CONTRATAPA

Zona Cero

 Por Rodrigo Fresán
Desde Nueva York

UNO“Ir o no ir a la Zona Cero”, ésa era la cuestión, en eso pensaba la perfecta mañana del martes pasado mientras mi avión, afortunadamente, descendía a la velocidad correcta y en el sitio indicado. La última vez que yo había estado en Nueva York había tenido tiempo y lugar durante esas extrañas semanas de finales del 2000 cuando nadie sabía quién sería el próximo presidente de los Estados Unidos por más que las elecciones ya hubieran tenido voz y voto. Recuerden: papeletas mariposa, incertidumbres varias y el Gran Imperio apareciendo a los ojos del mundo con súbitos modales modelo república bananera. Después, casi enseguida, septiembre del 2001, todo cambió para siempre y ahí estaba yo, varios años después, preguntándome si era correcto, si estaba bien, ir a visitar un agujero en el que alguna vez se habían alzado dos torres muy altas.

DOS Un par de días más tarde –entrando y saliendo de los salones y auditorios tomados pacífica y reflexivamente por el segundo congreso PEN World Voices– yo seguía preguntándome lo mismo: ir o no ir. Eufórica y meditante aglomeración de escritores de todas partes del mundo bajo el estandarte/leitmotiv de Fe y Razón como entidades amigas o enemigas, quién sabe. Invocación de fantasmas vivísimos como los de Juan Rulfo y Roberto Bolaño y cercanía en carne y hueso de nombres como E. L. Doctorow y Salman Rushdie y Margaret Atwood y Martin Amis. Este último publicaba en simultáneo, en el último número de The New Yorker, un adelanto de House of Meetings. Un tan estremecedor como terrorífico y terrorista relato titulado “The Last Days of Muhammad Atta” donde Amis imagina y esclarece ese misterio sin solución de lo que hizo en Portland el 10 de septiembre del 2001, uno de los suicidas voladores. Lean: “Existen muchos testimonios, incompletos, de lo que es morir lentamente. Pero no hay información en cuanto a lo que significa morir repentina y violentamente. Somos muy gentiles cuando describimos esas muertes como instantáneas. ‘Los pasajeros murieron instantáneamente.’ ¿De verdad? Tal vez alguna gente pueda hacerlo, pueda morir en el acto... American 11 se estrelló contra una de las torres a las 8.46.40. El cuerpo de Muhammad Atta ya estaba más allá de toda cura a las 8.46.41, pero su mente, su presencia, necesitaba tiempo para desactivarse a sí misma... Aun mientras su carne se freía y su sangre hervía, había vida besando las puntas de sus dedos. Entonces su vida resonó como un eco, y terminó”. Ir o no ir.

TRES Luego de leer un artículo en The New York Times sobre Living With War, el nuevo disco del conservador y republicano Neil Young –pero todo tiene su límite y “si destituimos a Bush en realidad les estaremos haciendo un gran favor a los republicanos porque podrán presentarse a las próximas elecciones con algo de orgullo”–, un aviso a doble página me hizo pensar si ésa no sería la solución a mi dilema zonacerístico. Allí se anunciaba el estreno de United 93, película sobre lo ocurrido el 11 de septiembre en aquel otro avión que acabó estrellándose en las afueras de Shankville, Pennsylvania, luego de que sus pasajeros se alzaran contra sus captores. La película –escrita y dirigida por Paul Greengrass, actores desconocidos, espasmódica cámara verité, tiempo real– se había convertido en tema polémico. ¿Filmar o no filmar? ¿Estamos listos para films sobre este tema? ¿Tiene sentido trasladar al celuloide tanta tristeza y tanto dolor y tanta desesperada valentía? ¿Equivale ese “Let’s roll” del pasajero Todd Beamer –pronunciado sin la estridencia sloganera que en su momento le inspiró a Neil Young una canción oportunista y poco oportuna– a un “Siempre tendremos París” o “Francamente me importa un cuerno” o “Hasta la vista, baby” o cualquier otro de esos mantras hollywoodenses? La crítica alababa la factura de United 93 pero cuestionaba sus motivaciones. “United 93 inspira piedad y provoca terror. ¿Pero catarsis? Todavía estoy esperándola”, escribía uno. “¿Necesitamos ver esto? No. ¿Resulta beneficioso comprender, ante United 93, que no hay diferencia alguna entre aquellos que murieron y nosotros a la hora de sentir miedo y coraje? Sí.” Y en realidad –primera sesión, mediodía– yo no fui a ver United 93 sino a ver norteamericanos viendo United 93. Me senté en la última fila y los vi ponerse de pie frente a la pantalla y gritar y llorar y un tipo en la fila de adelante estuvo toda la película aferrando el respaldo de la butaca de adelante. Y la película es buena. Y da miedo. Y la oscuridad es más oscura durante su proyección. Y salí pensando en que no iba a ir a la Zona Cero, que ya era suficiente. Y las primeras planas de los diarios anunciaban que un paracaidista que intentaba lanzarse del Empire State –presto a cumplir 75 años– había sido detenido justo antes de saltar. Y ya nadie se acordaba de King Kong.

CUATRO La mañana del sábado era soleada e ideal para salir a marchar contra Bush. Un amigo me decía que todo el tiempo hay manifestaciones de éstas y después volvió a pedirme disculpas –no fue el único en los cinco días que pasé en la ciudad– por haberle fallado al mundo impidiendo la reelección del tipo. Padres e hijos, novios y novias, veteranos de Vietnam y pancartas donde se leían cosas como “Detengan la enfermedad del cowboy loco”, “Fermez la Bush”, “En el fondo lo saben: el tipo está loco”, “Detengan la tortura: Saquen a Bush de nuestros televisores”, “Que alguien se la chupe a este tipo (así lo destituimos)” y –créanlo o no– “Algún día tu nieto te preguntará quién fue Maradona”. En las veredas, en los callejones, latinos e inmigrantes y sin papeles ya preparaban los carteles para la gran marcha del 1º de mayo. Pero, supongo, ése era otro tema, y muchos de los que estaban ahora no estarían entonces.

CINCO Y esto es lo que sucedió esa noche: fui a la fiesta de la revista The Believer y luego fui a la fiesta de la revista N+1 –publicaciones literarias que se aman y se detestan con pasión de Montescos y Capuletos– y no pasaban taxis y me perdí y de pronto allí estaba y ahí estaba yo: resplandor de reflectores casi radiactivo, una vibración ectoplasmática, un olor raro y un agujero como hecho por un dedo de gigante o por la huella digital de algún ovni. Cementerio de cuerpos volatilizados. Dimensión desconocida. Zona Cero. Guardé un minuto de silencio y seguí caminando en busca de un taxi pensando, con cierta vergüenza, en que al día siguiente tenía que tomar un avión de regreso a casa.

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