CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

El caso Danko, o derivas a partir de Papini

 Por Juan Sasturain

Una nota, un artículo ocasional, suelen tener su propia historia. En este caso puntual, acaso valga la pena o el gusto contar por qué este enésimo capítulo de Arte de ultimar trata de lo que trata, se llama como se llama. Así se escribe, a veces. O al menos así suele sucederme a mí y a tantos otros escribas a plazo y a espacio fijo. Y no es una queja sino todo lo contrario: qué mejor que tener que escribir, aunque no se sepa qué.

Hacía rato que tenía ganas de escribir algo sobre o a partir de Papini. El florentino Giovanni Papini –¿quién lo lee hoy?– es un escritor extraordinario, en el sentido literal de la palabra: fuera de lo común. Brillante, polémico, incómodo, excesivo. No voy a escribir / describir su ruidosa biografía literaria, que atraviesa sonoramente la primera larga mitad del siglo veinte. Nació en 1881 y murió en 1956. Casi demasiado. Le dio tiempo para ser blasfemo y católico converso, tirabombas y fascista. Siempre incorrecto y desmesurado consciente, cultor de la heterodoxia.

Papini escribió mucho, de todo, sobre todo y en todas partes. No siempre parejamente. Casi nunca, bah. Como autor de ficciones fantásticas, antes de los cuarenta años había publicado las colecciones reunidas en Lo trágico cotidiano, El piloto ciego y Palabras y sangre. Algunos de esos relatos, como La última visita del caballero enfermo, han tenido destino frecuente en las selecciones más rigurosas del género. Sin ir más lejos, debe ser de los pocos autores en que coinciden el tardío Roger Caillois de los sesenta (Antología del cuento fantástico, versión castellana de la Anthologie du fantastique), los pioneros Borges, Bioy y Silvina Ocampo (Antología de la literatura fantástica, de 1940) y el Rodolfo Walsh (Antología del cuento extraño) que recién estaba por conocer los basurales de José León Suárez, en 1956.

La sucinta biografía que escribe Borges como introducción a los cuentos elegidos para su Biblioteca Personal es, como siempre, de una belleza y precisión apabullantes. Lo admira, descubre/confiesa que lo ha plagiado sin querer y después cierra el párrafo sin que se le note la sonrisa: “Sus libros más famosos –Historia de Cristo, Gog, Dante vivo, El diablo– fueron escritos para ser obras maestras, género que requiere cierta inocencia por parte del autor”. Qué bárbaro.

Bien. Como mi idea de escribir algo sobre Papini coincidió con esta puntual semana de Reyes, el viernes recordé un artículo breve que había leído en El espía del mundo, quinientas indiscriminadas páginas en que reunió materiales diversos en los últimos años y acá editó Emecé en el ’59. Busqué el texto y lo encontré en la sección El nacimiento de Cristo, con estos títulos: “El posadero de Belén”, “Los verdaderos nombres de los pastores”, “La filosofía de Herodes” y el que yo buscaba: “El cuarto mago”. Lindísimo, arbitrario. Confieso que estuve a punto de glosarlo. Sin embargo, el sábado a la mañana, revolviendo libros en San Telmo me encontré con un libro suyo que no tenía, Retratos (Ritratti stranieri, en el original), una serie de aproximaciones breves, filosas y contundentes a distintos obras y autores: Cervantes y el Quijote, Calderón, Unamuno, Jonathan Swift, Tolstoi, Keats, Poe, Whitman, Tristan Corbière y –al cierre, colgado del índice– Danko. ¿Danko? ¿Quién era el tal Danko?

El artículo está fechado en 1916 (aunque uno puede suponer que hubo una redacción / corrección posterior) y hace el elogio irrestricto de este poeta nigeriano que publica en los EE.UU. donde emigró, y que traduce él mismo al inglés algunos de sus poemas escritos en un dialecto sudanés parecido a la lengua nalú. Papini lo ha leído –como todo el mundo, según parece– en algunas de las revistas literarias de vanguardia más sofisticadas del momento. Y no le ha sido para nada indiferente.

Y ahora cito a Papini (y es largo): “Danko, al que sus compatriotas apodan extrañamente ‘Oreja ágil’, es negro verdadero y auténtico de Nigeria y ha nacido, en 1877, en Shibu, a orillas del Banué. Nadie sabe con precisión quién fue su padre, y él nunca ha hablado de su madre. A la edad de trece años lo encontramos ya en la costa, en Akassa, donde aprende, de un misionero, el inglés y la religión. De los quince a los veintitrés nada se sabe de su vida: hay quien sostiene haberlo visto en las selvas de su patria cazando fieras; otros, más malvados, dicen que hacía de ladrón de ganado y de corruptor de menores. Pero la hipótesis más verosímil es que vivió en perfecta soledad, como una bestia salvaje, escuchando las voces de las grandes hierbas y de las aguas. ‘Desde el tiempo en que veía la cruz de estrellas –canta– acaricié al hipopótamo junto a la luna, pensando en el mar de los blancos y en la fiesta de los rojos mercados.’”

Sigue Papini: “El hecho es que a los veintitrés años consigue, junto con otros compañeros, atravesar el límite occidental del Sahara, deteniéndose en Tumbuctú, la misteriosa capital del desierto, y penetrar en Marruecos. En Tánger hizo un tiempo de masajista en un baño árabe. Después, de estibador del muelle, de criado del cónsul portugués y de vendedor ambulante de corales y caracolas. Finalmente consiguió embarcarse como segundo cocinero en un vapor americano, que lo desembarcó en Nueva York en mayo de 1902. Aquí empieza otro período oscuro en la vida de nuestro Danko. Parece ser que recorrió a pie, o escondido en vagones de mercancías, gran parte de los Estados Unidos, haciendo los más humildes y humillantes menesteres. Los negros americanos, descendientes de los esclavos, lo contemplaban con desconfianza y no querían creer que hubiese nacido de verdad en Africa. Una vez, en una taberna de Omaha, tuvo que apuñalar a uno que, empujado por el whisky, se permitía insultarlo como al último tramp. Por ese hecho tuvo que pasar varios meses en la cárcel de Kansas”.

“Pero en esa vida errante –continúa Papini– tuvo la suerte de encontrarse con Jack London, vagabundo también y de ingenio irregular, que volvía entonces de Alaska y de la caza del caribú y estaba a punto de escribir aquel The Call of the Wild que debía consagrar su fama de escritor. La literatura de Walt Whitman y la amistad de Jack London revelaron a Danko su genio. Se sintió poeta, se dio cuenta de que podía escribir como los europeos y en los años que van del 1907 a 1915 –ocho años apenas– escribió, según su biógrafo americano tanto en prosa y verso lo que podría llenar no menos de diez volúmenes.”

Y a continuación, Papini cita a Danko con admiración por su sensual originalidad, su capacidad, inédita en la poesía europea y norteamericana contemporáneas, para revelar la riqueza de lo inmediato, de lo pequeño y cotidiano. Y se detiene –tras numerosas citas sueltas– en un poema dedicado, modestamente, a El betún de los zapatos: “Está encerrado en la botella aplastada que los grandes caracteres latinos llaman a la dominical admiración del hombre atildado. / Negro como la noche y el café, reposa, barro blando y magnífico, esperando su momento. / El tapón brillante de estaño es un sello de riqueza: está destinado a los pies del hombre que manda y de la mujer que manda al hombre amoroso. / Después se extenderá sobre el cuero y brillará bajo el sol de la mañana, como la cabellera de mi Kimba, que he dejado sola, más allá del mar. / El polvo lo cubrirá como los siglos y los cementerios. / Mientras tanto, brilla en la tienda: yo veo, en la puerta de su cocina, a la chica que lo extenderá dulcemente. / Toda la belleza del mundo no es para ella: cuando el zapato, maravilloso y rillante, esté calzado, / la pobre botella, sucia, acabará en los campos, junto a las vallas. / Un niño será feliz lavándola y metiendo dentro las piedras que brillan por la noche, como sus ojos de pobre”. Hasta ahí la cita del admirado Papini, del poema de Danko.

Y hasta acá lo que encontré como tema, maravillado. Fui a buscar en Internet algo más de data y –como lo preveía a esa altura– parece ser que toda la historia del poeta nigeriano no fue nunca más que una inteligente, talentosa y poéticamente lograda superchería sostenida por décadas y nunca del todo blanqueada. Su responsable fue un personaje brillante y lindísimo, a cuya historia y trayectoria los remito: el abogado en ejercicio y poeta reticente –hombre de dos mundos– Mitchell Dawson (1890-1956) que supo ser amigo de William Carlos Williams, agitador de vanguardia en las revistas de poesía de su juventud y columnista fecundo y ameno sobre temas legales en The New Yorker, The Nation, Harper’s y otros espacios abiertos para el buen gusto y la inteligencia. Publicó una novela para chicos, poca poesía propia nunca reunida, pero sí hay una autoedición de 1952 de The Emperor’s Archangel, que firma Danko. Lo mejor está ahí, qué duda cabe.

Toda esta deriva, entonces, para contar por qué llegué hasta acá y lo que disfruté en el camino. De Papini, de Danko, del ingenio de Dawson. La Historia universal de la infamia borgeana, varias de las Siluetas de Chitarroni y otros muchos ejemplos avalan la legitimidad de los placeres del pastiche y la impostura. Y del valor genuino de la impresión generada por el texto apócrifo: para Lotte y el pobre Werther –incluso o sobre todo para el impune de Goethe– no importa mucho que Osian no existiera, mero invento de MacPherson. Ahí estaban los poemas, ahí están todavía, como los del oscuro Danko que compró Papini. Y tenía razón.

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