CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Dudoso y el Guasta

 Por Juan Sasturain

La historia de cómo llegó el Dudoso No-riega a la playa Popular en el verano del ’53 tiene varias partes. Habría que empezar meses atrás, para las Fiestas de fin de año del ’52, cuando murió la madre, o antes, ir hasta el invierno, con la muerte de Evita. Porque si la Abanderada de los Humildes no hubiera entrado a la inmortalidad a las 20.25 de una helada noche de junio, la vieja de Noriega no se hubiera deprimido así; aunque por entonces no se usaba deprimirse y menos entre las clases populares. La tristeza la alcanzó tarde y en el campo, sola en casa con los hijos dispersos y el más chico –Salvador, el futuro Dudoso– en la colimba: doña Justa se abrazó a la máquina de coser que le habían mandado de la Fundación y prácticamente no la soltó hasta las Fiestas, cuando eligió momento y circunstancias más que aparatosas para morirse.

Y si la vieja de Noriega no se hubiera muerto entonces de un equívoco síncope de Nochebuena al oír el sonido del primer corcho, Salvador, que era el último de la nutrida fila de ocho hijos criados en cuatro casas y con tres apellidos, no hubiera terminado como terminó, de bañero, exiliado en la costa marplatense, sin poder volver al campo, ni a Maipú. Por eso hay que contar ese fin de año ejemplar. Porque del trámite y viaje para el entierro de la vieja arrancan las aventuras con su hermano el Guasta, un personaje memorable. Un atorrante, bah.

El Guasta Núñez era apenas un par de años mayor que Salvador. Parecían más, y tal vez por eso –a su desordenada manera– lo protegía. No llevaron nunca ni la misma vida ni el mismo apellido, pero habían sido muy unidos mientras compartieron un rancho que el padre de turno frecuentaba poco y la madre fija abría demasiado. Mientras Salvador agarraba el caballo para salir a peludear, ir a la laguna o llegar hasta el mar, el Guasta lo ensillaba para irse al pueblo, al club y al quilombo. En la puta vida trabajó, siempre fue un busca. Y jugaba tan maravillosamente bien a la paleta –a la pelota, se decía entonces– que desde los quince años se ganó la vida, mientras pudo y la policía lo dejó, transando desafíos por guita en los trinquetes de media provincia de Buenos Aires.

Cuando los hermanos se encontraron para las que serían últimas Fiestas –empezaron cargando juntos un cajón de sidra y terminaron llevando las manijas del cajón de la vieja–, hacía casi tres años que no se veían. Y decidieron celebrarlo. Decidió el Guasta, en realidad. Que le decían así –-se llamaba Vicente– por las paletas de marca Guastavino que por entonces imponían la novedad tecnológica de los tarugos de aluminio y con las que rompía la paciencia desde chico el precoz pelotari. Aunque a esa altura de su afición y destreza el Guasta hacía pocas veces uso común de la paleta, ya que todas las fantasías cabían por entonces a la hora de competir.

Aquéllos eran los tiempos del apogeo del juego de pelota y del escolaso en sus múltiples formas; una historia con sus héroes y mitos que todavía está por escribirse. Era cuando tallaban personajes increíbles como el Manco de Teodelina, el Lecherito Picabea, los Turcos de La Dulce o el Guapo Alonso, protagonistas de de-safíos memorables en que corría muchísima plata y ya se concertaran en Rauch, en Azul o en San Cayetano, la gente venía de lejos a verlos jugar y a apostar. Era en esos partidos donde se producían las combinaciones más extrañas o creativas para conseguir equiparación de fuerzas. Así, el Manco era capaz de jugar atado a la reja contra dos rivales o Picabea usaba sólo el revés de zurda. Incluso el Guapo Alonso había ganado más de una apuesta jugando mano a mano con una botella contra paleta normal.

Pero eso en el fondo era todo por derecha y entre entendidos. La variante tramposa del asunto era salir a la pesca por los pueblos más chicos o aislados para la época en que los chacareros habían cobrado la cosecha y había plata fresca. Y algo de eso pasó aquel fin de año en Estación Teniente Pagola. Que ese sábado haya coincidido con un 28 de diciembre es casi demasiado.

Muy temprano llegaron al pueblo esos hermanos tan desparejos que no lo parecían –el melenudo y canchero de los pantalones anchos; el colimba rapado hasta la perversidad por la Armada Argentina– a darle tierra a su demorada viejita peronista. Como el trámite fue casi demasiado veloz en el cercano cementerio, hacia el mediodía el Guasta vio triste a su hermano –el pelo tan corto le separaba las orejas, le daba un aire desvalido– y le propuso almorzar en el Club Social y Deportivo antes de dar la vuelta para Maipú en la misma camioneta en que habían portado a la madre encajonada.

Tras las milanesas a caballo y el queso y dulce con vino blanco y sifón azul, los doloridos hermanos se sintieron mejor o al menos un poco aturdidos; sobre todo Salvador, que no solía tomar. Había una cancha cubierta en el club y desde las mesas se podían oír sordos ruidos de pelota. Se arrimaron para mirar, y se dieron cuenta de dos cosas: que no los conocían y que se jugaba por plata. Entonces se prendieron. Primero le apostaron unos mangos a una pareja de recios veteranos y cobraron; después eligieron –poniendo algo más de guita– a un dúo joven, y les tocó perder. Fue entonces que el Guasta dijo como al pasar que él y su amigo –la condición fue casi una contraseña para Salvador– les ganaban fácil a los que habían ganado. Claro que andaban de paso, que no tenían zapatillas, ni equipo, ni paleta. Les dijeron que les prestaban, y el Guasta dijo que sí.

Salvador era, comparado con el mayor, un jugador sólo regular, un zaguero que llegaba a todas y la metía siempre dentro de la cancha. Había sido, desde pibes, el complemento ideal para un creativo sin techo como el Guasta, que solía pararse en el tres y resolver todo desde ahí con la tranquilidad de poder descansar, dejar pasar las pelotas largas o incómodas para que alguien barriera a sus espaldas.

El desarrollo de lo que sucedió esa tarde fue lo de siempre en estos casos. Los forasteros de paleta y zapatillas prestadas perdieron el primero 31-25 jugando muy irregularmente, peleándose entre ellos y alternando errores infantiles con aciertos fulminantes. Quedaron calientes. Entonces pagaron sin queja y pidieron la revancha que les fue concedida sin omitir sonrisas contenidas y algún comentario socarrón. Esta vez apostaron algo más del doble, para recuperar, dijeron. Y el segundo partido fue más parejo, tanto es así que los forasteros ganaron no jugando mucho mejor, pero con algunos aciertos oportunísimos del delantero, que les dieron la sorpresiva victoria 31-28 ante el desencanto de los locales y del ruidoso público que se había ido juntando. Los secretos hermanos cobraron, quedaron con un leve saldo a favor, devolvieron las paletas y empezaron a sacarse las zapatillas. Pero no los dejaron, claro: había que jugar el bueno. Ahí, los forasteros argumentaron que no, que tenían que irse, que era tarde, que gracias, que ya estaba bien. Y se volvieron al bar.

Al rato apareció uno de los rivales –que andaba todavía con la ominosa paleta en la mano– flanqueado por un par de los más exaltados de afuera.

–Doble contra sencillo –dijo simplemente, mientras acariciaba el filo erizado de tarugos.

Los hermanos se miraron, hicieron aparentes cuentas mentales.

–Hecho –dijo el Guasta. Y puso el rollito con toda la guita sobre la mesa manchada por el culo húmedo de las botellas de cerveza. Los tipos desenrollaron, contaron, revisaron sus bolsillos, sumaron billetes lisos y arrugados hasta duplicar, metieron todo en una caja y se la dieron al cantinero, lo más parecido a una autoridad que había a mano.

El tercer partido, el bueno, fue otra cosa. Los forasteros demostraron una regularidad sorprendente, casi no discutieron entre sí y tras un comienzo parejo se pusieron 18-12 con media docena de saques terribles del Guasta, que primero los desparramaba contra la pared del fondo para rematarlos después con sistemáticas cortadas a la reja. A partir de ahí regularon y ganaron cómodos, sin excesos ni euforia, con un tambor final a cuatro dedos del fleje: 31-26 y silencio total.

Los educados forasteros saludaron, devolvieron las paletas y ni siquiera pasaron por las duchas. Cuando diez minutos después de terminado el partido sus rivales los fueron a buscar al bar, ya se habían ido. Eso sí: en la caja donde había estado la guita encontraron los dos pares de zapatillas prolijamente acomodados.

El episodio del Día de los Inocentes en Estación Pagola quedó ahí. Hasta que alguien del Social y Deportivo pasó por Maipú un par de meses después y debe haber reconocido al Guasta en fama y figura en un trinquete. Después habrá verificado que los amigos eran hermanos, que había habido fingida inexperiencia, en resumen: que los habían hecho entrar como a caballos.

El diestro pelotari solía irse de boca con la misma asiduidad con que gustaba dejarse o sacarse los bigotes, cortarse el pelo o permitir que le creciera según las épocas y los itinerarios, como buen tramposo. No bastó para gambetear la represalia: dos justicieros de pocas palabras lo dejaron de cama tras noquearlo de parado y patearlo en el suelo. Le sacaron la guita que llevaba encima y de paso aprovecharon para cargar en la cuenta del Guasta –que tenía su pinta– la supuesta deshonra de la hija del cantinero del club, que más o menos para esa fecha había perdido –decían– la consabida inocencia. Hubo denuncia policial y cuando el Guasta salió del hospital le aconsejaron que no apareciera por un tiempo. Se borró tres años.

Por eso Salvador tampoco pudo volver a Maipú. Y terminó en la Popular, de bañero.

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