CONTRATAPA

Equivocaciones

 Por Juan Gelman

Se emplea mucho en EE.UU. la expresión “self-hating Jew”, es decir, “judío que se odia a sí mismo”, y el rabino Michael Lerner relata (Los Angeles Times, 28-4-02) que todos los días recibe cartas, e-mails y llamados telefónicos angustiados de miembros de su congregación y de otros a quienes se les ha estampado esa etiqueta. “¿Por qué? .-se pregunta–. Unicamente porque cuestionaron la política de Israel hacia los palestinos.” Agrega que muchos rabinos y profesionales le han dicho que temen perder el trabajo si expresan sus dudas sobre esa política y más si apoyan explícitamente los llamados a terminar la ocupación de los territorios palestinos.
La expresión es en realidad de origen alemán –judischer Selbsthaas y significa lo mismo– y se acuñó hace más de un siglo en la Viena del imperio austro-húngaro para motejar a los judíos que renegaban de sus raíces y pretendían asimilarse a la cultura y la lengua germanas dominantes. Isaac Bashevish Singer pintó en sus cuentos a los judíos que querían volverse “gentiles, y gentiles alemanes”. En el periódico sionista de Bohemia Selbstwehr se leía en 1910 que, “cuando se oye hablar a esos judíos de sus correligionarios, uno podría creerse en el mejor de los círculos antisemitas”. Un chiste que, con la aparición del sionismo, circulaba entre judíos vieneses por entonces decía: “Dos mil años esperando un Estado judío y justo me tiene que tocar a mí”. Gershom Scholem precisó que “sólo unas pocas de las mejores mentes de los judíos germano-parlantes no sucumbieron a la tentación de pertenecer a Alemania” y enumera: Freud, Kafka, Benjamin. Reflexiona: “No sé si estos hombres se hubieran sentido en casa en la tierra de Israel. Lo dudo mucho. En verdad venían de lugares extranjeros y lo sabían”.
Hannah Arendt advierte que hoy es difícil entender esos problemas “en especial porque es muy tentador malinterpretarlos y desecharlos como mera reacción a un ambiente antisemita y, por lo tanto, como una manifestación de odio a sí mismo”. Se trataría, entonces, de un fenómeno propio de una sociedad determinada en un momento histórico determinado, aunque en la entrada “self-hating Jew” de una llamada “Enciclopedia de la Paz” se afirma que “quizá comenzó con los judíos que eligieron quedarse en Babilonia en vez de regresar a Jerusalén bajo el liderazgo de Nehemías”. El tiempo ha traído otras explicaciones, sobre todo psicológicas, que últimamente vienen muy politizadas.
En The Anti-Zionist Complex (1982) el suizo Jacques Givet afirma que mientras “los antisionistas moderados pueden invocar la naturaleza universal del judaísmo”, los “compañeros de ruta de la OLP”, en cambio, “ilustran una forma de autonegación y autohumillación que se encuentra con frecuencia entre las minorías perseguidas... En suma, la ignorancia histórica y la excesiva simplificación son tan características del antisionista extremo como la tortuosidad psicológica lo es del moderado”. Emanuel A. Winston, columnista de Middle East, introduce la biología para elucidar “por qué un judío buscaría métodos para empujar a su nación al abismo” –es decir, por qué pretende el cese de la ocupación de territorios palestino, la creación de un Estado palestino, la paz con los palestinos– y encuentra que tal vez, cada tanto, “algún gene errático produce un pequeño niño torcido que se convierte en un pequeño adulto torcido y enfermo”. El periodista ruso Boris Shusteff, que emigró a los EE.UU. en 1989, no oculta ni una sola pata de su sota: estima que los “progresistas” del país que critican las políticas de Israel ocultan siempre “un escondido intento subconsciente de huir de su judeidad... Dicen que son israelíes y que, por lo tanto, no se debe establecer una diferencia entre los israelíes judíos y los israelíes árabes. No quieren un Estado judío, quieren un Estado democrático; si pudieran elegir, elegirían un Estado democrático”. O sea, Israel no es democrático. El calificativo “self-hating Jew” pretende cerrar la boca a los israelíes y a los judíos del mundo entero que no comulgan con el “Israel políticamente correcto” y despierta algunas perplejidades. No se endilga a los ultraortodoxos que desconocen al Estado de Israel que los mantiene porque no es obra del Mesías. No al israelí que asesinó a Rabin. Tampoco a los militares israelíes que, entre muerte y muerte, saquearon y robaron en Jenin o defecaron y orinaron en los pasillos y hasta en una fotocopiadora del Ministerio de Cultura palestino en Ramallah. Menos todavía a los colonos israelíes que en marzo último pusieron una bomba en el patio de una escuela palestina de Tsur Baher, Jerusalén Este, hiriendo a siete niños y a un maestro. No. El calificativo sólo se propina, por ejemplo, a los 60.000 israelíes que el sábado 11 de mayo exigieron en Tel Aviv el fin de la ocupación y la existencia de un Estado palestino. O a los reservistas “refuzniks” que se niegan a servir en los territorios ocupados para no ser cómplices del empeño de “dominar, expulsar, hambrear y humillar a todo un pueblo”. O a los judíos de la comunidad del rabino Lerner que se han unido .-son sus palabras– “porque no queremos permitir que nuestra cultura y nuestra religión pierdan su mensaje profético de generosidad, compasión y desprendimiento”, y porque sienten “un especial orgullo en ser parte de un pueblo que ha insistido en la posibilidad de ‘tikkun’, una palabra hebrea que expresa la creencia de que el mundo puede ser fundamentalmente reformado y transformado”. ¿Por qué a ellos, visto que Sharon y la derecha israelí .-desde Sabra y Shatila, y aun antes– violan sistemáticamente el muy hebreo sexto mandamiento, “No matarás”? ¿El calificativo “self-hating Jew” se estará equivocando de sujeto?

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