CONTRATAPA

Sobre reyes y tumbas

 Por Rodrigo Fresán

UNO Sépanlo: casi tres horas y media o 201 minutos o 12.060 segundos es el tiempo de nuestras vidas que no perdemos sino que ganamos al hundirnos en la más luminosa de las oscuridades para presenciar El retorno del rey, la triunfal conclusión de la trilogía El señor de los anillos, megapelícula dirigida por un tipo con inequívoco aspecto hobbit llamado Peter Jackson. Y la respuesta obvia a la pregunta rara de qué hace toda esa gente sollozando y emocionada en las butacas durante los últimos tramos de celuloide es la palabra épica. No sólo la épica de Frodo y su comunidad sino, también, la épica de Jackson & Co. que creó semejante maravilla con amor casi artesanal en Nueva Zelanda, tan lejos de la magia industrial de Hollywood y que ahora –casi siete años después del flechazo de salida– recibe su merecida recompensa más allá de premios y recaudaciones. Y, por supuesto, la épica de una vieja historia de buenos y malos donde el final feliz llega luego del esfuerzo y el heroísmo, lento pero puntual, justo a tiempo, justiciero y por justicia.
Dicen los especialistas que el obsesivo lingüista J. R. R. Tolkien se puso a escribir su saga para darle un paisaje y un sentido a todo un idioma que había creado en sus ratos libres, y, de paso, para dotar así a una Inglaterra huérfana de mitos (Tolkien consideraba al Ciclo Arturiano como un transparente e importado producto teutónico) de un folklore digno y lleno de espadas, hechiceros y brujos. Dicen que en las páginas de El señor de los anillos se hacen transparentes las sombras de Hitler y de Churchill y de la Segunda Guerra Mundial en la que Tolkien se encerraba a escribir las glorias de los guerreros de la Tierra Media. Tolkien no era amigo de esta simplificación cómoda de los críticos, y lo cierto es que eso de compaginar a soldados de Iowa desembarcando en Normandía con gráciles y mortales elfos de Rivendel luchando por el Abismo de Helm. Pero son detalles nimios, cuestiones que no tiene sentido discutir, tema para fans y que van al cine espada en mano y con los pies descalzos. Uno –el hombre común, el espectador inocente, el que se ha resignado a que difícilmente vaya a sucederle en su vida algo parecido– se emociona con El retorno del rey porque, sí, al final de la película los buenos ganan y –sucede sólo con los clásicos, con esa intransferible cualidad que hace a un hito de la literatura o del cine– es como si uno ganara un poco con ellos.

DOS Nuestra Tierra, claro, es otra cosa, vive otra época. El Beagle se ha perdido en algún cráter marciano, Irak no es una fiesta y esperemos que no pase nada raro con el Queen Mary II. Y en el Londres que alguna vez caminó Tolkien la cita ineludible es con la exposición El señor de los anillos en las tripas del Science Museum. Entrada cara, colas largas y hay que reservar plaza varios días antes si se quiere entrar ahí. Y tiene su gracia que en un museo dedicado a las maravillas del progreso humano –a hechos incontestables con los que se ha ido venciendo a siglos de supersticiones y rumor– el gran éxito tenga que ver con maleficios, monstruos y batallas. No importa, hay que ir lo mismo. Y lo cierto es que la muestra no ofrece mucho más de lo que ya se ha ido viendo en las casi patológicamente obsesivas y completas ediciones extended en DVD de La comunidad del anillo y Las dos torres (todo ese entre hipnótico y agobiante aparato documental de horas y horas donde los responsables de la magna empresa discuten con entusiasmo el trazado de una runa en el botón de una cota de malla de jinete de Rohan). Pero igual la cosa tiene su encanto: ver a todas esas personas contemplando la armadura de Boromir con la misma reverencia que se le dedica a una antigüedad verdaderamente antigua. Y lo mejor de todo, lo más gracioso: previo pago de tres libras te sacan una polaroid en falsa perspectiva junto a quien quieras donde sales tamaño hobbit o tamaño rey, da lo mismo. Porque –aquí y ahora lo entiendo– tal vez ahí resida el encanto inmemorial y eterno de El señor de los anillos: en esa demostración práctica de la teoría aquella que postula lo de la unión hace la fuerza con su héroe gastáltico de varias cabezas pero con una única e irrenunciable idea. Sí, la novela de Tolkien y la película de Jackson ofrecen la posibilidad cierta de sentirse protagonista. No importa quién o cómo seamos. Fuertes, delicados, viejos o petisos. Todos estamos invitados a la fiesta de esta guerra feliz.

TRES A la salida de la película o de la exposición, Aragorn y Gandalf miran fijo desde los flancos de esos autobuses rojos de doble planta tan mastodónticos como los nûmakil y la miseria de Carlos y el fantasma de Di ensucian las primeras planas de tabloides y scandal sheets. La realeza ya no es lo que era, está claro. Y lo que se proyecta ahora –a este lado de la pantalla que siempre nos separará de la Tierra Media– es un nuevo episodio del nada épico culebrón de los –se supone– degradados descendientes de aquellos épicos soberanos que lucharon y murieron para vencer a Saurón y a sus orcos. La histéricamente adorada Diana de Gales –más cerca de un tonto espectro que no descansa en paz creado por un bastardo de Shakespeare dedicado al periodismo del corazón que a la tan serena como temible belleza de Galadriel– se prepara para una nueva autopsia de sus últimos días. Se abre una investigación para postergarla y se sigue alimentando la hipótesis de un thriller más esperpéntico que épico –más Fleming que Tolkien– donde se barajan servicios secretos y láseres enceguecedores y otra parafernalia high-tech. Se exhibe una carta paranoica que acusa a un Carlitos que cualquier día de estos volverá a caerse del caballo ante los ojos de una preocupada Camilla mientras los hijos y sucesores pasean la sonrisa cómoda de quienes saben que jamás tendrán que trabajar en su vida, la princesa Ana paga 300 libras la sesión de psicoanálisis de su perro y la sufrida Elizabeth entra y sale de hospitales mientras crecen los rumores –el pueblo es malo y cruel– de que ya está olvidando las líneas de su papel en el primer acto de la obra de Alzheimer. Para los ingleses –está claro– la familia real (no confundir con la familia verdadera) es uno de esos efectos especiales que, de tan repetidos y repetitivos, ya no causa la menor gracia, ya no sorprende a nadie. Una cosa está clara, dentro de miles de años nadie escribirá libro, filmará película o dedicará exposición a las tristes vidas de estos reyes o a las piedras mudas de sus tumbas.

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