CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

El puesto del poeta depuesto

 Por Juan Sasturain

Ayer fue un día para hablar, en la Feria del Libro y junto a otros compañeros escritores, de Leopoldo Marechal. A mí me tocó/elegí la poesía. Me gustan mucho, muchos poemas suyos. Algunos me marcaron para siempre y he escrito varias veces sobre su obra en verso. No hice otra cosa ayer que decir estas pocas cosas que transcribo ahora desprolijamente, pero me quedo con la imposibilidad de mostrar lo más importante: en qué medida leer los versos de la oda “Niña de encabritado corazón”, los del soneto “Del amor navegante”, los del poema austral “A un domador de caballos” o los del fragmento de la “Alegropeya” que leí ante un montón de gente atenta y silenciosa quedaron ahí, temblando en el aire compartido y contaminado de fervores y sorpresas de la Feria. Una fiesta: grande, Marechal.

Esteban Ierardo y María Rosa Lojo semblantearon y desmenuzaron con rigor y amenidad al autor del Adán Buenosayres desde diferentes perfiles. A mí me tocó meterme con su larga militancia de más de cincuenta años con la poesía. Partí, con un viejo texto, del hecho de que los llamados martinfierristas fueron una generación bárbara. Esos muchachos nacidos con el siglo o un poquito antes y que empezaron a hacer ruido poético a comienzos de los años ’20 dejaron, por entonces y para siempre, una aparatosa marca. Lógica, necesariamente, su obra –“mala o buena”, como dijo Borges, que nunca idealizó el sarpullido vanguardista– vendría después. Fue alrededor del codo de los ’30, precisamente, cuando cada uno empezaría a hacer camino propio.

De los treinta personales y del treinta del siglo, ese quiebre. Tal vez –o sin tal vez–, el único que por ser más grande y por tener otra cabeza radicalizó el gesto inicial y tensó la cuerda hasta el final fue Oliverio Girondo: arrancó con el chiste informal, el tomatazo, la bajada de pantalones, el módico escándalo, y terminó en el balbuceo. A esa última altura de su vida y su poesía, todas las palabras ya eran pocas y gastadas para él, no le servían para hablar desde la masmédula. Pero Girondo fue el único que agarró para adentro de la ruptura. Los demás pasaron por ella, en camino o de vuelta a casa.

Uno de aquellos martinfierristas, hombre de Florida, fue Leopoldo Marechal. Porque de ahí hay que partir en su caso, y en todo su recorrido resulta siempre un poeta interesante. Su caso es raro y ejemplar en muchos sentidos. Sintomático de un tipo de itinerario de dibujo abrupto, hecho de opciones y elecciones, coyunturas y alineamientos en que lo poético se mezcla con lo ideológico-filosófico y lo alevosamente político. Es decir: cómo y cuándo escribió qué cosas Marechal no es independiente de cuándo y cómo fue leído. Todo se entrevera en Marechal.

Arrancó sin voz propia con un libro como Los aguiluchos, de 1922, donde cabía todo junto y mal, para saltar a Días como flechas, cuatro años después, donde el registro se afinaba sin hacerse demasiado selectivo: pura destreza y exterioridad. Es curioso ver en los poemas sueltos de 1925 a 1927 –los nunca recogidos en libro que sí recopilan sus Obras completas– en qué medida producía a medida y paladar de los medios soporte: un tono elegíaco para La Nación, otro registro para Caras y Caretas, una joda girondiana en casa, en la que compartía con los muchachos. Con las Odas para el hombre y la mujer de 1929 ya estaba parado en un lugar estrictamente suyo. Ya no tenía nada que ver con Borges, ni con Girondo, ni con Molinari. El poema inicial, “Niña de encabritado corazón”, es una especie de salvoconducto hacia lo que se vendría.

Y lo que vino porque ya venía fue una especie de conversión (viraje y/o transformación). Porque Marechal es un converso. Y un converso es alguien que cree en las bisagras. En un antes y en un después. Converso poético y reconverso religioso, Marechal se convierte y reconvierte en un tiempo de conversos: los años ’30. Más allá de viajes iniciáticos, aparatosos congresos eucarísticos o de modelos intelectuales a lo T. S. Eliot, una crisis existencial a principios de la década –enfermedad de Francisco Luis Bernárdez, contaba él mismo– lo acercó al catolicismo ortodoxo. Y ahí ancló, encontró puerto; como otros –también a ambos lados del Atlántico– lo hallaron, por ejemplo, en la ortodoxia política comunista. Es el amparo, la contención, el Sentido final. De las Odas... a El Centauro (1940) hay una década larga de cristalización ideológica, pero que es también formal.

Porque ese Sentido único, esa forma (de vida, de pensar, de creer) unipersonal e intemporal a la que Marechal adhiere tiene su correlato inevitable en una poética que operará con recorte (de léxico y repertorio simbólico y metafórico) y puesta en caja formal: la estrofa regular, la disciplina retórica según moldes clásicos. Tampoco en esto es el único: vale la pena hacer el ejercicio de confrontar poemas coetáneos, sonetos de Miguel Hernández, del Borges post-ultraísta, de Francisco Luis Bernárdez, de ese Marechal de los Sonetos a Sophia (1940), para comprobar cómo todo mundo cabe en los catorce versos de hierro.

Precisamente de este período datan algunos de sus mejores y no sin justicia más famosos versos: los “Poemas australes” de 1937 –que fue lo primero suyo que leí en una antología de Julio Caillet Bois para Eudeba– siguen sonando impecables y convincentes, y la figura metafórica del domador, ese inolvidable Celedonio Barral (“porque domar un potro / es como templar una guitarra”), marca el momento exacto en que la poesía de Marechal dice lo que hace mientras lo descubre. El poeta como domador de palabras –antitético ideológico del médium inconsciente o del oficiante secreto de otras concepciones y corrientes líricas– tiene ahí su más perfecta expresión. El poeta como barajador de palabras ya amaestradas que lo sucederá largamente no será –muchas veces– sino su avezado manipulador.

Pero en el itinerario personal de Marechal hay un hecho que no por conocido suele asumirse en todas sus consecuencias: a partir de 1945, Marechal adhirió activa y “funcionariamente” al peronismo. Y eso es clave. Porque estuvo solo cuando fue poder, porque estuvo solo cuando fue depuesto. El Marechal católico de los ’30 y comienzos de los ’40 puede utilizar sin censuras ni contradicciones canales diversos de expresión. Tribunas liberales como Sur –que le publica Laberinto de amor en 1936– o La Nación, junto a reductos de fundamentalismo católico donde convive con filonazis talentosos como Ignacio B. Anzoátegui. A esa altura y hasta entonces, Marechal –dijimos, repetimos una vez más– era parte del abanico amplio de la cultura aceptable, no había cruzado el Rubicón criollo, el Riachuelo del 17 de octubre. Y cuando Marechal lo cruzó, se acabó todo.

Marechal es “el” peronista de su generación poética. Hay otros (como Olivari), pero no hacen ruido. Y esa identificación la pagó carísimo. En vacío y en silencio, en lectura distorsionada por la revancha durante veinte años (del ’45 al ’65) de poeta depuesto; en apoteosis tardía y no menos distorsiva cuando a mediados de los ’60 volvió del exilio interior –en su departamento de Rivadavia, entre Congreso y Once– como profeta docente enancado en nuevos vientos políticos, nuevos rumbos editoriales.

Ese último Marechal poeta, el del ambicioso Heptamerón (1966), suma y programa, tiene momentos memorables y algunos extraordinarios –la “Patriótica” toda, las coloquiales “Didácticas: De la alegría, De la muerte, De la patria”–, pero el aliento se hace entrecortado a veces, como un manual de demasiados tomos. El viejo y diestro domador ya por entonces no domaba: se sentaba a explicar cómo eran las cosas. En eso, como el mismísimo General, o mejor como un personaje de Chesterton que sin duda amaría, era de los que “sabían demasiado”.

Muestras reiteradas de esa sabiduría, de ese extraño y contradictorio destino, están en el conjunto de sus poemas. Ayer compartimos algunos que sólo cabe calificar de imprescindibles.

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