CONTRATAPA

Bajo el sol del veinticirco

 Por Leonardo Moledo

El 25 de mayo amaneció lluvioso. Don Diego de Azcárate se despertó y comprobó que era tarde. Se vistió a las apuradas y salió corriendo para el Cabildo, donde se unió a la multitud, que soportaba mal la lluvia.
–Qué barbaridad –le comentó a su vecino de manifestación–, ¡justo hoy tenía que llover! La Plaza Mayor se estaba convirtiendo lentamente en un barrial.
–¿Me hace un lugar bajo el paraguas? –le preguntó a uno de los concurrentes.
–Cómo no –dijo el otro, y le hizo sitio bajo el paraguas–. Soy don Martín Alcalde –se presentó.
–Y yo don Diego de Azcárate.
–La verdad, no sé qué es lo que estamos haciendo aquí. Hoy escuché que la gente se agolpaba frente al Cabildo y me vine. Pero la verdad es que esta semana de mayo me tiene harto. Ya no hay tertulia en casa de Tomás O’Gorman y Anita Perichon, ni siquiera hubo función en La Ranchería. ¿A usted le parece?
–Las revoluciones son así –sentenció Don Diego–. No hay diversiones, ni corridas de toros, ni teatro, ni nada.
–Sólo manifestaciones y reuniones políticas –se lamentó Martín Alcalde.
–Lo que pasa es que el pueblo quiere saber de qué se trata.
–¿Qué dice? –preguntó don Martín. No se oía nada porque el ruido de la lluvia sobre la recova era infernal.
–¡Empanadas, mazamorra! –pasó voceando una mulata, mientras cruzaban la Plaza el aguatero, el farolero y dos negras lavanderas que venían del río con las sábanas en la cabeza.
–Deme una empanada –dijo don Diego.
–Deme dos –dijo don Martín.
–Estas empanadas están completamente mojadas –don Diego escupió la pulpa masticada–. La verdad es que se está perdiendo la tradición de la cocina criolla.
–Es que esta revolución está bien organizada, pero el catering es desastroso.
–Sí –dijo don Martín–, yo estuve en las invasiones inglesas, que son un antecedente de esta revolución de mayo, y se comía mucho mejor, créame. Lo malo es que sobró tanto aceite que en casa estamos comiendo frituras desde hace cuatro años.
La multitud aumentaba lentamente. Pasó el plumerero, pasó el escobero, pasó un buhonero con su bolsa al cuello, pasó un negrito totalmente desnudo y completamente embarrado, tarareando un candombe, pasó un pastelero, pasó un soldado del Regimiento de Patricios, pasó otro soldado del Regimiento de Arribeños, pasó un mulato del Regimiento de Pardos y Morenos, pasaron French y Beruti, caminando al unísono, como un solo hombre. Tenían en la mano escarapelas que clavaban en el cuerpo de los desprevenidos vecinos con un golpe seco.
–¡Ayyyyyy!!!!!!!!!! –gritó Don Martín arrancándose la escarapela–, ¿qué es esta porquería?
–Es la escarapela nacional –contestó Don Diego, horrorizado ante la blasfemia– o mejor dicho, todavía no lo es, pero lo va a ser...
–¡Son los colores de los Borbones! –dijo Beruti– ¡Viva nuestro amado rey Fernando VII!
–¿Nuestro amado rey? –se asombró don Martín–, ¿no es que somos medio republicanos?
–Shhhhhhhh.... –le dijo French–, es la máscara de Fernando: la cosa es así. Nosotros, los patriotas, decimos que en realidad queremos al rey, pero no queremos al rey, lo decimos pero no lo pensamos, y apenas se descuiden, declaramos la independencia.
–¿La independencia? –se espantó don Martín–, ¿no es muy pronto?
–Espere hasta el 9 de julio de 1816 y ya va a ver –dijeron French y Beruti con tono misterioso.
Pero don Martín seguía pensando en la máscara de Fernando –... un poco hipócrita, me parece.
–Es un ardid –dijeron French y Beruti–. Pero qué quiere. La política es así. Si no le gusta mentir, dedíquese a otra cosa.
–Me dedico a otra cosa –dijo don Martín–. Importo esclavos del Brasil.
–Yo contrabandeo telas –dijo don Diego.
–Esas son profesiones honorables, y no la política –dijo don Martín.
–Ya vemos –dijeron French y Beruti.
Pero algo estaba pasando en el balcón del Cabildo. Una figura borrosa por la lluvia se asomaba y trataba de calmar al pueblo.
–¿Y ese quién es?
–Me parece que es Moreno..., no, es Saavedra. Lo reconozco por los galones militares.
Saavedra estaba diciendo algo.
–¿Qué dice? –preguntó don Martín–. No se oye nada. ¡Qué lástima que todavía no se haya inventado el micrófono!
Don Diego aguzaba el oído.
–Me parece que dice algo así como que “las huevas están muy duras”.
–¡Las huevas están muy duras, las huevas están muy duras! –gritó la multitud.
–¡Maduras! ¡Brevas! –se desgañitó Saavedra desde el balcón, tratando de salvar su imagen para la historia.
–¡Maduras! ¡Brevas! –aulló la multitud– ¡Abajo el Virrey!
Y en ese momento, un regimiento de morochos irrumpió en la Plaza cantando a la libertad.
–¡El sol del veinticirco viene asomando!
–¿Pero cómo el sol? –dijo don Martín– ¡Si está lloviendo!
Pero ya era tarde. Por la puerta del Cabildo salía la Primera Junta, y a su alrededor la gente cantaba: ¡El sol del veinticirco! ¡El sol del veinticirco!
La jornada revolucionaria había terminado: Don Diego se quedó vivando a la Junta con el firme propósito de permanecer ahí hasta el 9 de julio, pero don Martín regresó a su casa a comer una tortilla à la revolución de mayo, frita con el aceite de las invasiones inglesas.

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