CONTRATAPA

Tres preguntas

 Por Sandra Russo

Me pasó tres veces en el mismo día y dije: acá pasa algo raro. Primero, desde el asiento trasero del auto, que es desde donde siempre me hace sus reportajes, mi hija me preguntó:
–¿Vos sos atea?
Le dije que sí, pero instintivamente traté de no ser categórica, como si siendo categórica al respecto hubiese podido, no sé, asustarla, confundirla, impresionarla. Le dije un “sí, pero...”, que se tradujo en aclararle que no creo en Dios como cree la gente de cualquier religión, pero que bueno, no descarto que haya “algo más, algo que trascienda la materia, algún orden, algún equilibrio por sobre todos los desequilibrios humanos, ¿entendés?” Ella, que tiene diez años, por supuesto que no entendió ni jota, pero desde el asiento trasero del auto guardó un respetuoso silencio ante ese tema que evidentemente a mí me había puesto un poco nerviosa. Ella se da cuenta de si desde el asiento trasero me dispara algún dardo que da en el blanco porque cuando lo hace antes de contestarle yo apago la radio.
La segunda vez, horas después, fue cuando ya en el restaurante, y hablando de las cosas que había hecho esa semana, mi mamá preguntó:
–¿Vos sos feminista, no?
No le dije “Sí, claro”. Le dije “Sí, pero...” Me sentí obligada, como siempre que me preguntan eso, a precisarle a mi vieja, ignoro por qué motivo, que reivindico todos y cada uno de los derechos de las mujeres, pero que no me siento “militante” y que hay algunas cosas del feminismo que me aburren o que no me convencen. “Debe ser generacional”, le deslicé, y ya mientras se lo deslizaba eso que decía me parecía estúpido. Como si adjudicarme a mí misma alguna porción de feminismo requiriera instantáneamente algún tipo de aclaración sobre medidas, matices, corrientes, graduaciones, intensidades. Quiero decir: me estaba defendiendo de ser feminista y al mismo tiempo me estaba defendiendo de no ser muy feminista. ¿Qué necesidad?
La tercera vez fue esa noche, en un taxi. Estuve ejercitándome para no entrar en debate con taxistas, pero todavía no me sale. De Santa Fe y Sánchez de Bustamante hasta El Salvador y Salguero hubo tiempo para trenzarme con el taxista en un diálogo bastante ríspido que de pronto él interrumpió con una afirmación.
–Usted es de izquierda.
Me sentí compelida, por una inercia sobre la que más tarde se me ocurrió seguir pensando, a desdibujarle al tipo esa imagen de mí que él me estaba devolviendo. Es decir: no le dije “Sí, soy de izquierda”, más bien le ofrecí otro de mis “sí, pero...”. Esta vez debo haberle dicho algo así como “mmmm... de izquierda, no sé si soy de izquierda. ¿Qué es la izquierda hoy? Yo diría progresista, aunque no estoy de acuerdo con muchos progresistas”.
Esa noche, ya en casa y a solas, me fueron cayendo las fichas de esas tres preguntas y sobre todo me fueron cayendo las fichas de mis respuestas. Eran ciertamente tres preguntas por mi identidad, por mi micromundo, por mi punto de vista, por mi concepción de la vida. Y si escribo esto es porque tengo la impresión de que en ese eludir una respuesta concreta, en ese reparo en admitir que sí, en esa forzosa catarata de aclaraciones, comillas, paréntesis, corchetes y puntos suspensivos, se esconde un núcleo problemático que tiene que ver con una identidad común. No es que no valgan los matices: ¿a quién se le ocurre que se puede ser ateo, feminista o de izquierda sin matices? Pero me pregunto qué es lo que late atrás de esos rasgos de identidad intelectual, vital o ideológica que hace que uno se defienda de ellos en lugar de asumirlos con certeza y orgullo. Qué vergüenza, qué prejuicio, qué libreto oficial se traspapeló y empezó a formar parte de la idea que uno tiene de sí mismo como para sentirse obligado a atenuarse, a aligerarse, a licuarse, a sacarle la sal y la pimienta a aquello que es lo único, en realidad, de lo que tiene hambre.

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