CONTRATAPA

El Negro y Tomás

 Por Martín Granovsky

Duro oficio definir qué es el oficio. Imposible, casi. ¿Es lo que uno hace habitualmente? ¿Un arte especial que aplica trabajando? ¿La búsqueda de la perfección que surge de la construcción cotidiana? ¿Algo que carece de teoría y se aprende de otros y en la práctica? ¿Un instinto que no es sólo instintivo, porque nace de la experiencia acumulada? ¿Un saber? ¿Un conjunto de habilidades? ¿Un saber hacer?

Algo es seguro: los que ejercen un oficio con honestidad intelectual suelen reconocer a sus pares, y sobre todo a los buenos, con la misma naturalidad de un perro cuando se da cuenta de que otro animal también es un perro. Incluso pasa con los periodistas, y eso que los periodistas somos vanidosos, egocéntricos, cabrones, intrigantes y narcisos. Pero, como en la tribu, cuando se muere un viejo podemos ser indulgentes, tiernos y hasta precisos con la vida del que se murió. La muerte de un viejo periodista hasta produce un milagro: cada miembro del oficio rompe un secreto que nunca juró mantener y cuenta a los mortales unos cuantos detalles sabrosos de la vida en una redacción, uno de los sitios más adictivos del mundo donde, pese a tanta solemnidad reinante hoy, a tanto heroísmo impostado, el que tiene vocación se divierte y aprende, goza y sufre la presión del cierre, el ping pong constante de la ironía, la regular instantaneidad del producto final sobre el que trabajó y la charla entre.

Dos viejos de la tribu se murieron seguido. El sábado se murió José María Pasquini Durán, el Negro. Antes se había muerto Tomás Eloy Martínez. Dos tipos distintos, claro, pero dos tipos del oficio.

Eran muy curiosos. Les gustaba tener siempre el último dato, desde un amor de redacción hasta la peripecia exacta de un político o un escritor.

Eran buenos narradores orales. Disfrutaban contando y mirando la reacción de los demás ante un suspenso cuidadosamente armado, una maldad con el grado exacto de astringencia o una palabra bien puesta, como esos jujeños de la Quebrada que dan la sensación de tener todo el tiempo del mundo para uno. Hablando eran encantadores, palabra que, para no dejarlos como viejitos ingenuos, porque de bobos no tenían nada, se relaciona con encanto y también con encantar.

Eran buenos lectores. Y variados. El Negro, más política que novela. Tomás, más novela que política. Pero los dos política y novela, y cine, y teatro, radio el Negro, que la hizo y bien con sus Historias en estudio a comienzos de la democracia, como Tomás con la tele. Y los dos, todo el tiempo, comentaban las novedades sin arrogancia. Más bien usaban el estilo del curioso que a su vez quiere despertar curiosidad.

Eran escépticos más de forma que de fondo, con cierto cinismo analítico pero sin esos cinismos impresentables en su actitud ante la vida. Al analizar hechos, podían distanciarse como un cirujano. La aparente insensibilidad sólo era un intento de no hacer subjetivos los datos, o al menos de ponerle un límite a la subjetividad, pero ellos, como todos los periodistas, tenían ideas y corazón. Sólo que ambas cosas, ideas y corazón, funcionaban como el motor inicial. Parte del oficio era disimular los engranajes, ocultar los tornillos y dejar que la combustión se notase por el resultado. Parte del oficio es, todavía, eso mismo: arrancar del corazón y de la curiosidad y luego ser riguroso ante los hechos para asociar y narrar con la menor indignación explícita posible y la mayor destreza que se tenga a mano.

Eran tipos que transmitían el oficio. La ventaja es que el periodismo no tiene dogmas, y que los pocos códigos corporativos son tautologías donde está bien lo que yo digo que está bien, es decir, códigos muy poco respetables y por lo tanto prescindibles. Con lo cual, si la transmisión oral es abierta y generosa, está en cada uno absorber lo que quiere y cómo quiere. Al principio el proceso es más adolescente: se aprende, también, por oposición, sea abierta o quede adentro. Luego, como en cualquier proceso de aprendizaje, cada quien alcanza grados mayores de libertad y, a veces, de responsabilidad en su práctica cotidiana. Si uno dejó de ser adolescente, ejercerá contra uno mismo la oposición que antes apuntaba sólo a los viejos de la tribu.

Cuando Página empezó, en 1987, el Negro y Tomás eran muuuuuuuy grandes. Habían pasado los 45. A esa edad, en general, la base del oficio periodístico ya está adentro. Pero por suerte los oficios no tienen límites ni jubilación, y ellos lo ejercieron hasta el final, curiosos y zumbones, serios y con capacidad de relajar. Se agradece.

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