CONTRATAPA

Bienvenidos, y por favor váyanse

 Por Juan Forn

En el año 2006, la BBC cableó al mundo que, en los confines de Nepal, un joven de quince años llevaba siete meses meditando sentado bajo una higuera sagrada, sin probar agua ni comida. A la revista GQ le pareció una buena nota y le propuso a George Saunders ir a cubrirla. George Saunders era un escritor para escritores: la admiración que le tenían gente como Lorrie Moore, Thomas Pynchon o David Foster Wallace no le alcanzaba para pagar las cuentas, así que aceptó. Como todavía sigue siendo un escritor para escritores en nuestro idioma, lo que escribió (en su libro de ensayos The Braindead Megaphone) sigue sin traducirse, así que voy a contarlo yo, con mis palabras.

Ya en el vuelo interminable que lo lleva a Katmandú, Saunders empieza a trabajar. Cada vez que necesita estirar las piernas, se fuerza a permanecer quieto mientras repite: “Dijo Buda que la vida es sufrimiento. Toda felicidad, todo descanso, toda satisfacción es temporaria. Todas las apariencias de permanencia son ilusorias”. Y a continuación se pregunta: ¿Siete meses así? ¿Cómo hace? Lo rescata la visión del Himalaya al llegar a Katmandú: un blanco platónico, el blanco que existía antes de que los demás colores existieran. La aldea adonde debe ir queda a doce horas de Katmandú. A medida que se acercan, hay más vendedores de estampitas. Se venden de a tres: una del Dalai Lama, una de Gurú Rinpoche (el monje que trajo el budismo al Tíbet) y una del joven que medita, Banjan. En la estampita parece de doce años, mofletudo, con un flequillo que cubre apenas su frente. Nadie piensa que sea un truco (dicen que lo alimentan las serpientes, que su veneno es leche para él), todos esperan que haga algo bueno por el país, arrasado como está Nepal por guerras civiles, dinastías despóticas, guerrillas nacionalistas y la presión del gigante chino al lado.

El camino para llegar es de tierra apisonada por los miles de peregrinos en ruta hacia la higuera sagrada donde medita el niño. En las ramas de los árboles hay un sinfín de ofrendas de colores, blanqueadas y arrugadas por el sol y el frío y la lluvia. Hay dos cercas de alambre en torno de la higuera y una caja para recibir donaciones y un cartel que dice “Bienvenidos, y por favor váyanse”. La fila de peregrinos da una vuelta perimetral a la cerca externa, pasa por la caja y emprende el descenso. La gente de GQ le ha conseguido un guía a Saunders, y éste le ha conseguido acceso hasta la primera cerca. Puede acercarse, puede incluso pasar la noche allí, junto a unos lamas que custodiarán durante la noche la meditación de Banjan. Ya está atardeciendo. Es difícil distinguir al niño del árbol. Está sentado en posición de loto, levemente inclinado hacia adelante, un brazo asoma de su túnica, la mano con el dedo anular curvado hacia adentro, como el buda. El pelo le cubre no sólo la frente sino que le llega casi hasta la boca.

Su pecho no se mueve, sus fosas nasales y su boca tampoco, sus ojos están cerrados, una fina película de polvo cubre su piel, su pelo y su túnica descolorida. Podría estar en coma, podría estar muerto. No; no se lo ve vaciado: flaco sí, pero aún entero. A pesar de su quietud produce la inequívoca sensación de pertenecer a nuestro reino. Tenerlo delante es sentir el paso del tiempo mientras lo contemplamos, dice Saunders, y enumera todas las cosas que pasaron en el mundo en los siete meses que el chico lleva meditando: parecen un siglo.

Con la llegada de la noche comienza el frío. Sentado junto a los dos lamas, Saunders se va poniendo encima toda la ropa que trajo en la mochila, mira la hora una y otra vez, siente ganas de hacer pis, tiene miedo de las víboras, se hace un ovillo, piensa: olvidemos la comida, olvidemos la inmovilidad, ¿cómo soporta el frío, cubierto apenas por esa túnica? De pronto recuerda un ejercicio yoga: tensar el recto para sentir un chispazo de calor por dentro. Lo intenta, siente el calor, pero el esfuerzo es mucho mayor que el premio. Empieza a llover. Con los ojos cerrados, Saunders se dice: estoy dormido, no tengo frío, si no abro los ojos no siento el frío. Cada hora que pasa, la noche se pone más oscura. ¿Cuándo llega el amanecer?, se pregunta Saunders, si yo estoy sufriendo, ¿qué es ese monumental, insano esfuerzo de voluntad de él?, ¿por qué soy tan flojo, por qué soy un esclavo de mi mente, de mis limitaciones, de mis errores?, ¿no será ese chico el primer exponente de una nueva raza enviada a nosotros para enseñarnos algo que no conseguimos entender?

De golpe uno de los lamas lo despierta y le señala al chico. Se oye un sonido rítmico y apagado, como tambores lejanos, y se ven luces. El sonido es el latido del corazón del chico, las luces son como chispas y a la vez ínfimos copos de nieve naranja que flotan sobre la cabeza del meditante. ¿Esto es lo que se entiende como milagro?, se pregunta Saunders. Su cara arde, su interior se ha vuelto tibio, en el fondo de su mente una vocecita le recuerda un experimento de sus días lisérgicos. Con infinito esfuerzo, Saunders lo aplica: si enfoca los ojos en otra dirección, ¿ve chispas? Sí, las ve igual. Si cierra los ojos, ¿ve chispas? Sí, las ve igual. Y sin embargo... ¿Sin embargo qué?, se pregunta Saunders. Se va haciendo de día, entretanto. No se ve el sol, hay niebla. El chico sigue en la misma posición, cubierto por la misma capa de polvo, tan indiferente al frío como el árbol bajo el cual está sentado hace doscientas noches.

Emprenden el regreso. El guía le cuenta a Saunders que la familia de Banjan ha pedido al gobierno nepalí que le haga tests, que demuestre científicamente que no hay ningún truco, sólo piden que no molesten su meditación, que no interfieran en ella, pero el gobierno no sabe qué hacer, o no le interesa (es una zona del país en poder de la guerrilla) y Saunders tampoco sabe qué hacer con esa historia, cuando vuelve a su casa y a sus clases en Estados Unidos. A los tres meses recibe un mail de su guía en Nepal: ha pasado algo. El chico ha desaparecido en medio de la noche. Su túnica descolorida quedó en el lugar que ocupaba bajo la higuera. Nadie sabe adónde se ha ido. La policía lo busca, miles de peregrinos también. La familia dice que Banjan se les apareció por el pueblo antes de irse y les explicó que debía seguir meditando y que necesitaba un lugar donde hubiera más paz. Saunders siente un vacío en el estómago. Desde su retorno se venía reconfortando con la idea de que algún día volvería a Nepal, haría las doce horas de marcha desde Katmandú hasta esa aldea entre las montañas y la selva, y Banjan habría terminado su meditación y abriría los ojos y le diría qué había aprendido, qué debía hacer, qué debíamos hacer todos.

O no. Quizá ya lo había hecho: bienvenidos, y por favor váyanse, como decía el cartel. “Imaginen –dice Saunders–, el momento en que se puso de pie y comenzó a caminar entre la vegetación a la luz de la luna, sus ojos por primera vez abiertos en meses, el mundo a su alrededor, visto de una manera que no podemos ni concebir. No tiene hambre, no tiene sed. Ha llegado tan lejos y sin embargo necesita llegar aun más lejos, para terminar lo que empezó.”

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