CULTURA › SYLVIA IPARRAGUIRRE HABLA DE “EL PAIS DEL VIENTO”, SU NUEVO LIBRO DE RELATOS

“En la Patagonia queda cierto salvajismo”

La autora de “La tierra del fuego” y “Una biografía del fin del mundo” asegura que en el sur profundo de la Argentina encuentra el mismo espíritu de aventura que la sedujo de pequeña, cuando leía a Herman Melville, Joseph Conrad, Jack London y Mark Twain.

Por Angel Berlanga

“Creo que con El país del viento cierro un ciclo”, dice Sylvia Iparraguirre respecto de su última obra, un libro que reúne nueve cuentos que despliegan relatos situados “desde el principio de los tiempos” hasta 1995, en distintos lugares de la Patagonia, desde Neuquén al Cabo de Hornos, desde Malvinas a Colonia Gaiman, en Chubut. Cinco años atrás, esta escritora y lingüista nacida en Junín, provincia de Buenos Aires, abrió ese ciclo con La tierra del fuego (una novela que cuenta acerca del indio yámana Jemmy Button, quien fue llevado a Londres por Fitz Roy como curiosidad y/o experimento). “En el medio escribí Una biografía del fin del mundo, una especie de ensayo socio-histórico periodístico que se publicó en el 2002, el año de la debacle”, explica, y anticipa que en estos días trabaja en simultáneo en los tramos definitivos de dos nuevas novelas.
–¿Por qué la Patagonia?
–Se reúnen varias cosas en torno a la Patagonia, a por qué ese llamado a escribir sobre ese territorio. En principio tiene que ver con mis lecturas de adolescente: fui una devoradora de libros de aventuras marítimas. Siempre me gustaron, de hecho el primer libro que leí fue Robinson Crusoe. Leí mucho a Melville, Conrad, Jack London, Mark Twain, autores que trazaron como una frontera, con humor, con una especie de desparpajo. Al mismo tiempo siempre me atrajo la literatura del siglo XIX, los grandes viajes, los lugares exóticos. Y luego está la atracción enorme que ejerce la Patagonia; no hablo de turismo, naturalmente, sino de un espacio en el que todavía se conserva cierto salvajismo en el viento, en la soledad, que permite imaginar lo que tiene que haber sido 150 años atrás, cuando llegaron los pioneros, los buscadores de oro, los que naufragaron allí. Y sobre todo las etnias, los grupos humanos que vivieron allí desde hace 13.000 años o más. Cuando me crucé con la historia de Jemmy Button entraron a funcionar las afinidades con ese lugar. He ido muchas veces al sur, conozco muy bien la costa, la meseta santacruceña, los lagos, los glaciares, el Beagle; cruzar el Estrecho de Magallanes es una experiencia increíble. Son cosas que tienen un fuerte magnetismo.
–Personajes muy distintos y con mucha potencia.
–A fines del siglo XIX hubo un remolino de gente muy heterogénea, buscadores de barcos, tipos como Popper, que quiso hacer su propio país ahí adentro. Y el encuentro tan traumático entre los cazadores de focas y los balleneros, gente muy bestial, y los indígenas. Los ingleses, y todos los intereses geopolíticos que confluyeron en la lucha de los imperios. Y las intenciones de evangelización. Todo eso hizo que en un período de treinta años los grupos étnicos prácticamente desaparecieran. Es una especie de laboratorio sociológico, etnográfico.
–¿Qué reúne a los cuentos de El país del viento, más allá de la pertenencia al territorio?
–Luego de investigar y escribir los dos primeros libros sobre la Patagonia entré muy en profundidad: hay mil libros para hacer, muchos personajes e historias. Cuando me puse a escribir los primeros cuentos las anécdotas venían solas, porque leí muchísimo de la zona, y se dieron estos cruces de contextos reales con personajes de ficción. Algunas historias tienen que ver directamente con sucesos, como “En el sur del mundo”; otras con conjeturas, como “El Boheme”: supuestamente a fines del siglo XIX las compañías hacían hundir los barcos para cobrar el seguro y cambiar por otro a vapor. Cada uno de los cuentos tiene que ver con un entorno real, pero también con la literatura, deudas con viejos amores: “24 kilos de oro” tiene que ver con Mark Twain: mientras lo escribía me hablaba al oído. Es un escritor al que siempre vuelvo, me produce un gran placer.
–¿Qué narradores de la Patagonia rescata?
–Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson, naturalmente. Hay muchísima gente que escribe sobre la Patagonia allí mismo, libros que acá casi no tienen circulación. En Tierra del Fuego hay dos o tres sellos editoriales que publican cuentos, relatos históricos...
–¿Qué repercusiones tuvieron sus libros allí?
–Son lectores estupendos. La tierra del fuego fue declarada de interés provincial en Ushuauaia, y en Comodoro Rivadavia está como libro de texto en los colegios. La gente de allá tiene el paisaje delante, y entonces siente que el libro le habla muy directamente. Estoy feliz cuando voy a presentar un libro al sur. También se dieron cosas bastante particulares: cuando presenté la novela en Ushuauaia el jefe de una comunidad descendiente de onas, Rafael Maldonado, me mandó a pedir el libro. Me pareció hermoso: sentí como que la Tierra del Fuego aceptaba la historia.
–¿El país del viento es un libro pensado para lectores jóvenes?
–Son cuentos. Yo no me propuse un lector de determinada edad cuando los escribí. Creo que un adolescente, o un preadolescente, está disponible para leer todo lo que caiga en sus manos, y no necesariamente “juvenil”. Por ahí tienen la suerte de agarrar un Dostoievski, un Arlt, y les va a hacer muy bien. Sin hacer ningún tipo de comparación demencial, en colecciones juveniles leí a autores enormes. No necesariamente “tiene que ser” una literatura para un lector de equis años. Estos cuentos tienen una forma clásica, son anecdóticos: hay una cuestión de características formales que viene dada por el ámbito que el cuento recorta.
–La editorial lo ubicó en una colección juvenil.
–Sí, está allí. Ellos hacen una cosa que me parece correctísima: lo acercan al polimodal, a chicos en el último año del colegio. Me llamaron del Nacional Buenos Aires, del Lenguas Vivas, colegios a los que les interesa que vaya a charlar con los chicos. Pero una cosa no excluye a la otra, al contrario: me encanta el lector joven, porque está desprejuiciado. Son jueces bastante duros.
–¿Qué diferencias encuentra entre estos lectores jóvenes y usted cuando tenía esa edad?
–Se nota que pasó mucha agua bajo el puente. Mucha cultura audiovisual, cierta modificación del tiempo, que es mucho más veloz ahora. Cuando tenía esa edad yo vivía en un pueblo muy tranquilo de la provincia de Buenos Aires, y todo era más acotado. Tuve la suerte de tener una biblioteca muy grande y muy linda, la de mis abuelos, cuando tenía doce o trece años: era una lectora muy voraz y los libros ocupaban casi todo el espacio de lo imaginario. No teníamos TV, y cuando la tuvimos eran pocos canales. En los chicos de ahora veo cierta dispersión y mescolanza, literatura mezclada con otros géneros. También el tema de internet... Hay como una urgencia cotidiana. De todas formas, así como hoy también hay lectores formidables, en mi época tampoco era habitual que alguien leyera muchísimo.
–¿Cómo observa que va evolucionando su obra?
–Es difícil de contestar, porque trabajo en cosas simultáneas. Mientras escribí este libro venía trayendo desde hace tiempo dos nouvelles que están interrelacionadas, y tal vez formen parte de una trilogía, con temas que no tienen nada que ver ni con el sur ni con lo histórico. Son novelas urbanas y pertenecen a otro tipo de experiencia. Una de ellas transcurre en los ‘90, en la ciudad de Buenos Aires, y la otra en un pueblo de la provincia. Estas escrituras convivieron con las de los libros del sur, así que no sé qué explicación dar respecto a mi obra... Tal vez alguien de afuera pueda dar una mirada. Con El país del viento se cerró un ciclo: me quedaban cosas por contar, aparecieron estas historias y las conté.
–¿Y en qué punto están esas nuevas novelas?
–Ya están en un grado de definición, y ahora estoy completamente de cabeza en estas historias que tienen que ver, tal vez, con mi primer libro, con cosas que a mí me resultan atractivas: la relación entre elpueblo y la ciudad, enorme, anónima. Tal vez porque soy provinciana y tengo todavía registros de cuando me vine a Buenos Aires. Tal vez haya un hilo conductor, pero el escritor es el menos indicado para poder decirlo.

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“A fines del siglo XIX, en la Patagonia hubo un remolino de gente muy heterogénea”, dice Iparraguirre.
 
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