CONTRATAPA

El gol en contra de Blair

Robin Cook *

¿Quién habría vaticinado que el golpe final del 2003 al argumento del primer ministro británico Tony Blair en favor de la guerra sería asestado por Paul Bremer, que fue nombrado como jefe de la ocupación estadounidense precisamente por su tenacidad para mantenerse a tono con la línea? Sin embargo, su desmentido a la afirmación de Blair de que hay “masiva evidencia de un enorme sistema de laboratorios clandestinos” en Irak no pudo haber provenido de una fuente más impresionante.
Fue un buen golpe de gracia para un año en el que la guerra en Irak dominó el panorama político. No era eso, claro, lo que esperaban quienes nos metieron en ella. Recuerdo muy bien una conversación con un ministro del gabinete británico que apoyó el conflicto bélico. Decía que la impopularidad pasaría pronto, siempre y cuando concluyera rápidamente. Tony Blair tenía la misma confianza en que una victoria militar acabaría con la controversia sobre su decisión de secundar una guerra fabricada por Washington.
Por desgracia esa controversia persiguió al gobierno del Reino Unido durante todo el año. La guerra en Irak dominó 2003 y todavía es posible que se la recuerde como el asunto decisivo del segundo período gubernamental de Blair. Una encuesta reveló que Blair es el político que menos confianza inspira entre 30 candidatos. Esa posición lamentable en el ranking se debe sobre todo a la percepción de que le vendió al público información falsa sobre las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. Una vez perdida, la confianza es difícil de recuperar. Su ausencia ha infectado la credibilidad del gobierno.
El mayor daño político de la guerra en Irak es haber eclipsado totalmente la agenda de tremas nacionales. Existe un peligro real: el gobierno laborista que permaneció en el poder más tiempo que ningún otro en la historia, con la mayoría parlamentaria más grandes jamás logradas, puede no ser recordado en el futuro por un logro doméstico, cosa que en algún sentido sería injusta.
La virtual eliminación del desempleo juvenil y el firme progreso hacia la eliminación de la pobreza infantil son mejoras radicales. Pero pasan inadvertidas, en parte, porque todos los comentaristas se dan cuenta de que a los actuales ocupantes de Downing Street 10 liberar a Gran Bretaña de la pobreza no los emociona tanto como liberar a los iraquíes de Saddam Hussein.
Tony Blair no puede culpar a nadie más que a sí mismo de que Irak haya oscurecido sus éxitos más benignos. Existen dos razones principales por las que la controversia sobre la guerra no se desvaneció en todo el año, y ambas tienen su raíz en las justificaciones que el primer ministro dio para la invasión.
Se nos dijo que ocupar Irak sería una victoria en la guerra contra el terrorismo. Sin embargo, nueve meses después del derribo de la estatua de Saddam Hussein, Paul Bremer admitió que Al-Qaida y otras redes terroristas no eran toleradas en Irak antes de la ocupación, en tanto que ahora están detrás de los ataques cotidianos contra nuestras fuerzas.
Lejos de ser una victoria contra el terrorismo, la invasión de Irak ha sido un espectacular gol en contra, como advirtieron nuestros servicios de inteligencia al primer ministro con antelación a la operación bélica. Ahora tenemos un nuevo frente contra el terrorismo dentro de Irak, sin ningún indicio de que haya disminuido fuera de Irak.
También nos aseguraron, en una frase famosa, que teníamos que invadir Irak porque sus armas representaban un peligro verdadero y presente para los intereses británicos. La moción que el gobierno presentó a la Cámara de los Comunes al inicio de la guerra se refería a la necesidad de desmantelar las armas de destrucción masiva de Saddam. En ese extenso párrafo Blair ni siquiera mencionó la conveniencia de liberar al pueblo iraquí, tema que se convirtió en la racionalización oficial de la guerra ahora que nadie fue capaz de encontrar armas que desmantelar. No le basta al gobierno justificar la invasión de Irak con el argumento de que ahora sí se encontraron armas de destrucción masiva, pero en Libia. Parece que su nuevo alegato es que su estrategia era correcta. El pequeño detalle es que se equivocaron de país, y no debemos permitirles que se salgan por la tangente. Antes de la guerra se les preguntaba: ¿Por qué Irak? ¿Por qué se asignaba a Irak tan alta y urgente prioridad, si había muchos otros países en los que la evidencia de armas de destrucción masiva era mayor? Y de todos modos, la estrategia que dio resultado en Libia no fue la fuerza armada, sino el compromiso diplomático.
Bremer aseguró que no importaba si llegamos o no a encontrar armas de destrucción masiva: de todos modos hicieron lo correcto al invadir Irak, aunque se hayan equivocado de razones. Tampoco podemos permitirles esa salida. La doctrina que fundamentó la invasión fue la afirmación del presidente Bush de que existía un nuevo derecho a la guerra preventiva. A quienes reivindicaron el derecho a atacar a Irak para acabar con una amenaza inminente no debe permitírseles que ahora, cuando no pueden encontrar esa amenaza, digan que en realidad no importaba. Si no había amenaza, lógicamente no había derecho a la guerra preventiva.
Es indigno del primer ministro, y preocupante para la nación, seguir creyendo en una amenaza que resultó una fantasía. Tony Blair jamás recobrará su credibilidad si no deja de insistir en que él tiene razón justo cuando la gente sabe que no la tiene y cuando hasta sus aliados de Washington olvidaron la simulación de que Saddam era una amenaza.
Blair podría hacernos una promesa: que jamás volverá a comprometer tropas británicas en una agresión preventiva basada en algo tan impreciso como la información de inteligencia de una sola fuente.

* Ex secretario del Foreign Office y ex ministro británico de Relaciones con el Parlamento. Renunció la víspera de la guerra en Irak, en marzo de 2003. De The Independent. Especial para Página/12.

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