CULTURA › UN LIBRO-HOMENAJE DE ANALISIS SOBRE LA OBRA DEL ESCRITOR OSVALDO BAYER

“Sigo siendo fiel a la idea de rebeldía”

Mientras trabaja en su segunda novela, el autor de La Patagonia Rebelde y de Rainer y Minou habla del primer volumen de estudios sobre su obra, realizado por un grupo de historiadores y profesores universitarios que destacan su honestidad intelectual.

Por Angel Berlanga

Me llenó de emoción: eso responde cuando le preguntan por Osvaldo Bayer, miradas sobre su obra, el libro de ensayos editado por el Centro Cultural de la Cooperación. A través de ocho enfoques de historiadores, sociólogos y profesores universitarios resulta que él, que pasó buena parte de su vida dedicado a investigar y analizar, a contar cosas sobre los otros, ahora se encuentra con que el objeto de estudio esta vez son sus trabajos y sus ideas. Los autores, coordinados por el historiador Miguel Mazzeo, coinciden en destacar en la trayectoria de Bayer la coherencia, la originalidad, la agudeza y el compromiso con las causas populares. “Es un hueso duro de roer. Sin él sería más fácil olvidar. Hacerse una historia a medida y cambiar de canal”, escribió Osvaldo Soriano en este diario en 1993, en un artículo al que tituló Bayer, el último rebelde. Aquellas palabras tienen hoy mucha más vigencia que entonces.
Las miradas a las que refiere el título están puestas especialmente en la valía literaria de su obra de no ficción, en su rol como historiador, en sus aportes a la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la UBA (fue fundador y titular hasta 2000) y en su primera novela, Rainer y Minou, publicada en 2001. Tal como señala Mazzeo (ver recuadro), se trata de la apertura de un camino que todavía podrá ensancharse mucho más, porque en este libro no se encara el análisis, por ejemplo, de la tarea periodística de Bayer, o de su faceta como guionista cinematográfico. El autor de La Patagonia rebelde trabaja ahora en su segunda novela, La serena. “Estoy muy agradecido a Mazzeo y a sus compañeros por haber hecho nada menos que un libro sobre mis ideas, mis escritos y mi paso por la Universidad como docente”, dice Bayer.
–¿Qué le develó el libro sobre usted mismo?
–Un montón de cosas. Siento ahora que mis temas sirven para la discusión y por eso voy a seguir con el mismo estilo. Y, principalmente, para eliminar todo pesimismo sobre la lucha. La defensa de los ideales éticos sirve para ir subiendo peldaños hacia ese cielo que no existe, pero que nos esperará siempre. Me gustó mucho el recuerdo de mis años como docente en la Facultad de Filosofía; yo fui, por ejemplo, el primer profesor que haya dirigido una asamblea estudiantil por pedido de los estudiantes en posiciones internas muy difíciles.
–¿Qué más destaca de su paso por la facultad? ¿Volverá, extraña?
–Tuve que abandonarla por una enfermedad grave y prolongada. Ahí sentí que llegaba al fin de todo: no escuchar las voces estudiantiles, no pasear nunca más por los pasillos. No poder poner más la cuota de poesía que solía agregar a la cátedra. No gozar de esos viernes a la noche con discusiones que eran interminables esperanzas. Después de cinco años la salud me respondió de nuevo. Pero dije: el futuro para los jóvenes; ellos tienen derecho también a exponer sus ideas docentes. Y me retiré. Aunque los actuales docentes de la cátedra me permiten de vez en cuando volver, y hablar de utopías.
–¿La historia la escriben los que ganan? Cinco años atrás, en una entrevista, Félix Luna contestó que sí.
–Sí, la historia la escriben los que ganan, pero no para siempre. Ya ha entrado en discusión un capítulo vergonzoso y terrible de los argentinos: el genocidio indígena. Roca, hoy el gran héroe de militares, estancieros y del sistema que nos ha llevado a esta actualidad, ya es discutido. Sus monumentos tienen la palabra genocida pintada por el pueblo. Es el que ganó con la bala y la tortura y además se quedó con el vuelto de la tierra. Para no hablar de sus leyes represivas contra la libertad del hombre. Pero ya falta poco para que lo bajen del caballo de bronce.
–¿De qué trata su segunda novela?
–Es sobre las décadas del ‘60 y del ‘70: la muerte en las calles argentinas, mis experiencias de aquellos años. Mis discusiones políticas con queridos amigos que fueron asesinados. Y las mujeres como protagonistas de un camino revolucionario que terminó en el genocidio más brutal de la historia. La serena es una historia de sacrificios, generosidades y equivocaciones, de amor, mucho amor, y de penas sin consuelo.
–La alusión a la rebeldía aparece, al menos, en los títulos de un par de sus libros. ¿Esa palabra signa su obra?
–Heredé la rebeldía de mi abuelo Josef Georg Payr, que no aguantó más la vida capitalista ordenada y se convirtió en un vagabundo desafiando todas las reglas que marcaba la sociedad de aquellos tiempos, y los de siempre. Hace poco visité su tumba en el cementerio de Schwaz, en el Tirol del Norte, y me emocioné y comencé a aplaudirlo en medio del silencio del cementerio. Un hombre que hubiera podido gozar de lujos y buena vida murió en una estación de ferrocarril. Y bien, en el período difícil que me tocó vivir tuve que aguantar castigos de la sociedad argentina y sí, reaccioné con rebeldía. Primero, cuando era marinero timonel fui el único del vapor “Madrid” que hizo la huelga de 1950; las autoridades peronistas me desembarcaron y me impidieron volver al timón para siempre. En el servicio militar estuve castigado 16 meses por negarme a cumplir órdenes absurdas. Abandoné la Facultad de Filosofía porque no aguantaba más la organización fascista estudiantil, el CEU, del peronismo, que comandaba el asesino Cesarsky, y me fui a estudiar a Alemania. Fui expulsado de la Patagonia por la Gendarmería por publicar en Esquel el diario La Chispa. Estuve preso en la cárcel de mujeres, durante 62 días, por proponer que se quitara el nombre del genocida coronel Rauch a la ciudad bonaerense, y se le pusiera el nombre de su matador, el ranquel Arbolito. Por La Patagonia rebelde fui condenado a muerte por la Triple A en tiempos de Isabelita, y tuve que exiliarme. Mi primer libro, Severino, fue prohibido nada menos que por el presidente Lastiri (un inútil consumado). Los otros libros fueron quemados durante la dictadura por “Dios, Patria y Hogar”; a cargo de eso estaba el teniente coronel Gorleri, que luego fue ascendido por Alfonsín a general. Y cuando volví no firmé ninguna carta a La Nación, como lo han hecho Marcos Aguinis y otros escritores. Yo creo que los verdaderos rebeldes fueron Teresa Rodríguez, Santillán y Kosteki y las queridas Madres de Plaza de Mayo. En un mundo egoísta y cruel proclamo la palabra rebeldía para, a través de ese no darse por vencido, ir delineando el camino al paraíso de la humanidad. Y sí, los personajes de mi obra son rebeldes: los huelguistas de la Patagonia o el anarquista Severino, por ejemplo.
–Además de su abuelo, también su padre influyó mucho en su ideología.
–A mi padre le debo toda mi formación. Cuanto tenía ocho años me regaló Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, el libro pacifista por excelencia; nunca jamás lo olvidé, y allí aprendí lo irracional de las armas y los uniformes. A los 14 años me regaló el Werther de Goethe, donde aprendí lo que es el amor entre los seres humanos, y a sentir el dolor de los que sufren. Mi padre era un sabio reservado y silencioso; yo percibía el cariño en su mirada. Era generoso con los pobres. Y un admirador del pensamiento humano. Cuando salió mi primer artículo periodístico me besó en la frente. Y yo vuelvo a sentir ese beso cada vez que termino de escribir un nuevo libro.

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“Extraño la facultad, ese clima, las discusiones que implicaban interminables esperanzas.”
 
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