CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA

Falucho Burgos en la París

 Por Juan Sasturain

La tecnología termina por cargarse todo o –en realidad– por cagarse en todo. Fíjese si no el caso de los fotógrafos de la rambla de la Bristol. Yo tenía un amigo, Carlos Alberto Lucero –“Foto Cacho”, para la historia– que laburó treinta años en el veredón. En aquella época los fotógrafos andaban con la cámara colgada al cuello y un bastidor con muestras de su laburo, fotos blanco y negro o coloreadas, a veces con personajes famosos, jugadores de fútbol con bigotito, algún cantor irreconocible en malla... Y de noche el fogonazo de los flashes, incluso el magnesio –no sé si se acuerda– que hacía ¡pof! Ahora ése es prácticamente un oficio perdido, como el de los fotógrafos de plaza. Son personajes, como dice el mismo Cacho, “en vías de extinción” y dignos del Animal Channel.

En realidad quedan unos pocos de muestra, pero los turistas en lugar de hacerse sacar fotos por ellos se las sacan con ellos, los usan como parte de paisaje, como los lobos de piedra o el portero de la puerta del Casino. Claro que algunos de los veteranos sobrevivientes parecen hechos de piedra o de madera vieja, carcomida por el mar, todavía con el sombrerito blanco y el nombre bordado adelante: “Foto Tito”, “Foto Rubén”. “Absolutamente impresentables”, como dice Cacho, que se la banca todavía con un ambulante de garrapiñadas. Pero queda lo dicho: los recagó la tecnología.

Claro que no siempre. Al principio, la novedad los benefició. Cuando aparecieron las polaroids, esas cámaras que te daban la foto en el momento, como en las cabinas para sacarse fotos carnet, que fue lo primero, los muchachos de la rambla durante un tiempo la juntaron con pala: los turistas, hartos de que los curraran o de sospechar de que los currarían con el verso del pago adelantado y la entrega de las copias en el hotel que nunca se producía, confiaban más en esa imagen inmediata. Claro que las polaroids eran más caras y no eran fotos buenas. Uno apretaba y al ratito la máquina escupía la imagen, iba saliendo, se coloreaba. Pero para mí –y en eso coincido con Cacho– no eran fotos-fotos, era como un jueguito, como los seamonkeys o el tamagochi... Y fue el comienzo del final. Esas mierdas de las cámaras digitales los terminaron de matar. Hoy cualquiera se saca sus propias fotos. Y así salen, claro.

Con la música pasa algo parecido. Ahora ya no hay que ir a escuchar a un lugar, sino que la gente, los pendejos sobre todo, se la traen puesta. Y para música en vivo están los espontáneos –que de espontáneos no deben tener un carajo esos mafiosos– que se instalan todas las noches en las escalinatas y ahí le dan y le dan, te guste o no. Después pasan la gorra y hacen la diferencia. Son rebusques y no digo que esté mal, pero hay cosas lindas que se han perdido en ese sentido.

Antes, en la punta de la recova de la rambla del Casino que da a la Popular, estaba la Confitería París. Toda una institución. De ahí, cosa que mucha gente no sabe, salió el negro Falucho Burgos, el salsero famoso. En principio, la que recaló en la confitería fue la vieja, Rosa Burgos, que laburaba de ayudante en la cocina y el bar. Distribuía los ingredientes de a puñado por platito, hacía licuados, servía las bochitas de helado de dos gustos, esas boludeces. Y fue ella la que le consiguió el primer laburo al pibe, que por entonces se pasaba todo el día haciendo huevo en Punta Iglesia, apostando en carreras de ida y vuelta a Gancia contra algún porteño engrupido; porque el negrito tenía su lomo y era buen nadador. La cuestión es que el primer trabajo estival de Falucho fue en la París y por gestión de su vieja, que de ese modo y de paso lo vigilaba. De martes a domingos, a las siete de la tarde el pibe se sacaba la arena de las ojotas y se ponía una chaqueta borravino para atender las mesas llenas de turistas gasoleros.

La París ofrecía diariamente en su pequeño escenario una serie de módicas atracciones, un elenco estable al que se sumaban ocasionales artistas de segunda categoría de paso por la ciudad que, tras dar la cara en Canal Ocho y la voz a LU9, se hacían unos pesos en vivo en la París para empatar los números del verano. Entre las formaciones regulares que ocupaban diariamente el escenario de la París estaba la jazz de Armando Blumetti con su crooner Dick Perry, un petiso de bigotitos y voz minúscula. El sobrio Blumetti cultivaba sin énfasis un repertorio de ramos generales sólo limitado por los géneros que no tocaba; el tango, patrimonio del dúo Confalonieri y D’Ecquarta, bandoneón y guitarra que hacían milongas a mil, persiguiéndose como perro y gato; y el tropical, especialidad de Los Cocoteros. Estos movedizos morochos transitaban con entusiasmo la senda abierta por los innovadores Wawancó y alternaban ritmos limpios y machacones contiguos a la cumbia aún no importada con el desparpajo intencionado de “El manotón”, “Cachito no rompas los coquitos” y otras sutilezas. Sonaban bien.

El dueño –no de la confitería pero sí de la gestión del espectáculo que albergaba– era un oficial sobreviviente del “Graff Spee”, el inolvidable “Herr” Beer Mayer. El alemán, distanciado de sus compañeros agrupados desde el desembarco en la cercana Confitería Munich por cuestiones del momento (político), se había independizado, primero para convertirse en un excéntrico musical conocido como “El silbador leporino” y luego como promotor y representante de inmejorables berretadas.

Fue “Herr” Beer el primero en vislumbrar las aptitudes artísticas de Falucho la noche que descubrió que a Los Cocoteros les faltaba un paradójico negro para darle color y credibilidad. Así que le cambió al jovencísimo Falucho el saco por la camisa floreada, le dio un par de vainas de porotos secos para que hiciera “percusión espontánea”, según dijo, y le hizo repetir los coros que ya el joven mozo sabía de memoria de escuchar el repertorio todas las noches. Y ahí empezó todo.

Porque de algún modo todo lo que vino después, hasta el éxito del pibe que lo llevaría a tocar con Tito Puente, arranca de esa noche en que agitando los porotos secos y moviendo la cintura Falucho se sumó desde un costado al célebre estribillo: Colón, Colón... y su hijo Cristobalito. El cambio de chaqueta por camisa tropical y el hecho de trepar esos diez centímetros de escalón que le permitieron subir al escenario fueron gestos definitivos para un vuelco en su vida.

A lo que iba: todo eso hoy no hubiera sido posible con tanto cambio tecnológico. No sé si me explico.

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