CONTRATAPA

El tonto del colegio

 Por Juan Forn

La marquesa Casati pasaba inadvertida en todas las recepciones parisinas a las que iba hasta que decidió asombrar, no gustar. Extremó todas sus características a través del maquillaje, y ya no dijeron de ella: “Es insignificante”. Ahora decían: “Qué pena que una mujer tan espléndida se pintarrajee así”. La historia la cuenta Jean Cocteau, y ya se sabe que uno nunca habla tan certeramente de sí mismo como cuando cree que está hablando de otro. Jean Cocteau supo ser para el mundo la encarnación del genio o la frivolidad franceses, según desde dónde se lo mire: todo lo que hacía, lo hacía con gracia sin par. Y no fue poco: Cocteau dibujó, pintó, esculpió, escribió poesía, novelas, obras de teatro, hizo cine y óperas y hasta ballets (sin ser músico, ni coreógrafo). Hay quien lo ve como el primer artista en entender y explotar al máximo el poder de lo efímero, lo superficial, la polvareda de la repercusión mediática. Y hay quien lo ve como la primera víctima de esa trampa cazabobos. Lo cierto es que, desde que saltó a la fama a los veinte años, obedeciendo el pedido de Diaghilev (que le dijo: “Sorpréndame”), Cocteau no se dio un minuto de respiro en esa tarea, hasta que un día miró a su alrededor y descubrió que se había convertido en la reliquia de una era extinguida.

La gente de teatro dice que Cocteau será inmortal por La voz humana, ese unipersonal de cuarenta minutos que escribió en 1930 en el que una mujer sola en un escenario habla por teléfono con su amante que la está dejando (aunque la supieron hacer famosamente Simone Signoret, Ingrid Bergman y Anna Magnani, la obra es especialmente imbatible cuando la encarna un gay). La gente de cine dice que Cocteau es un genio porque sus películas (en especial La bella y la bestia) anticipan a Fassbinder, a Manuel Puig y a David Lynch. Pero el Cocteau que prefiero yo es el de un librito llamado La dificultad de ser, que empezó a escribir en 1940, con los nazis ya instalados en París, y que publicó en 1947, después de ser juzgado y declarado inocente de colaboracionismo durante la ocupación. Podría haber hecho como Céline o Coco Chanel, que huyeron a Dinamarca y a Suiza en cuanto terminó la guerra y allá esperaron hasta que pudieron volver sin riesgo de castigo. El, en cambio, se quedó, quizá no por entereza, sino por lentitud de reflejos o cobardía, pero lo cierto es que se quedó. Yo tiendo a pensar que lo hizo porque ya se había juzgado él mismo, en las páginas de La dificultad de ser, y arribado a un veredicto que puede resumirse en dos frases (iba a escribir sentencias, y quizás ésa sea la palabra justa). Una dice: “Formarse no es nada fácil, pero reformarse lo es menos aún”. Y la otra: “Quien no comprende el fracaso está perdido”.

La dificultad de ser es un ajuste de cuentas que encara Cocteau consigo mismo al alcanzar el medio siglo, después de la muerte sucesiva de dos de sus amantes, varios intentos frustrados por dejar el opio y con los nazis a las puertas de París. Aferrado a la verja de su personalidad como alguien que ha quedado preso del lado de afuera (“Es peligroso no coincidir con la idea que la gente se ha hecho de uno, porque no suele estar dispuesta a dar marcha atrás en lo que opina”), Cocteau procede a contemplarse desde allí con asombrosa nitidez. ¿Qué herramienta usa para dicha tarea? No su proverbial capacidad para brillar, sino su antípoda: “No hay que confundir la inteligencia, que tanta maña se da para engañarnos, con ese órgano cuya sede no está en ningún sitio y nos mantiene informados sin remisión acerca de nuestros límites. Nuestro valor se demuestra en la facultad para movernos por ese espacio. Sólo de ahí pueden venir nuestros progresos”.

Cocteau se identifica en todo con su país vencido y ocupado: “Francia es un país que se denigra. Sólo eso la salva de ser el país más pretencioso del mundo”. Según Cocteau, Francia no quiso luchar porque no le gusta luchar. Sólo cuenta con un recurso secreto, que hechiza a los pueblos más poderosos que ella: “Invádanme. A la larga acabaré por hacerlos míos”. En el París regido por los nazis, Cocteau celebra públicamente una exposición de Arno Brecker, el escultor predilecto de Hitler, y es habitué del fumadero de opio del comisario de las artes Ernst Jünger, pero también logra a través de ellos que su amigo Sartre evite las garras de la Gestapo y el joven Jean Genet zafe del cadalso. No ve especial nobleza ni cobardía en ninguno de esos gestos: “Lo que hace nefasta a una guerra es que, cuando no mata, infunde en algunos una energía ajena a sus recursos, a otros les permite lo que las leyes prohíben y a todos modela para elegir siempre los atajos. Exalta de forma artificial la compasión, la audacia. Y todo eso se derrumba cuando hay que volver a la paz”.

La paz finalmente llega a Francia. Durante años, Cocteau había dicho: “No quiero que me reconozcan por mis ideas. Quiero que lo hagan por mi forma de avanzar”. Ahora sabía que nada viaja más despacio que el alma y que, si había algo de ese lentísimo progreso que pudiera mostrar, sólo lo lograría en las únicas dos empresas que lo obsesionaban desde que había cumplido los cincuenta: hacer una película dictada por la voz de su infancia y escribir un libro “como el que me habría gustado llevar en el bolsillo cuando era muy joven y soñaba despierto con la fama”. Filma la película: es La bella y la bestia. En cuanto al libro, “es éste que estoy escribiendo”, dice en las páginas finales de La dificultad de ser, en 1947.

Desde entonces hasta el día de su muerte en 1963, se limitó a representar el papel de Jean Cocteau en la Academia Francesa, en las distintas universidades que lo doctoraban honoris causa, en la presidencia honoraria del jurado del Festival de Cannes y en los mil programas de radio y televisión que lo tuvieron como celebridad invitada. En sus palabras, era “ese curioso anciano que asiente con la cabeza y pone cara de atender lo que le están diciendo mientras se repite para sus adentros: ¿no notan que están hablándole al tonto del colegio?”. Murió el mismo día que Edith Piaf, a causa de un ataque al corazón, provocado por la noticia de la muerte de su amiga. Piaf había muerto a la madrugada; Cocteau cuando lo despertaron con la noticia, poco antes del mediodía. Minutos después de que su corazón se detuviera para siempre, toda Francia oyó su archifamiliar voz por la radio, diciendo: “Murió consumida en las cenizas de su fama”. Era una declaración que había dejado grabada para Radio France, en la eventualidad de que la muerte largamente anunciada de la Piaf se produjese en un horario en que él estuviera descansando. Y efectivamente, para entonces Jean Cocteau descansaba, por fin, del papel que había representado toda su vida y los primeros minutos de su muerte.

Compartir: 

Twitter

 

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.