CONTRATAPA

La cicatriz ajena

 Por José Pablo Feinmann

A Discépolo, con el primer peronismo, le vino, inesperada, la esperanza que nunca había tenido. Sus tangos eran meditaciones existenciales (“Qué Vachaché” se escribe dos años antes que otro texto sombrío de la década, no un tango, pero no por eso menos sombrío: Ser y Tiempo, la ontología existenciaria de Heidegger alimentada por las desesperanzas de la República de Weimar) y esas meditaciones llevaban a socavones sin retorno: “Tres esperanzas tuve en mi vida/ Dos me engañaron y otra murió”. Lo engañó la vida, lo engañó el amor, se le murió la madre. (En estos tangos que prefiguraban el país enajenado de los treinta, la “madre” bien puede ser interpretada como la “patria”.) Se ha dicho que el peronismo mató al tango. No está mal. Si el tango nace como rezongo algo pendenciero, algo machista, algo misógino, claramente pesimista, nada impide pensar que, en Discépolo al menos, el rezongo se vuelve alegría, luminosidad. Desaparecido el malhumor existencial, muere el tango de las quejas y los corazones despedazados. Es historia conocida que Discépolo accede a la radio en un contexto antidemocrático. El peronismo tenía las radios. El antiperonismo, no. Después fue exactamente al revés. Pero no vale, aquí, ahora, detenernos en esto. Cierto es que Discépolo alimenta su esperanza y la proclama en un esquema comunicacional autoritario. Pecó de ingenuo o no. Como sea, lo que dijo durante esas jornadas de 1951 constituye un raro poema a la esperanza. La luz que en el corazón de un hombre sensible abre la equidad social. Uno no sabe si tiene ganas de discutir si el país que Discépolo veía en sus charlas radiales era “real” o era el que él quería ver. Como fuese, hoy, a mí, a muchos, nos gustaría ver ese país. Lo creemos posible. Utópico pero atrapable, a la mano. Lo podemos agarrar si queremos, lo podemos hacer. ¿Qué sistema de producción lo posibilitará? ¿Qué régimen de la Tierra? ¿Qué sistema distributivo? No creo que Discépolo nos diga qué sistema de producción. Creo que sabía, y muy bien, que hablaba desde un gobierno que, por esos días, acababa de acceder a la más justa distribución del ingreso en la Argentina. No había democracia. Los que se quejaban tampoco habrían de darla. Entre tanto las certezas de Discépolo se cristalizaban en figuras muy concretas, algo inocentes, esas cosas que sacuden el corazón de los poetas, no de los economistas ni de los duros revolucionarios, pero que tienen la consistencia de poder verse, de estar ahí, a la vista. A Discépolo le conmovían los umbrales. Antes se apiñaban ahí los mendigos. Ahora, otra vez, se los apropiaban los novios. Le conmovía la ausencia del hambre. Y esta ausencia tenía, para él, música. Le decía: “El chamamé de la buena digestión”.
Con todo respeto por este vate que transitó de la desesperación a la fe y al que la fe le costó la vida por las injurias de quienes lo odiaron, citaremos algunos de sus textos. Que no deberán leerse, sería otra injuria para un escritor tan expresivo, tan talentoso, desde la vieja, deshilachada antinomia entre peronistas y antiperonistas. El que habla es un humanista, un tipo que sufre el dolor y el hambre de los otros. Y se alegra cuando no los ve. Si Ernesto Guevara decía que la cualidad más noble de un revolucionario era sentir como propia cualquier injusticia cometida en cualquier lugar del mundo, todos sabemos, por Manzi, que Discépolo fue, siempre, de aquellos escasos (cada vez más escasos, ya casi inexistentes) seres que sienten como propia la cicatriz ajena.
De esta forma, este poeta a quien vengo de exponer en las clases de un curso con el respeto con que lo haría con Góngora, con Machado o con Neruda nos dice a los argentinos de hoy: “Los mendigos... ¿están? ¿Vos ves los mendigos? Sobre las calles se desató una correntada, el arroyo de la dignidad, y esa correntada se los llevó, pero no se los llevó para ahogarlos. Llegaron a la costa limpitos, peinados con la raya al medio, cantando no el huainito de la limosna, sino el chamamé de la buena digestión (...) El mendigo era en este país una vergonzosa institución nacional. Porque había gente que, así como unos hacen tangos, pañoletas o mandados... ellos hacían pobres. ¡Fabricaban pobres! Y los pobres se te aparecían en los atrios de las iglesias, en las escaleras de los subtes, en la puerta de tu propia casa, famélicos y decepcionados. ¿Y ahora los ves? ¡No los ves! ¿Y eso no te conmueve? Ahora las manos se extienden, no para pedir limosna sino para saber si llueve. Acordate cuando volvías a tu casa, de madrugada, y descubrías en los umbrales, amontonados contra sí mismos, a los pordioseros de Buenos Aires. Ahora la exclusividad de los umbrales han vuelto a tenerla a los novios”. (¿No sería una buena idea una edición de los textos de Discépolo ilustrados con los geniales dibujos de Calé? ¿No se ven los personajes de Calé en una frase como “limpitos, peinados con la raya al medio?”).
Discépolo hasta abandona la geografía del tango que tempranamente alimentó sus poemas. No quiere más barrios pobres. Hasta tal punto no quiere pobreza, que se despega de las quejas y del pintoresquismo tangueros. Se acabó “Pompeya y más allá la inundación”. “La esquina del herrero, barro y pampa”. Discépolo, entre el barro y el portland, elige el portland. Dice: “¿Cómo? ¿Que a vos te gustaba más aquello? Puede ser que te gustase como elemento pintoresco, pero no como medio de tu propia vida. El suburbio de antes era lindo para leerlo, pero no para vivirlo. Porque a mí no me vas a contar que preferías el charco a la vereda prolija y que te resultaba más entretenido el barro que el portland (...) Claro, vos sólo conocías tu casa confortable y tenías acerca del barrio una idea general y poética. Vos nunca te habías metido en el laberinto del inquilinato, en la prosa infamante de aquellas cuevas con la fila de los piletones, el corso de las cucarachas viajeras y las gentes apiladas no como personas sino como cosas. Vos sólo conocías el barrio de los tangos, cuando los tocaba una orquesta vestida de smoking. Por eso no puede conmoverte como a mí este desfile de las casitas dignas, que hacen flamear la banderola roja de un techo, el trapo verde y fragante de los jardines cuidados. Yo te digo: ‘¡Se acabaron los conventillos!’ Y ésta, que es una noticia preciosa y tremenda, te resbala. Claro, no lo sabías. ¡Nunca se te ocurrió pensar en los otros!”. Este país de los primeros años cincuenta, este país de Calé y de Discépolo, fue aniquilado por la dictadura criminal y por el peronismo devastador de los noventa. De aquí que será otro escritor (otro al que le importó la cicatriz ajena, que pensó “en los otros”) el que habría de pintar ese aniquilamiento. ¿Cómo se veía, desde Rodolfo Walsh (escritor no peronista pero hermanado a Discépolo en la lucha por la dignidad de la vida), en 1977, en pleno aniquilamiento, “el desfile de las casitas dignas, el trapo verde y fragante de los jardines cuidados”? Así: “Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convierte en una villa miseria de diez millones de habitantes. Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subterráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes sólo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo” (Walsh, Carta a la Junta). Y ya que estamos con el portland, con el pavimento, algo tiene Pepe Mugica que decir sobre esto. En una noche hermosa (hermosa, sobre todo, para mí, porque tenía el honor de escucharlo a él y aprender de él), este veterano luchador social, cargado de años y de cárceles, este ministro agrario del gobierno socialista uruguayo, me dijo: “Antes queríamos cambiar el mundo, ahora queremos asfaltar algunas calles”. Y el que no entienda que hoy, en esta América latina hundida en el hambre por la alianza entre los financistas internacionales y los corruptos de cada uno de nuestros países, esta consigna es hondamente revolucionaria, que se haga a un lado por un tiempito y empiece a pensar de nuevo. Porque, si como quiere Mugica, volvemos a pavimentar las calles, sacaremos del barro a los nuevos mendigos y, felices, porque nos importa el dolor de los otros, la cicatriz ajena, los veremos caminar hacia el horizonte, paseando otra vez por el asfalto de la dignidad. Como quería Discépolo.

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