CONTRATAPA

Gente de barrio

 Por Sandra Russo

De lo que nos va quedando, el barrio es lo más parecido a una nación. Exagero, claro. Pero si se piensa que un barrio limita con otro, o que nuestros vecinos son vecinos de otra gente que a su vez es vecina de otra, no cuesta tanto imaginar la trama tejida de abajo para arriba y no al revés, de lo grande a lo chico, de lo macro a lo micro, como nos han enseñado a pensar la nacionalidad, antes, incluso, de que esa nacionalidad tuviera la oportunidad de postularse por sí misma. Tal vez parte del fracaso de este país se deba a esa ansiedad. A ese frenesí por definir, calificar y proclamar una identidad que nunca terminó de decantarse.
Entre 1906 y 1910, llegaron a la Argentina más de 800.000 inmigrantes. Fue la segunda y enorme tanda. En 1910, de una población total de 6.392.000 habitantes, 2.300.000 eran extranjeros. Por esa época, el país, y especialmente Buenos Aires, era un enorme conventillo. Sabemos qué significa ser conventillero. Podemos, sin demasiado esfuerzo, imaginar de dónde venimos, podemos imaginar esas casas de inquilinato atestadas de familias que hablaban diferentes idiomas, gente asustada y con la guardia permanentemente alta, gente que había quemado naves, pero que sin embargo no renunciaba a su nacionalidad europea porque aquí no había encontrado lo que le habían prometido. Podemos, apelando a alguna anécdota de nuestras propias familias, imaginar el sonido ambiente de aquellos conventillos, ese muro de cemento que era el idioma y el lento surgimiento del cocoliche como una manera de perforarlo. Y si no podemos, allí están los sainetes y los grotescos criollos para recordarnos que cada pieza del conventillo era un mundo en miniatura, con sus credos, sus altares, sus creencias, sus tradiciones. Y están para recordarnos, también, que en esa presunta amalgama argentina que se quiso dar por hecha, lo que había en realidad era prejuicios, miedo, rivalidad, discriminación y, sobre todo, melancolía.
Los inmigrantes llegaron a un presunto país, pero ellos, con su llegada, lo convirtieron en otro. Criollos, orilleros, compadritos, tanos, turcos, judíos, vascos, gallegos, franceses, alemanes, todos con la suerte echada en esta canoa, pero cada uno con su manera particular de remar. El sainete fue el género que capturó ese momento, el “género chico” que se ocupó de la gente chica, de sus dramas menores, de su patética desolación travestida en naciente viveza criolla y ego alterado, del clima siempre bañado en la dificultad para comunicarse con el de la pieza de al lado, de esa gente siempre volviendo a la lengua madre en la propia pieza para no perder lo escaso que les quedaba del origen, para legar a los hijos algo de lo que habían traído puesto en sus cuerpos y en sus mentes cuando decidieron emigrar.
Probablemente los ideólogos del ‘10, como Lugones o Ingenieros, hayan insistido tanto en la existencia de una nacionalidad ya conformada porque esa nacionalidad era un enigma, como eran un enigma los vecinos de al lado: el prójimo, en la Argentina, era alguien de nombre extraño. Alguien que era necesario volver caricatura y estereotipo para digerirlo. Alguien cuyos pesares más profundos causaban la hilaridad del auditorio en el grotesco. El teatro popular tuvo la enorme misión de desdramatizar aquella vida cotidiana llena de confusión y desengaño.
Esos escenarios fueron los escenarios reales de los que emergieron los barrios, las capillas, las parroquias. Pasaron muchos años y generaciones. Pero lo barrial y lo vecinal, hasta ahora, permaneció ligado a aquel “género chico”. Lo barrial y lo vecinal quedó pegado a cuestiones menores, a problemas domésticos, a una idea apolítica, inofensiva, circunscripta a deportes, fomento, semáforos, mientras las grandes cuestiones, las cuestiones nacionales, había que dirimirlas en otro lado, en horizontes más amplios.
Mientras la nación se iba haciendo ausente con aviso, mientras el Estado se iba descomponiendo, algo cambió. Lo barrial y lo vecinal se ha resignificado, y no por una operación de prensa ni por afán voluntarista: es así, pasó así, está pasando. Desde diciembre aquel enorme conventillo de idiomas diferentes ha mutado en un laboratorio del idioma común que miles de personas buscan entre los que tienen más a mano, entre los que se cruzan cada mañana y a quienes dan los buenos días, entre quienes viven, los que conocen a sus hijos, los que compran en el mismo almacén, los que se ponen de acuerdo para cambiar de supermercado, los que deciden hacer cordones de vigilancia, los que discuten política pero también arman coros o bailan salsa, los que, en fin, tuvieron en estos meses agitados la oportunidad de conocerse. Lo barrial y lo vecinal ya no suenan menores. Desde lejos se escucha el motor (está encendido).

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