CONTRATAPA

Los platos rotos

 Por Sandra Russo

Hace un año y medio, cenando en el Patio Bullrich después del cine, miré a mi alrededor y me pregunté cuántos de esos señores y señoras bien vestidos que uno acostumbraba a ver ahí estaban verdaderamente a salvo, y a cuántos les sobrevolaban cartas documento, quiebras, despidos propios o ajenos. Encontré esa pregunta en una nota que se llamaba “Rehenes del mercado”. Eran tiempos en los que la Argentina zozobraba, como siempre, ante la ninfomanía de los mercados. Me imaginaba, en aquella nota, un futuro mediato en el que ese Patio, epicentro de la burguesía porteña, vería llegar a sus habitués con los mismos pilotines de Burberry`s comprados seguramente en Londres, pero ya raídos y gastados por el uso. Me imaginaba las vidrieras que en ese entonces ofrecían sacos a quinientos pesos (que eran quinientos dólares), desabastecidas. Me imaginaba lamparitas quemadas y nunca recambiadas, paredes despintadas y nunca vueltas a pintar. Entreveía decadencia incluso allí donde aparentemente todo todavía florecía, incluso allí donde anidaban, en sus ratos de ocio, los que todavía estaban agarrados al tren de la prosperidad. Muchos estaban agarrados con los dientes.
En aquel tiempo, todavía, cada uno parecía hacerse cargo de su éxito o su fracaso personal. En aquel tiempo, todavía, deambulaba por el sentido común argentino cierta noción de que el éxito coronaba las buenas ideas, los emprendimientos audaces o la tenacidad empedernida, y que el fracaso castigaba las dudas, la falta de preparación, la inoperancia. ¿Qué raro, no? Porque, después de todo, la Argentina nunca fue un país que premiara ni el talento ni el esfuerzo. Esa fue, también, una ilusión importada de otros lugares en los que “tú puedes” era y sigue siendo una canción de guerra adrenalínica que puede ser cantada por madres de cachetes rosados y por padres aficionados al béisbol, porque al parecer sólo es cuestión de tesón, de perseverancia, de garra: quien recoja ese guante puede tener con todo derecho la expectativa de triunfar.
“La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de triunfar”, escribió en l936 F. Scott Fitzgerald, ese cronista impecable del menemismo norteamericano de los Años Locos, ya con el peso de su derrumbe sobre los hombros, ya con el crack del ‘30 sobre su ánimo quebrado. Después de haber encarnado los excesos de una generación que conoció muy temprano las mieles corrosivas del éxito, sobrevino el crack de la Bolsa y a Fitzgerald le sobrevino su propio cruck-up: con esa expresión que puede designar la quiebra de una empresa, el derrumbe de un imperio o los síntomas de una depresión nerviosa, el novelista tituló esos tres artículos que en l936 sólo la revista Esquire se dignó a publicarle. En ellos hizo un pormenorizado e implacable retrato de un alma destruida: su cuerpo también estaba corroído. Moriría cinco años más tarde, a los 44 años.
En su juventud, y con todo derecho, el talento de Fitzgerald y el suceso de su primera novela, A este lado del paraíso, lo había catapultado a la cima de alguna parte. Allí se quedó casi veinte años, y después cayó. Nunca tomó su fracaso como algo más que personal. Su época y su país les tendió a sus protagonistas la trampa del individualismo como promesa pero también como anteojera: ni el crack les hizo cuestionar el sistema. Y si no era el sistema el que fallaba, fallaban ellos. “¡La grieta está en mí!”, le gritó un día a un amigo que lo llamó para darle aliento y le sugirió que tal vez la grieta no estuviera en él sino en el Gran Cañón, o sea en el afuera, en el orden de cosas que había estallado.
“¡La grieta está en mí!”, puede que piensen hoy, en la Argentina, miles de quebrados económica o anímicamente. La grieta se hunde en el pecho de hombres y mujeres de toda condición, aquellos con el lomo endurecido por sucesivos cimbronazos, y otros que recién hoy están viviendo partidos al medio, otros que hace un año y medio, sin ir más lejos, enfrentaban lalluvia con sus pilotines de Burberry`s y quizá se sintieran a salvo. Claro que saben, porque no son zonzos, que el afuera, o sea este escenario, este laberinto, esta ratonera que hoy es la Argentina, les está bloqueando sus mejores ideas y sus mejores rasgos, pero en el fondo de cada uno sigue tomando forma aquel equívoco en el que fuimos criados: “La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía ante la inteligencia y el esfuerzo”, escribió Fitzgerald, sorprendido de su propio derrumbe. Algo así nos dijeron: nos informaron mal.
Hoy, en ese hambre de justicia que les retuerce el estómago a millones, este tema ocupa, creo, una parte importante. No se agota el reclamo en la justicia de los tribunales, sino que se extiende a la creencia de la Justicia como un orden ligeramente abstracto pero solvente, que garantice que la inteligencia y el esfuerzo son útiles para algo. Si hay determinadas virtudes que una sociedad no premia, deberá conformarse con el puro defecto de la apatía o la violencia.
En esas páginas del Crack-up, ese Fitzgerald derrotado se compara con un plato cuarteado, de esos que todavía no se tiran pero que sólo sirven para poner las galletitas que uno se lleva a la cama de noche, y que se esconden cuando vienen visitas. Muchos de nosotros nos sentimos hoy como platos agrietados, de segunda selección. Por la grieta, lo que se escurre es la capacidad que, según el escritor norteamericano, define a la inteligencia de primera clase: “Ver que las cosas son irremediables y al mismo tiempo estar decidido a hacer que sean de otro modo”. Ninguna frase mejor para explorar este estado de tensa vigilia argentina, sostenida por hombres y mujeres agrietados: “Ver que las cosas son irremediables, y al mismo tiempo estar decidido a hacer que sean de otro modo”.

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