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Sobre el arte oriental

 Por Juan Sasturain

Si en el clásico de River y Boca hubo un poquito (muy poquito) de buen fútbol, lo pusieron sobre todo los uruguayos. En determinado momento hubo cinco orientales en la cancha y, a contrapelo de cierta arraigada conducta importadora que se hizo costumbre por décadas, en este caso no se trata de aguerridos metedores sino de sutiles cuidadores de pelota, un tipo de jugador al que nos estamos desacostumbrando en nuestro desorientado medio. Quiero decir que Lodeiro, el pelado Sánchez, Bentancour, Mora y Viudez fueron –ayer, sobre todo, los tres primeros– de los pocos que en la cancha hicieron lo posible para darle cada vez la pelota a un compañero con la misma camiseta y supieron ir y venir con criterio en medio de la tensión reinante. Bien el Vasco que le dio un lugar y otra oportunidad al pibe después del fallido ante San Lorenzo; y bien además cuando ante la lesión de Gago optó por una opción creativa y no miserable. Y bien el Muñeco con los cambios también, aunque ayer, además de tener algo de mala suerte (con la entrada Lucho, sobre todo), nadie le hizo caso.

Con esta referencia a los saludables uruguayos quiero reflotar un añejo concepto –el de fútbol rioplatense–, que alguna vez se supone que tuvo sentido y que hoy y desde hace bastante está en cuestión. Y con razón: poco o nada queda de aquella idea original nacida de la confrontación entre la mecanización europea y la creatividad del Sur. Esa idea tenía sentido, y poco menos de un siglo atrás no se necesitaba ser Torres García para dibujar el mapa futbolero patas para arriba. La realidad del juego y de los resultados nos avalaba. En este confín se hacía el mejor fútbol del planeta.

Es historia. Aunque Scalabrini Ortiz no le haya dedicado un capítulo de su pionero y esclarecedor Política Británica en el Río de la Plata, escrito en la primera Década Infame, hoy no cabe duda de que uno de los aportes más perdurables de los ingleses a la cultura de estas costas –junto al diseño de las hoy desdibujadas estaciones de tren, el whisky y la prosa de Stevenson, Chesterton y De Quincey leídos por Borges– ha sido y es el fútbol. El modo cómo este juego bárbaro (apenas menos salvaje en origen que su primo gemelo, el rugby) hizo pie en estas orillas fue doble, ya que fueron dos también los ámbitos de práctica y desarrollo.

Lo hemos descripto otras veces un primer ámbito modélico: por un lado, el juego ordenado y sistemático, con bandos fijos, reglas, arcos y camisetas, de puertas adentro en los colegios ingleses. Y hubo otro en paralelo, aleatorio y residual, el juego libre en los espacios ídem, sin límites precisos, baldíos y claros tangentes a las vías y a los muelles donde otros rubios iletrados se entreveraban con los nativos para juntar once o lo que diera de cada lado, en una operación de bricolaje ocasional, con lo que había. Y lo regularmente “partido” devino “picado”: sin arcos, sin camisetas, con bandos ocasionales, con las reglas mínimas.

Podemos simplificar diciendo que adentro se jugaba al fútbol y afuera, a la pelota. Se puede seguir acotando la cuestión y dar un salto al decir que el fútbol (el estilo) rioplatense –tal la primera categoría pertinente y diferenciada, hace un siglo– nace en y de la intersección de esas dos formas / ámbitos con sus respectivas prácticas, pero marcado por la impronta de las segundas.

Quiero decir: lo que por mucho tiempo ha caracterizado a los mejores futbolistas de estas latitudes privilegiadas fue que, antes que nada, sabían y aprendían a jugar a / con la pelota: relación individual, de domesticación y control, que privilegia la posesión y se “defiende” con la gambeta. Y que sólo después, en términos de aprendizaje evolutivo, aprendían a jugar al fútbol, con la adquisición del concepto de pase, la coordinación en equipo, la responsabilidad compartida: el fútbol propiamente dicho. Había quienes no sumaban, no solían terminar de pasar nunca de un tipo de saber al otro. Pero los que sí integraban saberes tenían un plus que los hacía –los hace aún hoy– diferentes.

Así, haciendo historia gruesa, ese modo rioplatense de jugar trasladó en los años veinte el meridiano futbolero a estos confines: las olimpíadas del 24, del 28 y el primer Mundial de 1930 en Montevideo –final universal resuelta con un clásico de barrio– ratificaron la supremacía de Uruguay y de los equipos de este confín semicolonial por sobre los más mecanizados europeos, mientras el resto del mundo y de América misma, excepto Brasil, no existían en competencia.

De igual manera y a grandes trazos, se puede decir que, más allá o a partir del traspié de últimas del Maracanazo, la segunda mitad del siglo veinte fue marcada por la saludable hegemonía brasileña, modelo mejorado de la matriz rioplatense con variantes propias de su idiosincrasia, antídoto y vacuna urbi et orbi contra las tendencias más utilitarias y conservadoras que han afeado ocasionalmente el juego en éstas y otras latitudes.

Así, llegamos a esta etapa actual de fútbol globalizado y de alta concentración, con contados super clubes-empresas-equipos cosmopolitas, superiores a cualquier selección nacional, y coberturas mediáticas determinantes de pautas y modos de consumo que han convertido al más hermoso juego también en el negocio / espectáculo más rentable del mundo. Dentro de él, inevitablemente, los equipos y los jugadores latinoamericanos (partes de una estructura neocolonial y dependiente) viven de y en función de expectativas y desafíos que por lo menos los descentran, los sacan de sus ejes tradicionales. El deterioro en el nivel de la competencia nacional y regional, debido a la exportación prematura e indiscriminada de talentos, desdibujan cada vez más la posibilidad de mantener la excelencia, el perfil de una identidad futbolera que en algunos países, como el nuestro, está en franca crisis.

La técnica que alguna vez nos diferenció, en estas latitudes, holgadamente del resto, no es hoy un rasgo siempre diferencial ni mucho menos. El porvenir del fútbol está donde se sigue jugando, todavía, mucho a la pelota. Y no es acá, precisamente. Esos principios siguen siendo válidos hasta hoy, aunque las mal llamadas escuelitas de fútbol y el tacticismo exagerado suelen ignorarlos. Las consecuencias son –para la belleza del juego, para los jugadores mismos, para la identidad que alguna vez nos individualizó– absolutamente nefastas. Hay que volver a la pelota, siempre.

Por eso, tras un Boca-River como el de ayer, y tras una serie de clásicos en que el único que jugó bien al fútbol (de los cinco partidos que vi) como equipo fue Independiente, el hecho de que algunos de los mejores en Núñez hayan sido orientales de buen pie (como se dice) nos autoriza a tener esperanzas. Algo que, como se sabe, es lo último que se pierde.

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Imagen: Julio Martín Mancini
 
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