CONTRATAPA

Homo Solista

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO No hay dos sin tres. Y de un tiempo a esta parte la cosa pasa por plantar un árbol, y tener un hijo, y escribir no un libro sino una trilogía. Si no tienes trilogía, no eres nadie. Así que –no hay dos sin tres, a la tercera es la vencida– cómo privar al cada vez más derrotado Rodríguez de un telón/cortina de baño para este servicial y excusado trío de las últimas inexcusables semanas.

Rodríguez se ha encerrado allí, de nuevo. Como Maeve Brennan en los W.C. de The New Yorker; como Pink en The Wall; como Auxilio Lacouture en los lavabos de la UNAM; como todos y todos los que se meten ahí dentro huyendo del ahí afuera de atacantes desconocidos o de enemigos familiares. Allí se ven tal como son, por dentro. El alma es el espejo del baño. Allí, Rodríguez, mientras el resto de su familia vuelve a ver Pretty Woman en la televisión. Como si fuese la primera vez, de nuevo. Tradición nacional. La película esa que acaba de cumplir un cuarto de siglo y que no deja de emitirse año tras año para volver a atraer a millones de telespectadores españoles (se calcula que seis de cada diez la han visto) arrobados y conmovidos por esa prostituida pero finamente redimida y pigmaliónica relectura del mito de Cenicienta. Cincuenta sombras de Grey sin habitación roja y con limousine blanca y más o menos el mismo voltaje sexual. Está claro –los rostros entre extáticos y embobados de su mujer e hija en esa escena en que Julia “Risa Dentata” Roberts camina por Rodeo Drive para comprarse todo a cuenta de Richard “Pestañeo en Cámara Lenta” Gere– que el film de Garry Marshall toca cierta fibra íntima en las mujeres de por aquí. Rodríguez sabe (pero por las dudas no se lo comenta a las suyas) que el guión original no era una comedia romántica y se titulaba, tarifario y sórdido, $ 3000. Allí, Vivian era adicta al crack. Y, al final, el millonario, con principio de cirrosis y cansado de sus desplantes histéricos, la arrojaba desde su carroza a la chica de la calle a un costado del camino y partía para no volver nunca más. Con los tres mil dólares, para consolarse, Vivian decide cumplir un viejo sueño suyo: se va a Disneylandia. Pero la Disney compró el guión –¡Salacadula Menchicabula Bíbidi Bóbidi Bu!– y ya saben cómo sigue y cómo termina. Y, ah, larga inmortalidad al soñador Roy Orbison, ese rocker raro y redescubierto por David Lynch para Blue Velvet que a Rodríguez siempre le pareció el perfecto villano invitado –¿El Opereto? ¿El Arenero?– para aquella serie popkitsch del Batman de su infancia. Días en los que él se levantaba de noche, para ir al baño. Y, una madrugada, algo pasó con la cerradura, se quedó encerrado, no podía salir. Y su padre –Kapow!– tuvo que tirar la puerta. Y Rodríguez tuvo miedo de ir al baño durante meses. Tanto después, Rodríguez tiene miedo de no ir al baño y, una vez ahí dentro, miedo de salir de allí.

DOS Ahora, de nuevo. Enrollado en sí mismo. En el baño. Por propia voluntad. En el baño. 3000 años (y no dólares) de historia. Los entonces muy avanzados baños de Mohenjo-Daro, 2800 A.C., en la “Era de la Limpieza”. Y después los baños griegos y romanos y japoneses. Y el escatológico John “Saucy” Harington –cortesano de Elizabeth I celebrado por sus rimas picantes– inventa en 1591 el inodoro con cisterna. Nada volvió a ser lo mismo y, seguro, fueron muchos lo que leyeron su mejor libro ahí. O se les ocurrió la mejor idea. Recogimiento y expansión, sí. Pequeños big-bangs, give pis a chance, y el misterio irresoluto –pero definitivamente tan revelador de la condición humana– de que a la hora de la verdad solo la mierda ajena nos huela mal.

Y Rodríguez sosteniendo en una mano (recién comercializado en 1857 como “papel medicinal rociado con aloe vera para prevenir y aliviar las hemorroides”, pero idea de los chinos del siglo II, combinado de redes y trapos y cáñamo que hoy causaría tantos atascos en tuberías como los producidos por las expansivas y mutantes toallitas húmedas) el rollo de papel higiénico como calavera de Yorick y en la otra... Rodríguez leyó días atrás, en el baño, que “Medir el pene tiene su ciencia”. Y que no es una ciencia exacta. Que no hay criterios claros ni pautas universales. Que no se ha precisado de dónde hasta dónde. Que no son iguales las erecciones en consultorio o en la cama. Que el tamaño del miembro puede variar según la altitud y la temperatura y el grado de excitación o el tiempo transcurrido desde la última eyaculación. Y que, finalmente, aquellos hombres que se ofrecen voluntarios para estudios de medición, lo hacen porque se sienten orgullosos de su equipo. Vamos, que saber cuál es el tamaño de un pene promedio es casi tan complicado como, en lo últimos días, hacer una lectura fiel y fiable de las últimas elecciones españolas y de la posible composición de futuros pactos de gobierno. Allí están todos, ahí siguen. Apestados y apestosos. Rajoy (mientras se queja de los daños materiales ocasionados por “el martilleo constante de la corrupción en la televisión, sobre todo la forma de tratarlo”) siguiendo su modus (des)operandi de costumbre: anunciar algún cambio en el partido/gobierno. Pero sin decir cuál o cuándo; para que todos se pongan a predecir como oráculos locos y se quemen solos en los incendios de sus expectativas. Y nuevas encuestas que ya no hablan del fin del bipartidismo sino del fin del fin del bipartidismo: PP y PSOE fortificados (algunos ríen que se trata de esa mejoría que antecede a la muerte), Izquierda (Des)Unida desaparecida en (in)acción, y Ciudadanos y Podemos retrocediendo víctimas de ya no ser novedad y de parecerse cada vez más a los modelos viejos. Así, votados y embotados centrifugándose como arremolinada agua girando en esa taza que no se sabe si tira bien, si va a arrastrar hacia las cloacas a muchos deshechos y desperdicios o los va a sacar a flote. Rodríguez los vio y no pudo evitar cierto placer perverso. Santos flamantes retocando sus credos y promesas. Viejas gárgolas sospechando que iban a caer desde lo alto de sus fachadas. Mascarones de proa súbitamente convertidos en desenmascarados de popa, cagados por la festiva gaviota de su logotipo súbitamente convertida en funesto albatros. Gimiendo, susurrando, jadeando por llegar a la línea de meta e investidura, fantaseando con que alguien los saque de la calle y los devuelve a un baño de espuma cinco estrellas. Y Rodríguez oye grititos extáticos en la sala y decide salir a ver qué pasa. Y ahí, en la sala, en Pretty Woman, el fastuoso baño de la suite presidencial del Regent Beverly Wilshire Hotel en el que la adorable puta pacta (El Verbo de moda) su precio con el magnate antes de enjabonarlo y... Rodríguez comenta sin que nadie lo escuche que sólo Pulp Fiction cuenta con más baño que Pretty Woman. Cada vez que Vincent “Travolta” Vega, tiene ganas de ir, algo terrible sucede, su propia muerte incluida. Pero no lo oyen, no le hacen caso. La esposa de Rodríguez –como en un trance, con voz de médium poseída, orbisona y grrr...– dice que tal vez deberían cambiar y modernizar el baño.

Rodríguez suspira y vuelve a su santuario.

Y –unpretty homo, retortijón en las tripas, casi perdiendo los papeles, ocupado– enciérrate, Sésamo.

Feliz baño nuevo, tiembla.

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