coge y los besos de lengua están prohibidos), de darle cierto realismo a la vida sexual de Rory, sexo casual incluido.

En cuanto a Lorelai, sus conflictos siguen pareciendo más imaginarios que otra cosa: si no tuvo un hijo con Luke por un malentendido vergonzoso en cuarentones como ellos, si se casa o no se casa, si puede levantar la mochila cuando se va de mochilera. No sé si los guionistas habrán creído que era mejor mantenerla igual a sí misma, o que no queríamos verla convertida en una señora madura, pero se equivocaron: la sensación es de que nos perdimos algo que podía haber sido magnífico.

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