CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Del suspender al diferir

 Por Juan Sasturain

Los que nos mojamos ayer con unanimidad futbolera padecimos la siempre desagradable suspensión, recibimos la noticia de que Boca-River no se seguiría jugando/remando por los gestos casi marineros de Baldassi: no va más, enunció inequívocamente el árbitro tras comprobar que Román, el jugador por antonomasia, no podía/quería jugar. E hizo bien: no se veían las líneas, se cruzaban peligrosamente, podía pasar cualquier cosa. Siempre puede pasar cualquier cosa en el fútbol y eso es lo bueno, pero no en este ominoso sentido. Hay que garantizar el juego, no aumentar desmesuradamente la cuota de azar o de violencia posibles.

Una vez suspendido el partido, comenzó, al menos por radio –necesidades casi histéricas de llenar el tiempo de transmisión– el tema de la inmediata busca, imperativa, de nueva fecha para continuarlo. Así, menos de una hora después de que los jugadores abandonaran la gramilla empapada de la Bombonera ya se especulaba/comentaba con mordacidad sobre la situación abierta: ya se hablaba, literalmente de que este Boca River de diez minutos con seis apenas reales de juego por las interrupciones había sido “una parodia” (?). El hecho de que en ese (brevísimo) plazo aún no se hubiera establecido fecha segura de continuación del partido resultaba un síntoma de caos, desorganización, casi una imagen del estado del país.

Pará, loco.

Es que debe haber algo en este tipo de interrupciones/decepciones que (nos) sacan de quicio, provocan la incomodidad lógica –para la lógica enferma de estos tiempos– que suscitan los hechos que no pueden ser motivo de inmediata culpabilización ni recortan un causante punible (a quién hay que pegarle). Algo de eso debe haber.

En toda decisión como la de ayer hay dos ademanes complementarios en un mismo gesto: suspender y –consecuente, inevitablemente– diferir. Suspender no es sólo interrumpir sino poner la sucesión (temporal) en suspenso. Y se sabe que el suspenso (Hitchcock), lo pendiente (una espada, un fallo) en general y por definición, provocan ansiedad.

Por otra parte, diferir no es sólo posponer en el tiempo –algo diferido– sino romper con una identidad: algo diferente. Tales los dos sentidos del verbo: si difiero para otra oportunidad la realización del partido, ese próximo (supongo) será diferente. El error que subyace en la aparente coherencia de semejante razonamiento es que nada puede diferir –ser diferente– de algo que no existe.

Cuando un jugador prefiere interrumpir su actuación y se hace echar a propósito para que lo suspendan, está pensando en diferido, apuesta por una realidad que supone diferente: cree que vale la pena que esté presente en otro partido más lejano y no en uno más próximo en el tiempo. A la inversa, a veces, el riesgo de ser suspendido hace que un jugador difiera una reaparición. El sentido es el mismo: no estar en una circunstancia menos valiosa para poder estar seguramente en otra oportunidad “mejor”.

Razonables, soberbias boludeces. Es que del tiempo –una vez más– se trata. Y el tiempo (esta vez disfrazado de clima, su homónimo aparatoso) juega y jugará con nosotros hasta que dejemos de pretender jugar con él, manipularlo. Sólo cuando aceptemos que vivimos naturalmente en suspenso y que el diferir no es un verbo que nos corresponda conjugar con cordura, estaremos en paz con el tiempo.

Claro que, de algún modo, todas estas especulaciones son –pese a su apariencia equilibrada– simples coartadas, salvedades que no salvan a nadie en un melancólico atardecer dominguero sin fútbol. La verdad, trataré de calmar mi ansiedad por saber cuándo se juegan los ochenta que faltan mientras se secan los zapatos empapados en el papel de diario, se escurre el pantalón en la silla.

En realidad, sé que mi alma penderá, suspendida en el vacío, hasta que el insoportable partido diferido me devuelva a la cornisa salvadora o me deje caer en el abismo tan temido. El tiempo, siempre el tiempo, lo dirá.

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Imagen: DyN
 
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