CONTRATAPA

Cabeza de avestruz

 Por Eduardo Fabregat

Basta leer y releer con atención todo lo sucedido en las últimas dos semanas para llegar a una conclusión por lo menos triste: a 60 días del incendio, lo que dejó Cromañón es un carnaval de la mentira, una estrategia de embarrar la cancha llenándose la boca con pedidos de justicia y palabras que llevan a callejones cada vez más oscuros. Los abogados curten su oficio y los indagados clonan el discurso cambiando de muñequitos según el bando: “La seguridad era él”. “El control lo tenían ellos.” “No, no, control no es lo mismo que seguridad.” “Cromañón era Chabán y aquél era el jefe de seguridad.” “Relacionista público, no jefe de seguridad. Relacionista público.” Y así.
La única manera de dilucidar todo lo que pasó para que hubiera un Cromañón es contarlo y hacerse cargo de la parte de responsabilidad que a cada uno le toca. Pero ninguno de los implicados está dispuesto a un acto que sería a la vez arrepentimiento y grandeza, un verdadero espíritu de honrar la memoria de 193 muertos. Hoy, la causa Cromañón es otro ejemplo del juego turbio que caracteriza tantos casos judiciales de la historia reciente. Fue el otro. Fue nadie.
Hace ya algunos años, una banda argentina de rock recibió una curiosa visita. En la puerta de su sala de ensayo apareció un grupo de pibes que tenía una propuesta: “Loco, queremos hacerles el aguante, seguirlos a todas partes, juntar a los pibes en colectivos, poner las banderas, armarles la movida”. La resonancia con los modos del fútbol y la convicción de que no necesitaba un “aguante” que empezara ofreciendo gente, siguiera pidiendo entradas de favor y terminara exigiendo que tocaran tal o cual tema o se pudría todo, hizo que la banda declinara la oferta.
A Callejeros los seguían Los Invisibles, El Fondo No Fisura y La Familia Piojosa, uno de cuyos integrantes aseguró en 2004 que arreglaba “personalmente” con el manager Diego Argañaraz las banderas y las medidas de bengalas que iban a llevar a Obras Sanitarias.
Antes de tocar en un lugar, incluso el mismo día del show en la prueba de sonido, los músicos tienen a la vista el local vacío, la puerta de emergencia ante sus ojos, el lugar por donde ingresará la gente, el VIP, hasta una mediasombra colgada. Si se quiere mirar.
Omar Chabán es un personaje, en el mejor de los casos, pintoresco. En el peor, uno de esos “empresarios” que, si dicen “hubo un incendio pero está todo bien, el techo es de material ignífugo, entran 4 mil personas, está todo habilitado”, más vale ir a mirar urgentemente los papeles. Si se quiere mirar.
En uno de los allanamientos realizados la semana pasada, apareció nada menos que una caja de bengalas. Pero Raúl Villarreal asegura que esas bengalas “no eran de Cromañón”, y eso es todo. La pirotecnia aparece por obra y gracia del espíritu santo; la llave de la puerta era de Mario Díaz, éste hacía esto y aquél hacía lo otro, nosotros no hacíamos nada malo y a los pibes los mató la corrupción.
Resulta llamativo que en toda esta danza de nombres sigan sin aparecer los dueños de las firmas estampadas en las habilitaciones del gobierno y de Bomberos. Explicar por qué República Cromañón estuvo habilitado desde mayo a noviembre sin mayores objeciones es también un paso imprescindible para llegar a la verdad.
La mejor manera de advertir la superpoblación de un local es desde arriba de un escenario. La mejor manera de evitarla es no vender ni una entrada más de lo que el sentido común, no sólo la cifra oficial, aconseja. Pero eso hace descender la recaudación. Y al cabo, los pibes nunca se quejan de estar tan amontonados y hasta reclaman en la puerta que los dejen entrar aunque el lugar esté hasta la manija. Y así las boleterías siguen expendiendo, y no por orden del dueño del local sino del representante del grupo. Un centenar más de entradas, o dos, o tres, nunca vienen mal.
Cuando se comienza de abajo, queda bien cancherear para la tribuna que la independencia está ante todo, que nunca se va a hablar con periodistas que no sean “del palo”, que no se va a tocar en tal lugar porque el control del show queda en manos ajenas. Después se firma un contrato con una empresa –Pelo Music, que hoy ve subir y subir la facturación de discos de Callejeros–, después sucede una desgracia y se guarda silencio durante 55 días, y el silencio se rompe sólo cuando está armada la estrategia.
Los careos entre Villarreal, Diego Argañaraz y Lorenzo Bussi terminan en cruces de insultos y acusaciones que nada agregan al esclarecimiento de 193 muertes. Pase lo que pase, Chabán ya está en el horno. Valijas de Ezeiza mediante, el plebiscito del gobierno hace la plancha. Patricio Fontanet aprovecha una marcha en Villa Celina para volver a recalcar que señalar responsabilidades de Callejeros es una injusticia.
Resulta asombroso el culto a la cabeza de avestruz, la argentinada de tirar todo bajo la alfombra y seguir tribuneando, la actitud de no aceptar los propios errores, por incapacidad o por cálculo de abogados hablando al oído. Cromañón es hoy una jungla en la que todos harán lo que sea necesario para hundir al otro y quedar brillando de tan limpitos. En nombre de la justicia.

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