EL MUNDO › OPINIóN

La contrarrevolución en Medio Oriente

 Por Robert Fisk *

Fue mi viejo amigo jordano-palestino Rami Khouri quien primero vislumbró lo que hoy ocurre en Medio Oriente: es la contrarrevolución. Bahrein aplasta la disidencia, al igual que Siria. El siniestro Omar Solimán, ex jefe de inteligencia de Hosni Mubarak, se postula para presidente; la cancelación de su candidatura, decidida la semana pasada por un nada confiable comité electoral, bien puede ser revocada. Libia está en guerra consigo misma. Yemen tiene de regreso al hombre de confianza de su antiguo dictador. Hubo 61 muertos en una batalla entre soldados y Al Qaida la semana pasada... en solo un día. En total, un desbarajuste tremendo.

Déjenme citar a Khouri: “En el lenguaje de Washington, una ‘crisis’ es como el amor: se puede definir como se quiera, pero se sabe cuando le ocurre a uno. Así, una revuelta popular en Bahrein en demanda de plenos derechos civiles es una crisis que debe ser aplastada por la fuerza, pero una revuelta en Siria es un suceso bendito que merece apoyo. De manera similar, este peculiar marco mental advierte contra el apoyo de Irán a los rebeldes houthis en Yemen, mientras acepta como perfectamente lógico y legítimo que Estados Unidos y sus aliados envíen armas y dinero a sus grupos rebeldes favoritos en toda la región... para no hablar de atacar naciones enteras.”

Allí tienen ustedes. Como observa Khouri, existe un nuevo grupo, llamado foro de cooperación en seguridad, que vincula a Estados Unidos con el Consejo de Cooperación del golfo. Hillary Clinton se apersonó para asegurar a todos los estados petroleros el compromiso indeclinable y sólido como roca de su gobierno con ese consejo. ¿Dónde hemos oído eso antes? Vaya, ¿no es lo que Barack Obama siempre dice a los israelíes? ¿Y no fueron Bibi Netanyahu de Israel y el rey Abdalá de Arabia Saudita los que pidieron a Obama que salvara a Mubarak?

Y en Siria –donde los qataríes y los sauditas estaban más que dispuestos a enviar armas a los rebeldes– las cosas no van muy bien para la revolución. Luego de sostener durante semanas, hace un año, que bandas armadas atacaban las fuerzas del gobierno, las bandas ahora sí existen y están en plena acción atacando a las legiones de Assad. Para los cientos de miles que estaban dispuestos a manifestarse en forma pacífica –aun a costa de su vida–, esto se ha vuelto un desastre. Sirios amigos míos lo llaman tragedia. Culpan a los estados del golfo de alentar el levantamiento armado. Nuestra revolución era pura y limpia y ahora es una guerra, me dijo uno la semana pasada. Les creo.

Y la violencia se acerca cada vez más al Líbano. El asesinato del camarógrafo Alí Shabaan, la semana pasada, ha estremecido a los libaneses, normalmente imperturbables. Hasta el prosirio Hezbolá ha condenado su muerte –claro está que Shabaan, al igual que Hezbolá, era chiíta–, en tanto ciudadanos libaneses han observado que mientras las tropas sirias estaban en su frontera, las fuerzas de su propio país no aparecieron por ningún lado durante el tiroteo. Incluso, legisladores prosirios han culpado a sus propias autoridades de seguridad por la muerte del camarógrafo.

Supongo que ésta es una observación irónicamente triste, pero algunas de las primeras revoluciones en el mundo árabe no resultaron conforme al plan. Hace unos días, los argelinos celebraron el 50° aniversario de su victoria contra los franceses. La televisión francesa mostró documentales sobre la terrible lucha que costó por lo menos medio millón de vidas, películas que se pudieron ver en Argelia. Pero, ¿qué obtuvieron los árabes por aquellas batallas titánicas? Un seudodictador y una elite corrupta, una vergonzosa cifra de desempleo y suficiente petróleo para que Argelia rivalizara con Arabia Saudita... si la revolución hubiera funcionado.

La revolución de Nasser no fue precisamente un éxito rotundo; tal vez lo fue para Nasser en lo personal, pero él y sus sucesores fueron deplorables, manejaron Egipto como si fuera de su propiedad y lo llevaron a dos guerras sangrientas contra Israel. Existen indicios de que Irak podría estar ayudando a los rebeldes sirios, como hizo en tiempos de Saddam Hussein, cuando éste y Hafez al Assad, el padre del actual presidente, se detestaban. Y ahora, cuando ya no hay estadounidenses a quienes atacar, militantes sunnitas dentro de Irak han declarado la guerra a Irán.

Si esto parece un horizonte pesimista, pues que lo sea. Sospecho que el despertar árabe estará todavía en proceso cuando todos hayamos muerto de viejos. Pero a la larga, creo, habrá verdadera libertad en Medio Oriente, sí, y dignidad para todos sus pueblos, y un asombro en la próxima generación de que sus padres y abuelos hayan tolerado a dictadores durante tanto tiempo. Y preguntarán qué fue de sus padres y abuelos desaparecidos.

Digo esto porque un valiente grupo de mujeres se reúne cada día en Beirut para recordar a sus seres queridos –libaneses y palestinos, todos hombres–, que fueron sacados de sus casas o secuestrados en las calles en los largos años de dominio sirio en Líbano. Muchas hicieron el extenuante viaje hasta Damasco atraídas por falsas esperanzas de intermediarios que querían sobornos, pero han mantenido su fe intacta. El diario libanés L’Orient-Le Jour lleva una columna semanal con los nombres de todos los desaparecidos.

Samia Abdalá espera a su hermano Imad, combatiente de Fatah desaparecido en 1984, cuando tenía veinte años. Fatme Zayat quiere que regrese su hijo; ambos llevan 27 años desaparecidos. Afife Abdalá busca a siete miembros de su familia. Adele Said el Hajj espera a su hijo, Alí, arrestado por los sirios en 1989: hace 23 años.

La guerra civil libanesa terminó en 1990; miles siguen desaparecidos. El mes pasado marcó el 37º aniversario de su principio. En aquel tiempo algunos libaneses afirmaron que era una revolución.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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