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Aceite bendito

Los griegos le decían “oro líquido”. Los pueblos del Mediterráneo lo adoraron sin excepción. El aceite de oliva tiene una rica y milenaria historia.

 Por Soledad Vallejos

Oro líquido, le decían los griegos, que para comerciar con los vecinos y vivir la buena vida polis adentro eran mandados a hacer, que no por nada las disquisiciones filosóficas de Platón se escucharon en el banquete. Todo había comenzado un tiempo atrás, cuándo no, por una competencia de esas que Zeus solía incentivar para que el mundo fuera más divertido: cierta zona del Atica necesitaba una deidad tutelar que la bautizara, y el dios de dioses había planteado la competencia entre Poseidón, dios del mar y las barbas largas, y Atenea, la portadora de paz y sabiduría. Quien fuera capaz de dar el mejor regalo a los habitantes se alzaría con el sueño de la ciudad propia, les dijo, y se sentó a verlos hacer. Poseidón se asomó del agua, alzó su tridente, confió en su ingenio y golpeó una roca: comenzó a brotar una fuente de sal. Atenea, sencilla, menos pomposa, los pies en la tierra, plantó su bastón en el suelo: brotó un olivo. Y entre premiar un poco de sal (que ya tenía mercaderes especializados) y un árbol multifunción, bueno, que la ciudad terminó llamándose Atenas, y, además, por algo se dice que uno de los olivos que inundan la acrópolis es descendiente del que nació aquella vez. Otras versiones, menos míticas y más científicamente aburridas, en cambio, hablan de una especie originaria de la zona este del Mediterráneo, sutilmente conocida como el “creciente fértil” y capaz de irradiar, viento y evolución botánica mediante, sus influencias hacia el oeste, hasta cubrir el resto de la costa. Dicen también que existen ejemplares fosilizados (!) del ancestro del olivo en tierras italianas (en Livorno), y que es falsa cualquier creencia sobre antiguos habitantes palestinos enseñando a los griegos los secretos de las aceitunas, y todo porque algún estudio de polen algo pasado confirma que ya existían allí en el Neolítico. Pero, a fin de cuentas, lo que nos interesa es que estaba allí, ya era, y eso alcanzaba y sobraba para que unos siglos antes de nuestro refinamiento moderno predevaluación, señoras y señores adoraran el olivo, sus hojas y su bendito aceite.
Desparramados los arbolitos por Creta, Siria, Palestina e Israel entre 5000 y 1400 antes de Cristo, el intercambio comercial y de saberes sobre la oliva alcanzaba en esos tiempos inclusive a Egipto y el sur de Turquía, aunque el liderazgo de Grecia era indiscutido. Homero aseguraba que esas tierras lo conocían desde, al menos, diez mil años antes, y que su consumo podía datarse desde algún tiempo menos, pero hay que reconocer que, en fanatismo, el señor se quedaba chiquito al lado del gran hombre de leyes de la zona. Solón, alrededor de los años 600 antes de Cristo, había llegado al extremo de introducir la primera Ley de Protección del Olivo: quien osara cortar más de tres árboles en un año pues marcharía al destierro. Aristóteles elevaba su cultivo a la categoría de ciencia y tal vez por eso Herodoto describía a la docta Atenas del siglo V a. C. más o menos como el paraíso de los olivos, con su región convertida en la mayor exportadora de la época. Como para que no quedaran dudas sobre la gratitud de sus amadrinados, los griegos usaban monedas con retratos de Atenea, riguroso casco decorado con hojas del olivo sobre la cabeza... y un ánfora de aceite de oliva al lado. Y es que en cuanto a rendimiento, al olivo lefaltaba poco para serlo todo: aceitunas, aceite comestible, usos cosméticos y medicinales.
Pocos pueblos como el que lideraba Moisés en el éxodo de Egipto aprendieron de tamañas bondades multifunción. Ya lo conocían en tierras faraónicas, donde el aceite de oliva circulaba como privilegio de los poderosos (inclusive como uno de los ingredientes necesarios para la momificación), y era un poco más popular incluirlo en infusiones con flores para usos medicinales (una costumbre generalizada también en Roma), pero las cosas tomaron otro cariz cuando se encontraron con El en el desierto. Moisés estaba en el trance de bajar del Sinaí con las tablas de la ley, y entre tanto recibía del Altísimo las instrucciones sobre la construcción de un lugar apto para honrarlo. Debía hacerse un arca, debía haber una ofrenda de oro, plata, cobre, pieles de carnero, especias, los candeleros debían ser de oro y el altar, de bronce. “Y mandarás a los hijos de Israel que te traigan aceite puro de olivas machacadas, para el alumbrado, para hacer arder continuamente las lámparas” (algo parecido a lo que dispone el Corán), ordenó antes de detallar que el aceite de unción (sagrado como pocos) sería de especias finas (mirra, canela aromática, cálamo aromático y casia) “y de aceite de olivas”.
Como los vinos, el aceite de oliva puede catarse para determinar su calidad. Los expertos recomiendan humedecer con un poco el labio inferior con aceite previamente entibiado (lo mejor es depositarlo en un recipiente de vidrio tibio) y probar, apenas con la punta de la lengua, el grado de dulzura. Luego, se puede determinar si ha sido especiado o no (y con qué, en caso de paladares exquisitos) con los costados de la lengua. En caso de probar más de uno, basta con tomar un poco de agua mineral y comer una tajada de manzana verde, entre degustación y degustación, para despejar los sentidos. Además de las variedades especiadas y saborizadas, los tres grandes tipos de aceite se diferencian por el proceso que sirvió para producirlo. El extravirgen se obtiene tras la primera presión, tiene menor grado de acidez que todos los demás, es de aroma, color y sabor perfectos, y es considerado el más saludable; el virgen, generalmente preferido para ensaladas y aderezos, apenas se diferencia por un poco más de acidez; y el aceite de oliva a secas es una mezcla de aceite refinado y extravirgen (para darle sabor) que suele usarse para frituras. Desde ya, guárdelo en lugar fresco y seco para conservarlo en óptimas condiciones: nunca se sabe cuándo habrá que usarlo de ofrenda.

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