CULTURA › INTELECTUALES EN UNA EXPERIENCIA NOVEDOSA DE TV

El desafío de pensar sin el helecho en el medio del set

Desde agosto, Horacio González, Rodolfo Fogwill, Alberto Laiseca, Germán García, Sergio Pángaro y Dalmiro Sáenz, entre otros, protagonizarán los programas que cambiarán el canal municipal Ciudad Abierta con un objetivo mayor: poner en jaque la figura del intelectual. Mariano Cohn y Gastón Duprat apuestan a una pantalla de formatos chicos, ácidos e insólitos.

 Por Julián Gorodischer

“Me gustaría este sistema en la facultad”, dice el tipo con la pasión del novato. Le proponen este juego: dirigirse a cámara en una clase magistral que abandona todas las reglas del statu quo académico. Horacio González habla sobre la ciudad y sus escritores, pero luego se desmiente en un segundo plano de sí mismo (por truquito de la edición). Dice y se contradice en extraño desdoblamiento que lo fuerza a un diálogo o un debate consigo mismo: en pantalla hay dos Horacio González. ¡El sueño de Narciso!: la polémica sin salir del cuerpo para que todo quede bajo la misma piel. En el marco de un programa cultural “alternativo”, el tipo prueba a hacer TV para el debut de El Helecho (sin mesa redonda, ni fondo negro, ni plantita detrás), una idea de la dupla Mariano Cohn y Gastón Duprat que, junto con otros diez ciclos de media hora, renovarán a partir de agosto el continuado de imágenes urbanas del canal Ciudad Abierta, del gobierno porteño. Sólo un reparo: “¡No al borde del ridículo!”.
Para un backstage, González se suma al equipo de intelectuales y escritores que coquetean con la tele: se sumergen en un lenguaje que desconocían, se parodian pero “con complicidad” (los convencen), para hablarse a sí mismos detrás del helecho, o subirse al taxi del ex gordo Liberosky (en El Tachero) o autobiografiarse sin límite de elogio en el ciclo Yo-yo, que incluye un mensajito testamentario desde el más allá.
Ahora, en la grabación de El Helecho, el psicoanalista Germán García pregunta si hay maquillador para no salir tan blanco como se vio en un cultural-cultural, con helecho de veras, en el programa de Torcuato Di Tella de Canal 7. El Helecho los obliga a confrontarse a sí mismos en su peor momento, con la cámara encima, improvisando, en ese minuto en el que podrían destruirse con la seguridad de un sablazo retórico al talón del adversario. Es el sueño de la polémica ganada de antemano, sólo que el enemigo es el tipo mismo. Lo que llega es un dilema existencial: hacer caer la propia palabra, claro que con la excusa del “buen humor”. El sociólogo se sale de los claustros para exponer en un juego de espejos que siempre lo encontrará perdedor.
–Con Arlt, uno enseguida piensa en Buenos Aires –dice González.
–Eso es obvio –contesta González.
Aburrido, ¿yo?
Y no se privan de polemizar, dialogar entre ellos, tirarse dardos. En El Tachero, Fogwill o el músico Jaime Torres se suben al taxi conducido por Iván Romanelli y escuchan al conductor en alarde facistoide que suele aparecer allí donde una Radio 10 está siempre encendida. Esta es la búsqueda de una idiosincrasia o, según Duprat, “el termómetro de la calle”. En el autito, Dalmiro Sáenz dice que “Elena Cruz está refuerte”, y Fogwill esparce palos hacia todos lados, sin eximirse. “¿Escribe con pluma?”, le pregunta el gordo. “No, me las saco para escribir, y me las vuelvo a poner en las fiestas de los viernes. Escribo con Mac, como Piglia, a ver si me gano la beca Guggenheim”, un poco malicioso, o divertido con la palabra impolítica en la señal estatal. En El Tachero, escritores y teóricos no divagan ni promocionan el último libro editado. “¿Y de Laiseca qué opina?”, provocan a Fogwill. “Ese escribe bien, pero prefiero leerlo que encontrarlo. Es muy grandote.”
Si en El Tachero, Fogwill o el mismo Laiseca tratan de entonar con el remate y la broma gruesa, en El Helecho los intelectuales se desdoblan en un quiebre más complejo. Se trata de decir algo interesante sobre Buenos Aires, pero a la vez de dudar de sí mismos y cuestionarse con el desparpajo que sólo encajaría en un ámbito íntimo. Sólo que ante la cámara encendida. “No me había dado cuenta de todo lo que quería decir en la tele –acota Germán García–. Pero no pienso hablar coloquialmente. A mí me gusta hablar como si escribiera; detesto el estilo Los Roldán, aunquedespués suene aburrido o diferente a lo que la gente espera. ¿Está bien igual?” La productora acepta lo que venga, levemente hipnotizada por el monólogo de su ex analista que –por pura casualidad– ahora posa manso, antes de empezar a grabar. Y el tipo teoriza sobre Macedonio, con cierta tendencia al alegato testimonial, como si la oportunidad ameritara un pequeño pase de facturas. Y después de todo, allí en la pantalla municipal, bien vale una quejita: “Fíjense cómo está nuestra ciudad, construida sin mediación del Estado...”.
Decontracté
Desmesurados, proclives a perder la compostura, los escritores se salen de la vocal alargada, el vaso de agua, la mirada en el papel. Ahora parecen actores o a veces chicos. “González fue convocado por su prestigio intelectual”, dice Duprat mientras se inicia el diálogo con uno mismo que lo encontrará reconcentrado.
Horacio González: –Como pacifista y humanista que era, Arlt pintaba a Buenos Aires en colores.
Horacio González: –El te mataría si sabe que estás diciendo esto.
Dos tiempos superpuestos, dos cuerpos sobreimpresos. Si hay una clave en común que atraviesa casi todos los formatos del Ciudad Abierta que vendrá, es la puesta en duda de la palabra autorizada. En el programa Alguien, un vecino es filmado durante un día y después comenta la experiencia mientras la ve en el monitor. La distancia mata al reality, restaura la autobiografía allí donde antes había pura imagen robada a lo cotidiano, revalida la posibilidad de adelantar, borrar o retroceder para ver mejor: destruye y reconstruye la opinión. ¡Y recupera un filtro! En Yo yo, el artista se describe a sí mismo, entregado al primer plano con la posibilidad de arrepentirse, se la cree demasiado hasta que se somete a la pruebita: hablarse desde un cielo como si estuviera muerto. El doblez pone en duda todo lo anterior, añade otra capa de sentido que siempre funciona como una luz amarilla: no se lo tomen en serio. “Le tenía miedo a la mirada ácida –recuerda el cantante Sergio Pángaro, de Baccarat, después de estar en Yo yo–, pero no me importó haber dicho pavadas. La imagen era lo más fuerte, en las antípodas de la entrevista clásica.”
Se lo ve devorado por la lente, en bata y en smoking, fumando, cantando a capella, diciendo que nadie puede opinar sobre su look “porque las marcas ya no existen, se han acabado”, y luego dedicándose una frase desde el cielo: “En nombre de la libertad he cometido excesos y he llevado mis caprichos a sus últimas instancias...¡Perdón!”. Y todo allí mismo donde Dalmiro Sáenz, más acostumbrado a las performances, recuerda sus orgías con Elena Cruz. O donde Fogwill formula su boutade: “Hay que andar calzado porque, si no, te secuestran y te piden derechos de autor”. Es el minuto en que el intelectual rescata el goce de estar fuera de campo. Aquí donde Horacio González se pone histérico con el retrato de sí mismo que acaba de ver, y contesta poco amablemente a lo que dijo recién: “Ah bueno, ¡qué noticia!”.

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Alberto Laiseca, un escritor-personaje tomado como tal.
 
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