Martes, 31 de mayo de 2016 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO La esposa de Rodríguez tuvo una de esas ideas que de tanto en tanto anuncian ciertas mujeres cuando se produce alguna extraña disrupción en su ancestral ciclo lunar o están muy aburridas o necesitadas de algo que no saben muy bien qué es pero, ah, ya van a enterarse todos dentro de su círculo de influencia y radio de acción y fuego amigo y bajas aceptables.
“Voy a tirar una pared abajo. Tengo ganas de que nuestro piso quede más loft”, anuncia ella. Y hacía tanto que Rodríguez no escuchaba la palabra “loft”. No la escuchaba desde un poquito después de saber –casi saliendo de su adolescencia– que jamás accedería a un loft en el SoHo neoyorquino. Que ni en sueños iba a ser pintor como Julian Schnabel. Y que los únicos (y tan poco parecidos a los de los cuadros de Schnabel) platos rotos en su vida iban a ser los que se le rompieran al lavarlos o los que le arrojara por la cabeza esa misma persona que ahora sonríe fijo, no a él sino a la pared que tiene detrás y que separa a la sala de la cocina en su pisito en Sants.
DOS Una vez que Rodríguez se resignó a no pintar (materiales muy caros, un talento más bien económico) pensó en ser escritor mientras leía La boca del caballo de Joyce Cary, gran novela “con pintor” en la que Gulley Jimson tiraba abajo la pared de la suite de un amigo para hacerla suya y hacer de las suyas. Sí, mejor letras, pensó Rodríguez. Papel y lápiz (materia prima más accesible y después de todo todos saben escribir) y la nueva literatura española y después los todavía más jóvenes contando noches blancas. Pero una mañana Rodríguez se despertó convertido no en príncipe o rana sino en algo a mitad de camino: redactor publicitario. Y de ahí que ahora vaya rumbo a Málaga, donde ha aterrizado por un rato, hasta septiembre, uno de esos objetos voladores muy identificados que hay que ver para creerlos y, aún así, ahí enfrente, colgados de una pared a la que parecen derribar con su sola presencia, siguen pareciendo increíbles: Mural, (1944, 605 X 247 cm., óleo sobre lino belga) de Jackson Pollock (1912-1956).
TRES Y ahí está ahora Rodríguez. En el Museo Picasso de Málaga y frente al Mural de Jackson Pollock –acompañado por otras piezas más o menos afines pero de otros, según los criterios de esa nueva museología zapping-google– pensando en que a Pollock hay que verlo en pintura y lienzo y en vivo y en directo. No hay reproducción que le haga justicia a Pollock así como no hay filmación que capture la intensidad de un amanecer atómico o radiografía manchada que dé idea del poder arrasador de una metástasis. Ahora, aquí, el momento eterno en el que Pollock se vuelve estilo cortesía de su mecenas Peggy Guggenheim.
Colorida oveja negra de su clan de millonarios, Peggy G. ya se había estropeado la nariz en una operación carnicera de cirugía plástica (había decidido no arreglar el estropicio y dejarla así, informalista y posible inspiración para track de They Might Be Giants) y saltaba de cama en cama de jóvenes pintores para coleccionarlos, siempre, con amor y por amor al arte. Pollock era su favorito, y le encarga un mural para su departamento en la East 61st. Le compra la tela y le pasa un dinero por mes, unos 150 dólares. Pero –lo asegura una leyenda no del todo cierta, como corresponde– el tiempo pasa y nada. Bloqueo total y ni action ni painting; y a Rodríguez le encanta esa foto de un Pollock sombrío y a la sombra del inmenso rectángulo en blanco. Y de pronto sólo queda un día para la fecha pactada de entrega. De golpe, la última noche, Pollock –famoso hasta entonces por el modo en que esparcía su salsa de tomate sobre los spaghetti– se encierra en su estudio y a la mañana siguiente todo ha sido consumado y la historia del arte de su país ha cambiado para siempre. “Tuve una visión. Vi una estampida”, informó Pollock al emerger de su estudio goteando colores. Así, un estallido de rojos y negros y amarillos y rosas y blancos que son caballos y búfalos y vacas y antílopes “hasta incluir a todo animal del Oeste norteamericano, todos corriendo por esa maldita superficie”, explicó el cazador. Primero los esbozó figurativos pero, de golpe, comenzó a tacharlos sin que desaparezcan. Su carrera infernal hacia el paraíso sigue ahí y, según algunos, incluye al nombre del artista escondido entre el atronador silencio y la furia. “No es la naturaleza, la naturaleza soy yo”, relinchó y bufó Pollock. Y enrolló la tela y se la lleva a Guggenheim. Y, al llegar a su vestíbulo, descubre que es más larga, que le sobran casi treinta centímetros. Pollock enloquece y comienza a beber todo el licor que hay en el departamento. Guggenheim pide ayuda a Marcel Duchamp para que contenga al pura mala sangre. El francés deposita al norteamericano inconsciente sobre una cama, vuelve a la sala y, ready-made, corta lo que sobra. “En ese tipo de pintura no es algo que importe demasiado”, diagnosticará el francés; y Rodríguez siempre se preguntó qué habrá hecho Duchamp con esa tira de lino pintado. ¿Un rollo de papel higiénico? Enseguida, cuentan, se improvisó una fiesta/bautizo de la obra. Y, en algún momento, Pollock emergió del dormitorio y, se abrió la bragueta y sacó su brocha gorda. Y, delante de todos, meó en la chimenea, sonriendo a ese chorreado de líquido amarillo y al dibujo que hacía sobre los troncos secos.
CUATRO Ahí está Rodríguez y ahí sigue Rodríguez, desde hace un rato y hasta que cierren el museo. Rodríguez llegó a Málaga para supervisar la filmación de uno de esos spots televisivo-estivales y cerveceros. Ya se sabe: vida mediterránea, buen rollito, livianos chicos guapos y chicas lindas ligeras de ropa y, sonando de fondo, si hay suerte, la que será la cancioncita del verano, a cargo de una bandita pop de voz finita y rimas nada agudas que podría llamarse El Cutter de Duchamp. Todo para ser visto y oído en YouTube por los jóvenes bárbaros de los países del Norte, quienes pronto llegarán aquí a comer y a tomar sol y a violar y a emborracharse y a dejar en las calles la firma de vómitos expresionistas y abstractos. Bienvenidos sean, a ellos les debemos todo lo que nos pagan, tiemblan los locales pero aguantan; porque a España ya no le queda otra que ser país de acogida; no de refugiados sino de turistas que financien los refugios de los españoles estampados contra la pared.
Aquí vienen. Ya se los oye en el horizonte.
Estampida.
CINCO La Gran Novela Americana Expresionista Abstracta es Barbazul de Kurt Vonnegut, quien llamó a Pollock “Jack El Salpicador”. Rodríguez la releyó en los trenes de ida y vuelta a/de Málaga y, allí, un pintor armenio cuenta que Pollock insistía en que “cuando estoy en mi pintura, no soy consciente de lo que hago”.
Hace ya tanto, Rodríguez fue consciente de que jamás podría perder la conciencia de ese modo. Y entonces fue ganado y atropellado por los cascos y pezuñas del hiper-consciente y siempre figurativo y maldito y pura superficie y superficial mundo publicitario. Con ese ánimo pisoteado y por los suelos, Rodríguez vuelve a casa. Y, oh, desde la planta baja oye los golpes de una maza contra un muro donde no colgaba ningún mural. Una pared donde, tan solo, estaban las invaluables y sin precio y sucesivas marcas y fechas a lápiz de la estatura de sus hijos, creciendo y creciendo, a lo largo y alto de los años, en el cada vez más retrospectivo museo de su vida donde todo cabe, donde sobra espacio vacío.
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