CONTRATAPA

Yo, argentino

 Por Sandra Russo

Sí, Héctor Febres se mordió la lengua, como tituló este diario. Y se calló para siempre. Su muerte no apenó a nadie. Pero su cadáver azul habló desde el jueves, cuando la pericia constató que la ingesta de cianuro fue la causa de la muerte. Lo que dice el cadáver de Febres es lo que ya se sabe desde que desapareció Julio López. No sólo se trata de viejos represores y torturadores que tienen más de setenta años y han hecho de la justicia tardía una justicia injusta, domiciliaria, demasiado cómoda para las aberraciones de las que fueron ideólogos y responsables. No sólo se trata de otros presos, como Febres, que increíblemente gozan de una acolchada estadía en lugares muy diferentes de aquellos en los que purgan sus condenas o esperan sus sentencias miles y miles de infelices. Estos están detenidos en sus antiguos lugares de trabajo. De trabajo de lesa humanidad. Pero no se trata sólo de ellos.

Hay muchos otros que pusieron dedicación y esmero en las tareas que les encomendaron. Esos que tenían la misma edad que los detenidos-desaparecidos. Jóvenes militares y policías adiestrados como perros para olfatear al zurdo y aniquilarlo. Más, mucho más que una generación de oficiales y suboficiales de las fuerzas de seguridad que metió las manos en la mierda. Los que se beneficiaron con la obediencia debida, esa figura inconcebible que alguna vez esta sociedad aceptó impávida.

Si hasta cuando al principio de su mandato Kirchner protagonizó aquel incidente del cuadro de Bignone, que le ordenó sacar al general Bendini, hubo quienes se lamentaron porque, dijeron, ¿hay necesidad de humillarlos?

No, no hay ninguna necesidad de humillar a nadie. De lo que hay necesidad, y urgente, es de poner en caja estos dos hechos vinculados a los juicios que se están llevando a cabo treinta años después. Treinta años después, en nombre del terrorismo de Estado de los ’70, hay quienes siguen matando.

Escribí ya en este mismo espacio unas cuantas veces sobre López, y sobre la vergonzosa percepción de que esa desaparición le interesó apenas a la gente vinculada con los derechos humanos. La sociedad no se apropió de esa desaparición escandalosa, el castigo por el juicio a Etchecolatz. La reacción general frente a la desaparición de López fue la misma que acompañó las desapariciones masivas de los ’70. La figura del desaparecido hace planear la idea de que desapareció solo. Hay un discurso instalado sobre los desaparecidos. ¿Pero qué sabemos de los desaparecedores?

Nada. Y ellos parece que no están dispuestos a que se sepa más. Nadie sabe qué habría dicho Febres en la audiencia inminente, en la que iba a ser condenado. Pero su muerte activa la idea de una circunstancia nueva: ya ni siquiera los más recalcitrantes pueden hablar de los dos demonios. Estarían obligados a mencionar por lo menos tres. Alguien hizo morir a Febres como murieron algunos guerrilleros. Alguien o algunos que ya experimentaron la diabólica sensación de tener un pulgar que indique la vida o la muerte de otros.

Es absurdo que sobre una situación de semejante gravedad política, del único que se esperan respuestas es del Gobierno, que fue uno de los impulsores de estos juicios. ¿Qué dice la oposición sobre la desaparición de López y la muerte con cianuro de Febres? ¿Qué diagnóstico hace la oposición sobre esta escena, en la que es evidente que hay asesinos sueltos? ¿Qué dicen ahora los que ayer nomás decían que al pasado hay que dejarlo atrás, para tomar envión hacia adelante? Ahora que es evidente que eso es una estupidez que sólo pueden sostener los estúpidos.

Se secuestra. Se mata. Las bacterias sobrevivientes de aquella pesadilla han comenzado a resistir. ¿Otra vez se creerá que por algo habrá sido? ¿Otra vez tendremos que recordar aquel poema de Brecht del que estamos todos hartos? Primero a ellos, después a los otros, después a mí, ya era tarde. Y sin embargo, ésa y no otra fue la actitud general frente a la desaparición de López. Un viejo que iba a ser testigo clave en un juicio contra otro viejo que asesinó y mató a mansalva. O yo estoy loca, o esto es una película en la que somos extras. No se habla de estos temas en las sobremesas ni en la televisión ni en los ascensores ni en los bares.

El trauma social es tan grande, que en cierto imaginario colectivo esta desaparición y esta muerte de hombres involucrados en diferentes bandos de los ’70 son el hilo sobrante de las otras desapariciones y muertes. Forma parte. Y esto, en el fondo, creen muchos, pasa por haberse metido a revolver el pasado.

Estos hechos, por otra parte y sin embargo, lavan el escenario de aquella década. No sólo no hubo guerra sino tampoco un equivalente de sadismo y crueldad entre los represores y sus víctimas. Esto que están haciendo es lo que hicieron siempre. Lo único que saben hacer. Su arte atroz es matar por la espalda.

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