Lunes, 3 de junio de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Emilio Solari solía ir regularmente a Mar del Plata, a visitar –es un modo de decir– a su padre y a su hermano mayor y soltero. Eran su familia o lo que quedaba de ella. Iba más o menos cada tres o cuatro meses y solía hacer coincidir el viaje con los cumpleaños ajenos y la escasez de fondos propios. No se daba mucha cuenta de eso. Aunque reflexivo y cavilador, sabía menos de sí mismo de lo que creía. Y creía poco. Se había acostumbrado o acomodado a pensar que las desgracias o las pérdidas –incluso las módicas malas noticias, como la repentina enfermedad de su padre– enseñaban algo, y últimamente confundía su desapego con algún tipo de precoz madurez, cierta callada sabiduría. Hacía lo que podía. Y podía poco también. Era un pibe.
Bastante petiso para la media de los varones de su casa, de tímidos anteojos de miope y cabello crespo y castaño, Emilio –a falta de algún otro atributo más aparatoso– se sabía o creía inteligente, aunque desconfiaba cada vez más de los antiguos, mediocres indicadores provistos por el cabotaje familiar: boletines de calificaciones, algunas palmadas profesorales, augurios sobre su porvenir. A los veinte años, no había leído todavía a Paul Nizan, pero intuía que algo empezaba a andar mal y que los años no lo arreglarían. Esa noche de junio en particular, tras tomar un café rasposo en la desangelada terminal de ómnibus de El Cóndor, en Constitución, no estaba demasiado cómodo consigo, con su asiento comprado de apuro –el último, 36 al fondo, pegado al baño– y menos aún con su vida en general. Además, novedosamente, tenía miedo. No de viajar. Miedo de lo que se iba a encontrar, del final del viaje.
Había un silencio total en el micro y apenas un par de luces individuales encendidas lejos, en los asientos de adelante, precisamente donde se había sentado la mina de la peluca platinada portadora consciente de un culo alto y movedizo que había subido delante de él. Emilio sentía cómo el ómnibus avanzaba ahora regularmente en la noche, siempre al sur, cada vez más al sur. Había hecho muchas veces ese viaje nocturno y podía reconstruir de memoria gran parte del recorrido. Este tramo era particularmente triste o indefinido, o una cosa por la otra. Durante unos minutos miró por la ventanilla más sucia que empañada y sólo vio lo que ya sabía: calles y más calles apenas iluminadas, casitas de uno o dos pisos, talleres cerrados, fábricas, carteles apagados, persianas bajas, algún baldío, un caballo, algún policía en cierta esquina, un par de hombres en una parada de colectivo. La sensación, por lo menos hasta llegar a la rotonda de Alpargatas, era que nunca se terminaba de salir de la ciudad.
Suspiró. En el asiento doble ubicado delante del suyo dormía un tipo solo, apoyado en la ventanilla, así que intentó levantar los pies para apoyarlos en el respaldo del asiento vacío. Difícil. El ángulo era apenas superior a los noventa grados –incluso en diagonal– y la posición le resultaba más incómoda que placentera. Al volcarse de costado sintió que el libro que llevaba en el bolsillo externo del saco se le clavaba en las costillas. Lo sacó: Los adioses.
Desde hacía seis meses trabajaba como auxiliar en la sala de lectura de la Biblioteca de la Caja de Ahorro. Iba y venía de los estantes al mostrador. Al principio, sólo entregaba y recibía libros para leer en los largos escritorios iluminados día y noche con lámparas de tulipa verde, contra entrega del documento personal. Después la señorita Nancy le enseñó los rudimentos del préstamo domiciliario. Cuando eran socios con derecho a extracción, verificaba que los carnets amarillos estuvieran al día y anotaba entradas y salidas con birome en la tarjetita calzada en el sobre pegado en la retiración de contratapa: fecha de retiro y fecha de entrega. Pero también había quienes venían a estudiar con sus propios libros, viejos que leían el diario y otros simplemente que se tiraban a dormir en los sillones.
Una vez se asomó a la oficina de dirección a pedir instrucciones:
–¿Qué hago, señor? Dice Nancy que...
–Dejalos –dijo el director levantando apenas la mirada de sus papeles–. Los echan de la plaza. Mientras no ronquen...
Se llamaba Edgar, y tenía un apellido inglés, pero todos en la Biblioteca le decían Poeta. Y era el mejor. Había llegado a director por méritos burocráticos acumulados seguramente en otra época. Ahora lo único que acumulaba era whisky. Tenía la botella acostada en el segundo cajón a la derecha del escritorio con una vasito culón de vidrio grueso. Cada tanto se apartaba de los papeles en los que escribía con tinta y letra chica e inextricable, y se inclinaba hacia el cajón. Emilio nunca vio que desenfundara la Olivetti confinada a una mesita auxiliar, con rueditas, a un costado del escritorio de madera.
–La poesía se hace a mano, fluye así –y escribía con la mano pálida con manchitas rojas, marrones. Las mismas que le decoraban la hermosa y noble cara de nariz colorada, venitas cortadas, ojitos grises casi licuados.
El Poeta sólo se ponía de pie para alcanzar algún libro de la biblioteca personal que tenía a sus espaldas. Entonces se podía ver lo largo que era, el traje gris formal y abotonado un poco chico y corto para la pancita que empujaba entre el segundo y tercer botón, los pantalones altos sobre los tobillos.
–A vos te voy a sacar bueno –le había dicho una vez–. ¿Leíste a Lautréamont? Isidore Ducasse, un uruguayo... –Emilio agitó la cabeza–. Son raros, los uruguayos: ¿leíste a Morosoli, a Felisberto? –Lo miró por encima de los anteojos y Emilio repitió el gesto, más cortito–. Tenés suerte.
–¿Por qué?
–Porque los vas a leer, gil.
Y otra vez fue contundente:
–Empezá con Onetti –dijo–. Este te vacuna. –Y le dio Los adioses, la edición de Sur de tapa amarilla.
Pero Emilio ya había rebotado dos veces. No entendía, se perdía, se aburría; no pasaba de la página quince. Ahora sacó el libro del bolsillo y se acomodó. Intentaría leer para no desvelarse. O desvelarse leyendo, si la historia finalmente lo capturaba. Encendió su chorrito de luz individual, una especie de regadera de pálida claridad amarillenta. Tenía ganas de que esta vez le gustara el ambiguo relato del tipo desahuciado que recibía cartas, unas con sobre manuscrito y otras escritas a máquina, iba y venía de ese sanatorio en la sierra. No sin cierto morboso escepticismo empezó una vez más desde el principio.
Y esta vez pudo: casi sin darse cuenta siguió la historia con esfuerzo de vista y cierto desinterés de espíritu durante una media hora larga. La sorda disputa entre su dispersa atención y la prosa morosa que tejía sin apuro ni sentido aparente una trama mínima, de algún modo lo entretenía, lo sacaba de sí mismo al requerirle toda la concentración, como si estuviera desanudando un piolín alevosamente enredado.
–Tiene mejor luz que yo.
No la había visto llegar. La mujer de la peluca platinada apoyaba la cadera en el filo del asiento y lo miraba sonriente, le apuntaba con su librito minúsculo.
–No... –dijo Emilio–. Bah, digo, sí. Supongo.
Parpadeó y cerró su libro como si Onetti fuera cómplice de algo que lo avergonzara.
–¿Qué lee?
Le mostró la tapa de Los adioses.
–No lo leí. ¿Es triste?
–No lo terminé pero viene bastante... –la cara de Emilio trató de expresar sus dudas.
–Yo leo sólo cosas que sé que van a terminar bien.
En ese momento se abrió la puertita del baño y el tipo que forcejeó para salir desplazó a la mujer, que se corrió sólo lo justo para que el otro pasara. Ella no entró en seguida.
–Estas cosas tiene que leer –dijo.
Le apoyó en el muslo el librito que tenían en la mano y se metió en el baño.
Era una novela de Corín Tellado, colección Romance, número 342, de Editorial Bruguera: No me dejes sola. La chica rubia de vestido a lunares de la tapa lagrimeaba de frente tocándose el anillo, mientras a sus espaldas él, con valija y sombrero en la mano, se despedía sonriente. El librito estaba muy leído, las puntas dobladas, el lomo deformado.
Emilio lo abrió al azar, en cualquier parte: “En el camino al aeropuerto Marcel se mostró comunicativo y cariñoso como siempre, incluso un poco más que de costumbre. Le elogió el peinado, la besó detrás de la oreja, donde a ella le gustaba tanto, trató de hacerla reír como sólo él sabía. Pero Silvie no pudo evitar distraerse de lo que le decía su marido. Luchaba consigo misma. Por un lado sentía el impulso de interpelarlo sin rodeos: ¿Quién es esa mujer que te espera en Rennes? ¿Por qué nunca me hablaste de ella? Por otro, temía tanto las derivaciones de la conversación, cualquiera fuera la respuesta, que la esperanza de acabar con su angustia no alcanzaba para hacer que se atreviese a hablar”. Emilio releyó un par de veces la larga construcción verbal de la última frase y cerró el libro. En la contratapa había una foto de Natalie Wood (Artistas Unidos) sacada probablemente de West Side Story.
En ese momento la mujer salió del baño, cerró la puerta con el codo y agitó las manos mojadas:
–¿Tenés un pañuelo?
Emilio abrió las palmas, negó con la cabeza.
–Permiso –dijo ella. Y le metió los dedos en el pelo crespo, le revolvió los rulos un ratito–. Gracias, pichón. Qué lindo pelo.
Y después, sin transición:
–Te la presto, si querés. Yo ya la leí. Y tengo más: soy adicta a Corín Tellado.
–Bueno, gracias –dijo Emilio.
–Chau.
Y se volvió moviendo el culo por el pasillo.
Emilio miró cómo se perdía en la oscuridad, se sentaba y apagaba su lucecita casi inmediatamente. Trató de volver a Onetti. Lo dejó después de leer un par de veces el mismo párrafo y entonces probó con Corín Tellado. No llegó mucho más lejos. Entonces él también apagó la luz. Tal vez porque sintió que se le hacía inútil controlar sus propios pensamientos después de eso tan raro que había pasado. O porque con la luz apagada podía pensar mejor, descontrolar mejor. La cuestión es que apoyó la cabeza en el vidrio frío de la ventanilla y dejó encendida la película personal, incomprensible, que lo entretuvo hasta que el sueño lo venció.
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