Se trata de una autobiografía en el borde, en el borde porque está escrita en poemas, poemas hermosos y fuertes y llenos de vida: eso es Tarda en apagarse, el primer libro de Silvina Giaganti que fue, que es, una irrupción en el mundo de la poesía. Fue editado por Caleta Olivia, una editorial chiquita y de precioso catálogo que crece tranquila y sostenidamente. Menos tranquila estos últimos meses: Tarda en apagarse está hace semanas al tope del ranking de la librería Eterna Cadencia y estuvo, esto es muy difícil, casi imposible diría para un libro de poesía aun de poetas consagrados, en el ranking de Cúspide alguna semana. Los editores hicieron ya tres impresiones del libro que tuvo, además, una repercusión crítica elogiosa y grande. Giaganti ya era inevitable en Twitter: docente y licenciada en filosofía, sus tweets directos y con agenda propia, no necesariamente ligados a las tendencias del día, interpelan a cualquiera que quiera leer una voz clara y fuerte, bien plantada en lo que considera propio: el feminismo, el amor, el lesbianismo, la mirada de género y una perspectiva particular para leer el mundo. Giaganti habla y escribe, lo va a decir en esta entrevista, anclada en su experiencia –arma universales desde ahí– de los grandes temas de casi todxs: “la madre, el padre, la infancia, el lugar de nacimiento, la clase, el dinero, el amor, las mujeres, las amigas”. 

Iluminan, los poemas de Silvina, lugares que tienen que ver con el dolor. Y también con la fiesta: Rosario convertido en una isla con chicas al ritmo de las Kumbia Queers, del Encuentro Nacional de Mujeres y la presencia constante de una ex y la novia de la ex. La idea de tener un hijo y criarlo en manada con todas las chicas. Un beso –en Bunker, en 1997, después de bailar y tomar alcohol– con una chica deseosa pero esquiva con las otras chicas, como recuerdo que se podría guardar hasta después de la muerte: los poemas de Silvina iluminan momentos particulares, los hacen brillar como recuerdos ardientes y los universalizan desde el detalle personal. Nos hablan de ella y, en la misma operación, nos hablan de todxs. Lean esto, sientan la potencia de la voz de Silvina: 

Las mujeres que me volvieron loca de verdad

Las mujeres que más amé

las que me volvieron loca de verdad

las chicas con las que quise todo, escribían.

Mi mamá hizo hasta segundo grado y no

me miró los cuadernos ni pudo

colorear un mapa conmigo o ayudarme

en un ejercicio de contabilidad.

El colegio y casa eran

una cadena rota en mi cabeza.

Cada vez que la veía firmar algo,

el boletín de la primaria,

un documento en el banco,

notaba que lo hacía lentamente

como alguien recuperándose de un golpe.

Me pregunto si las mujeres que amé

las que me volvieron loca de verdad

las chicas con las que quise todo

fueron mi movilidad intelectual ascendente,

si elegir mujeres que escriben

es disimular eso que me falta

cada vez que las dejo

o que me dejan.

LO PRIMERO ES LA FAMILIA

Esta charla arrancó más o menos así una tarde de ardor veraniego en un bar de San Telmo:

“Yo tuve una tía y un tío. Mi tío era homosexual. Había nacido en el 30 y pico, era hermano de mi papá, que es el más chico y el único que está vivo de los tres hermanos. Todos se criaron en la casa de Sarandí y tuvieron, según se contaba en la mesa familiar, un padre muy estricto, de muy pocas palabras y muy, como decían ellos, tajante con respecto a las opiniones, muy poco flexible y que usaba la fuerza física para castigarlos. Siempre lo contaban de una forma cómica, a mí siempre me llamó la atención que contaran la violencia con un dejo de comedia, “¿y te acordás cuando te agarró y te llevó al subsuelo y te dejó encerrado seis horas porque vos no sé qué hiciste?”, “¿y te acordás cuando te dio quince cinturonazos que te los dejó marcados?”. Bueno, eso se contaban entre los hermanos y se reían y celebraban eso, digamos. Esas eran las anécdotas felices. Las infelices, probablemente, eran que mi abuela, porque mi abuelo le pegaba, se fue cuando mi tía tenía ocho años, mi tío seis y mi papá cuatro. Y se mudó a muy pocas cuadras. De hecho mi papá y mis tíos se la cruzaban. Mi tía me contó que se la cruzaba en el almacén y que le decía “mamá” y que un día la sacó afuera y le dijo “nunca más digas adelante de nadie que soy tu mamá”. Ese nivel de dolor tenían. Por eso a veces entiendo que contaran los castigos físicos como una gracia.

Por lo menos implicaban un contacto.

–Y no una negación filial. 

Y ese es tu papá el que no habla, como aparece en uno de tus poemas.

–Mi papá es muy parco. Y de los tres, paradójicamente, fue el único que tenía cierta mirada compasiva y comprensiva para con mi abuela. A pesar de que mi abuela los negaba, formó otra familia y se olvidó por completo de ellos aun viviendo a quince cuadras. Todos la odiaban, nadie le perdonaba que se hubiese rajado. Mi papá decía “habría que ver por qué se fue, habría que ver”. Respetaba al menos la decisión. Con todo lo que significaba para un chico en la década del 40 que te deje tu mamá a los cuatro años y que tu referencia sea un señor violento y tu segunda referencia sea una nena de ocho años, su hermana mayor. 

LO INCONFESABLE

Hablar de los padres es hablar, claro, de sí: de lo más difícil de contar. Y a veces, de lo casi inconfesable. La vergüenza que te puede dar sólo un padre, la camisa de obrero que no se sacaba nunca, la que, en una vuelta de los años, te llevás a tu casa porque la empezás a ver bonita, porque ya podés leer esa insistencia paterna en otra clave. Los poemas de Giaganti son pequeñas narraciones que se desenvuelven a partir de imágenes concretas de las que se extrae todo lo que se puede extraer hasta crear la sensación en el lector de que ahí –en esa brevedad, en esa música austera– está todo lo que se puede decir si se decide darlo todo en un poema. Pero no: los temas se retoman. Y si hay una amante con la que no se fue feliz, (“…coger durante casi/casi cuatro años/fue una réplica de nuestra relación./Yo, atrás suyo/ella, de espaldas a mí.”), hay otro poema y en el poema un ruego: …”. Y me quedé pensando/que me gustaría tener/el instinto de un perro:/saber cuántas cuadras acompañar/y cuando tener que irme”. Hay en este libro, lo dice Santiago Llach en el prólogo, una meditación sobre el tiempo; está narrado el hecho, ese amor que siempre te da la espalda, y lo que se piensa luego, cuando se escribe sobre ese amor. O sobre fumar un cigarrillo en una esquina con la compañía de un perro.

¿Me seguís contando sobre tu tío?

–Mi tío era homosexual, vivió casi cuarenta años con la misma persona en Scalabrini Ortiz y Santa Fe. Fue el único de toda la familia de mi padre que se mudó al centro. Fue el que me dijo “te vayas a donde vayas las cosas se van con vos”, lo cito en uno de los poemas. Mi tío era el más inquieto culturalmente. En mi casa familiar no había biblioteca. Mi tío se dio cuenta de que me gustaba leer y entonces, para mis cumpleaños y las navidades, dejaron de comprarme ropa y me empezaron a regalar libros infantiles. Estoy agradecida de que me haya abierto esa puerta. Vivió su sexualidad, a pesar de que estuvo en pareja hasta que su pareja se murió –y el murió cinco años después– de una manera muy autocensurada porque mi familia nunca recibió bien su orientación sexual. Me contó que tuvo discusiones con su hermana que no aceptaba de ninguna manera que él fuera homosexual. Esto se vuelve a repetir mucho tiempo después conmigo. A los catorce años conozco a una chica, a través de una revista.

¿Cómo a través de una revista?

–Había una revista que se llamaba 13/20, en los 90, orientada a adolescentes. Una revista de rock, política, un poquitito de literatura. Tenía un correo de lectores atrás. Un día, una chica que se llama Carolina, de Villa Pueyrredón, puso “Soy fanática de Soda Stereo. Me quiero contactar con fanáticos de Soda Stereo o chicas que les gusten las chicas”. 

Medio que lo puso como quien no quiere la cosa.

–Y dejaba su dirección con código postal. Lo vi y le mandé una carta. Quince días después recibí una carta y así estuvimos unos meses hasta que un día decidimos encontrarnos en un término medio que fue Esmeralda y Corrientes. Y ahí empezó una vida mía en donde por necesidad tuve que empezar a mentir. Nunca miento. Es una de las cosas que más lamento que sucedan en relación con la sexualidad, cuando tenés que empezar a mentir. Era demasiado chica, asumo que no tenía otra posibilidad, la independencia económica estaba muy lejana y, además, vivía en un barrio, lejos, no sentí tener grupo de pertenencia hasta que fui un poco más grande y empecé a elegir a mis amigos. Como todos, ¿no?, nacemos en un lugar en donde se nos imponen determinadas cosas.

Es tremendo ser chico.

–Y cuando empezás a notar que te pasan cosas que no le pasan al resto de los 31 compañeros de tu aula ni a los 25 de tu cuadra decís: ¿y ahora qué? Fue el momento en el que más sufrí en mi vida por las mentiras, los secretos que tuve que tener.

¿Qué les decías cuando te encontrabas con ella?

– “Voy a ver a una compañera de colegio que vive un poco lejos” como para que no me controlen. Tenía que contarle a mi amiga los horarios. Y mentirle a mi amiga, decirle que iba a ver a un chico. Así empezaron las mentiras, pero no pasaron demasiados meses y lo dije todo.

¿Y qué pasó?

–La reacción de mis padres fue muy críptica. Siempre fueron muy callados y siguieron siéndolo. La que tomó la voz fue mi tía. Mi tía me adoraba, fue la persona que repuso el silencio de mis padres, una persona con la que siempre tuve mucho vínculo, que me vio mucho, que fue como mi madre…  Yo pasaba mucho tiempo con ella que era modista hasta que este tema nos separó.

En esa época, por cuestiones políticas, se hablaba de elección. Como si a los 11, 12, 13 años pudieras elegir tu sexualidad.

–Elección es más sofisticado. Banco más la palabra orientación, en el sentido de que la elección parece que fuese algo que podés cambiar. “Elegí esto”, decís, y te pueden decir “elegí aquello mejor”. Y no. Yo puedo elegir un gusto de helado, no pude elegir cuando me gustó mi compañera de sexto grado. O cuando lo único que quería en el mundo era besar a una mujer. A ninguna en especial, a una mujer nomás. Estuve cuatro años queriendo besar a una mujer.

Con tu familia muy complicado, entonces.

–Cuando yo le largo en la cara a mi tía, estábamos en Mar del Plata, que me gustaban las mujeres, primero me dio un cachetazo. Por única vez en su vida, y estoy segura de que con mucho dolor. Y me dijo: “Prefiero que seas drogadicta a homosexual”. Y le hice caso durante algunos años.

¿Pero dejaste de ser homosexual? No… ¿empezaste a tomar merca?

–Empecé a tomar merca y, hoy por hoy, me doy cuenta de que me blindó. De que la manera de blindarme de lo que sentía, lo único que funcionaba como antídoto era tomar cocaína.

Además, la gente que dice que coge mucho con merca miente.

–Bueno. Me blindó, empecé a sentir menos, sé que hace mal pero es rica, y estuve unos años así. Hasta que después fui a un taller de escritura, fui a los 16, en Quintino Bocayuba e Independencia. Vi en Clarín, era el diario que leían mis viejos, un aviso y lo llamé, me dijo “¿tengo que hablar con tus padres?”, le dije que no y fui. Yo ahí ya estaba sacada; nunca me había entendido muy bien con mis padres y a partir de todo este conflicto con la sexualidad me dejé de entender para siempre. Y ahí, en el taller, conocí a una chica, que se llamaba como yo, y estuve con ella.  Era un poco más grande y ya era más pilla, me di cuenta de que no tenía que ir a la casa de mis padres y decir cada cosa que me pasaba. Me di cuenta de que la estrategia no había funcionado.

Respecto de esa cosa de doble pertenencia, el origen proletario, la falta de bibliotecas en la infancia y ahora el mundo de las letras, ¿cómo lo vivís?, porque es como una doble nacionalidad.

–Totalmente, me siento una infiltrada en todos lados. Soy de contar mis orígenes cuando lo amerita. Alguien que tuvo una biblioteca en su casa, o fue de clase media, o no vio penar a sus viejos para llegar a fin de mes, o tuvo algún tipo de contención física o verbal, a veces no entiende lo que es no tener eso. Determinadas carencias moldean el carácter. Y a su vez es como una doble nacionalidad porque evidentemente en algún momento hubo una curiosidad. Yo creo que a mí me salvó eso, la curiosidad, que rápidamente se reveló en la lectura. Fue la manera de encontrar otros mundos, diferentes al mundo que me tocaba vivir a mí, que no era un mundo violento ni de carencia absoluta pero era un mundo muy austero afectivamente, en cuanto a dinero y a mí padre prácticamente no lo veía porque trabajaba todo el día. Y trabajaba con el cuerpo, su cansancio se imponía mucho, a las diez de la noche terminaba de comer y empezaba a cabecear. Y eso le pasa a mucha gente, la mayor parte del país vive así.

Sí, entonces, y ahora peor.

–Y cuando te empezás a meter en el mundo cultural empezás a conocer gente diferente a vos que, por lo general, tuvo un acceso un poco menos complicado a esos consumos. Es una doble nacionalidad en la que vivo desde que vine por primera vez por cuenta propia a capital y me maravilló y dije “quiero esto”. 

Sin embargo, en tu generación y en la mía, somos unos cuantos los hijos de obreros que escribimos. Leo Oyola, Diego Meret, Mario Castells, por nombrar algunos. Es raro, porque de los 70 a acá hubo una retracción fuerte de la participación de las clases trabajadoras en la distribución de la riqueza, salvo un par de años recientes.

–Exactamente. Y a su vez, pienso, y esto te lo pregunto/pienso, que acá la literatura es de la clase media. 

En su mayor parte, creo que sí. Hijos de profesionales, de comerciantes.

–Y hubo algo en esa extracción que yo no lo vivo como algo de superación personal. Sí lo vivo como haber tenido la fortuna, y haberlo buscado, de poder ampliar mis mundos, conocer más cosas. Sin embargo la ideología de la clase ilustrada, por decirlo de alguna manera, me choca. La seguridad con la que se manejan, el que las cosas no les hayan costado tanto. Ojo, por ahí son prejuicios y le costaron mucho más que a mí. Por ahí una persona que nace en una familia de profesionales no tiene la libertad que yo tuve de hacer lo que quise. ¿Cómo iban a decirme a qué me tenía que dedicar si eran tan poco ilustrados?  Mi batalla fue por mi sexualidad y fue una batalla que a mí me cansó. A veces pienso; “imaginate Silvina si toda esa energía de los 14, de los 15, de los 16….”. Recién pude volver a hablar con mi madre a los 27 porque una novia me había dejado y me partió al medio y mi mamá me preguntaba “qué te pasa, qué te pasa, qué te pasa” y le conté, “me dejó una chica” y ahí bueno, “sé feliz, con una chica, con lo que vos quieras”. Pero esa batalla me cansó mucho, me cansé mucho de muy joven. Y creo que, de alguna manera, mi misma orientación sexual me lo compensó: no quiero tener hijos, no estoy casada, hago lo que quiero. Es una forma de vida en la que decido vivir sola, a veces estoy con alguien, obviamente me enamoro pero no establezco los compromisos que una persona homosexual suele establecer. 

El lesbianismo alarga la juventud.

–Pero de verdad, yo lo pienso así. Hace un par de años hablaba con Virginia Cano en Casa Brandon y le decía, “cumplo 40”. Y me dice, “igual nosotras zafamos”; ya, por ser lesbianas, diez años menos, porque tenemos algo entre masculino y femenino, ¿viste el atributo del hombre maduro, que se pone, supuestamente, rozagante en la madurez? Bueno, eso lo tenemos nosotras.

Qué buena noticia, este año cumplo 50.

–Además, escribimos, tenemos muchas fiestas y hacemos mucha vida de lo que somos, mujeres solteras. Y además, ¿sabés que creo, también, Gabriela?, creo que no tenemos incorporamos esto de que la mujer a los 40, o antes incluso, comienza su debacle. Y nosotras tenemos que luchar con otras cosas, pero no con esa. Somos medio Peter Pan.

¿Y la soledad es una elección?, ¿vos deseás vivir sola, no vivirías con alguien?

–Recién hace dos o tres años me picó el bicho de querer vivir con alguien elegida y que me elija. Tuve una relación de 4 años en la que me sentí muy sola. La peor soledad, la soledad en la que estás con alguien. Entonces empecé a sentir la necesidad de vivir con alguien. Pero no con ella, era impracticable hasta ir al cine. Y dije “bueno, voy a vivir con amigos”. Después pasó, a mí me gusta mucho estar sola, estar con mi perro, hacer las cosas a mí manera. Ayer cené y me fui a la cama a comer Toblerones chiquititos. Y comía tirada en la cama y tiraba los papeles. Y me decía, “¿yo podría vivir con alguien?”.  Pero sí, me gustaría.

¿Cómo tramás, y cómo soportás, lo que es autobiografía con literatura? En tu obra está muy tramado.

–En muchas conversaciones reconozco que es un libro muy autobiográfico. No obstante, es un libro y es un libro de poesía. Y la escritura es un acto de mediación. Por lo tanto no deja de ser un libro de poesía y la poesía es ficción. Soy consciente de que es un yo muy directo, de que está presente en los poemas, no es un yo lírico, no sé si es un yo que busca la belleza, es un yo crudo. Pero así como los temas se me impusieron, se me impuso ese yo. Parezco un sujeto pasivo, pero así fue.

 ¿Y cómo vivís todo lo que está pasando con el libro?

–Llegamos ahí: un canal con un foco. Lo vivo así, como lo estoy diciendo, con mucha tranquilidad. Vivo con tranquilidad el contenido y estoy contenta con las repercusiones. Me gusta que me lea gente que no lee. Babasónicos, venía escuchándolos en el camino, tiene una canción que dice “tan freak y popular quiero ser”. Y yo quiero ser tan freak y popular.

Sebastián Freire