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Un calco

 Por Juan Sasturain

Son las doce de la noche y hace un minuto que el Chino Silva, con el penal decisivo, acaba de darle la Copa América a Chile. Y el partido –y el trámite y la definición: todos lo vimos– no fue otra cosa que un calco de la definición de la anterior Copa, un año atrás. Incluso con el mismo dato difícil de digerir pero a esta altura tan temido como confirmado: la defección en la instancia decisiva de nuestro pibe habitualmente salvador. Parece que, como todos, a veces él tampoco puede. Mañana podremos hilar más fino pero así, en líneas generales, se ve esta resolución, como un amargo simulcop, en perspectiva.

Pero dejemos de lado cuestiones tácticas o de nombres para ir a lo estrictamente sensorial. Pareciera que otra vez –más allá de los merecimientos: Argentina estuvo algo más cerca y quiso más– nos faltó algo nada fácil de definir que Chile, nuevamente, tuvo: cierta convicción y libertad interior que da el hecho de tener, aunque fueran los últimos campeones (seamos un poquito arbitrarios) “menos” que perder. Supongo que tiene que ver con el punto de partida y el punto de llegada. Y esos inevitables parámetros de expectativa relativa se establecen desde fuera de la cancha, a través de múltiples factores, aprietes, mediciones y preconceptos. Todos funestos.

Así, fue evidente y “natural” que Chile llegara a los penales con sensación de logro de un objetivo -secundario, pero objetivo al fin- y que Argentina lo sintiera como una frustración. De eso se trata cuando uno piensa en términos (inevitables pareciera, según la ideología imperante) de vida o muerte a partir del resultado. Casi lo diría en términos tragicómicos: el miedo a perder es más fuerte que la posibilidad de festejar el triunfo. En este sentido, el único ganador ha sido el miedo. El único adversario a derrotar -como siempre- es el miedo.

Me refiero al miedo a perder, que es el que alimenta (funestamente) el miedo a jugar: es el miedo a perder el que inhibe la frescura y entorpece piernas y razonamientos. Y ese miedo no se cura con resultados (penal más, penal menos) sino con actitud y disposición más libres.

Es obvio que los que entran a la cancha con la camiseta (y ni hablar del que se pone la Diez) están en el agujero del embudo en el que se concentra toda la presión multiplicada del miedo y el recelo colectivo de una sociedad que ha comprado alegremente y está pagando cara (psicológica, sociológicamente) una ideología salvaje de la competencia. Y no es por ahí.

Por eso, sin martirologios ni facturas, con la consabida pena por no haber ganado, claro está –porque somos visceralmente futboleros y nos duele todo– tras este calco en diferido démosle por una vez una oportunidad a la serena reflexión, y apostemos por la posibilidad de jugar mejor, sin miedo.

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