CONTRATAPA

Abrazados a Mickey

Por Sergio Ramírez*

La Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), que reúne a miles de profesores y especialistas de universidades de Estados Unidos, ha celebrado en Las Vegas su más reciente congreso en este mes de octubre, al que me ha tocado asistir para hablar en una de sus tres sesiones plenarias, junto con la escritora mexicana Elena Poniatowska y la argentina Luisa Valenzuela en las otras dos. Extraño lugar para un evento de tanta prosopopeya académica, comentan los participantes, que sin embargo acuden de manera furtiva a probar suerte en las tentadoras salas de juego, entre reunión y reunión.
La sede del congreso es el viejo y venerable hotel Riviera, si la palabra venerable fuese posible en esta atmósfera cargada de un pasado de ominosas leyendas de gánsters y fulleros, que empieza con el célebre Bugsy Siegal, quien en 1946 estableció en El Flamingo, otro hotel ya anciano, el primer casino. Un reinado en el desierto. Frank Sinatra tuvo un piso para sí solo en el Riviera, me dice con orgullo el barman, pero hoy el hotel lo que exhibe es su decrepitud.
Las gastadas alfombras de suntuosos arabescos son recorridas día y noche por matrimonios de la tercera edad, en shorts y vestimentas tropicales, entre los laberintos de tragamonedas y las mesas de póker y bacarat, bien bronceada la piel y poco conscientes de que la juventud, deidad huidiza como pocas, ha volado ya lejos de ellos con sus alas de cera. Uno de esos jugadores empedernidos es acercado a una de las máquinas por la esposa solícita, que empuja su silla de ruedas; las finas cánulas transparentes del alimentador de oxígeno adornan las narices del anciano.
El Riviera apaga sus glorias en el lado sur del boulevard Las Vegas, llamado también el strip, mientras hacia el norte del mismo bulevar se extiende la parafernalia de nuevos hoteles y casinos que hacen de esta ciudad salida de la nada un arquetipo singular de la cultura de Estados Unidos, meca del turismo que llega en incesantes oleadas de otros estados de la unión. Treinta millones de visitantes al año pagan sus vacaciones en esta Babilonia contemporánea del vicio y la diversión, para ver mundo sin salir del propio. Todo ha sido fabricado para copiar los monumentos y ambientes de otras latitudes, y la falsedad y la impostura son aquí la regla, en proporciones que no pueden sino causar asombro.
Apenas uno llega al aeropuerto de Las Vegas el espectáculo está ya allí ante la vista, y los oídos del viajero no dejarán ya nunca de escuchar los acordes electrónicos de las máquinas de juego trabajando día y noche para despertar ilusiones de riqueza instantánea en todos los que vienen desde Estados Unidos profundos, incautos y felices, a tentar a su propia suerte y, al mismo tiempo, a conocer ciudades exóticas y monumentos lejanos que este Disneyworld de adultos les pone a mano.
Todo es monstruosamente monumental. Los edificios de los hoteles, los centros de compras, los cabarets, los casinos siempre atestados cualquiera que sea la hora. Y todo es meticulosamente artificial. Cuando se camina por las aceras a lo largo del bulevar Las Vegas, los árboles están llenos de trinos de pájaros producidos por sintetizadores electrónicos. Las palmeras son falsas, y también los pinos, los boscajes. En el hotel La Isla del Tesoro cada tanto por las noches tiene lugar en sus predios una batalla naval con música de rock, entre barcos piratas surtos en las aguas de la ensenada fabricada para atracción de los turistas que se agolpan maravillados con sus cámaras a mano. Al lado, en el frontis del hotel Mirage, entre las frondas plásticas de una verdura tropical, estalla en llamas y fumarolas cada quince minutos un volcán, y más allá, en el hotel Bellagio, la grabación de la voz de Pavaroti hace danzar los chorros de una fuente luminosa que en el alarde más alto de una aria, alcanzan la altura del rascacielos. Pero eso no es nada. Al hotel Venecia se llega atravesando el puente del Rialto, y ya adentro, las góndolas negras recorren el Gran Canal, mientras los gondoleros elevan sus canciones para deleite de las parejas que hacen el paseo pasando bajo los balcones cerrados. En uno de los restaurantes de los locales vecinos, cuando uno pide una mesa escucha preguntar a la muchacha encargada de acomodar a los comensales: “¿Prefiere una con vista al Gran Canal?”. La gracia es que todos se sientan convencidos de que en verdad se hallan en Venecia gozando del esplendor de un día luminoso, porque, además, las bóvedas de todo este escenario cerrado están pintadas de nubes en cielo azul.
Una de las perlas de este kitsch ejemplar es el Ceasar Palace, que reproduce los esplendores y la gloria de la Roma imperial, el coliseo incluido, donde se celebran los matches de boxeo organizados por Don King, y si no está siempre allí actuando Celine Dion. Se camina sobre pisos pavimentados de mármol en el centro de compras, y los corredores confluyen en la Fontana de Trevi, o en la Piazza Navona. Solamente el Vaticano se ha salvado de tener aquí su copia fiel, ya imagino la réplica de la plaza de San Pedro atestada de jugadores ávidos, bajo la mirada vigilante de los 12 apóstoles.
Otra perla es el hotel París donde la torre Eiffel, la Opera, y el Arco de Triunfo, en parecido tamaño al original, han sido colocados en estrecha vecindad, como quien arrumba muebles suntuosos en una sala demasiado pequeña. Y todo el mundo se siente feliz y bien pagado de pasear por entre estos escenarios de utilería.
Regresarán a casa a mostrar en fotos a los amigos y parientes el mundo deslumbrante que vieron aquí, en copia que colma sus sueños. Se han fotografiado en la fuente de Neptuno, hecha de silicón, como quien lo hace abrazado a Mickey Mouse, o han subido a la cúspide de la torre Eiffel.
¿Qué más se puede desear?

* Escritor nicaragüense. Autor de Sombras nada más y Adiós muchachos, entre otras novelas. De La Jornada de México. Especial para Página/12.

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