SOCIEDAD › LAS PELEAS A LA SALIDA DE LOS BOLICHES CONTADAS POR SUS PROTAGONISTAS

La guerra de la noche

Una mirada, un levante, un roce, lo mismo da para empezar las peleas que cada vez más derivan en muertes. Aquí, los propios jóvenes explican sus códigos, inexplicables para no iniciados.

 Por Alejandra Dandan

Dicen que el dueño del puesto de choripanes les cobra dos pesos para guardarles las armas. Antes de entrar al boliche, dejan las facas enrolladas en camisetas. O dejan trinchetas. O “tumberas”, las pistolas caseras armadas con caños huecos de bicicleta. El de los choripanes es un tipo de confianza: se las guarda por dos pesos y jamás revisa lo que contienen. Los pibes recogen las “camisetas” a la salida del baile como a la campera depositada en los guardarropas para protegerse del frío. Llevan las armas para matar o morir. Para jugarse “a fondo”, dicen, en riñas donde lo que se juega no sólo parece ser la supervivencia. Pelean por el territorio. Se cruzan en las pistas con las bandas de distintos barrios que pueblan el segundo cordón del conurbano, aquella zona desde donde han pululado casos de muertes violentas a la salida de las discos durante las últimas semanas. Las discos son uno de sus pocos territorios de inclusión. Y la inclusión es un derecho resistido que, parece, se gana a las trompadas: “Si no peleás –dicen–, no cumpliste la noche”.
Ninguno de los entrevistados se sorprende de sus noches aunque parecen el mismísimo camino hacia los sótanos del infierno.
–¿Yo, miedo por mi hija? Te digo la verdad –dice Soledad–: no. De mi hijo, sí. Prefiero que vaya al baile con ella; si tiene que cagarse a trompadas con cuatro o cinco, se caga a trompadas. Mi hija, no.
Sus hijos viven entre el límite de José C. Paz y Moreno, en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Son parte de la población que peregrina los fines de semana hacia el centro de José C. Paz para meterse en alguno de los territorios de la noche. Las bailantas o las discos. Esos espacios semejantes a los que pueblan La Matanza, Lomas de Zamora o los barrios de la Ciudad de Buenos Aires donde los pibes conocen hasta los horarios de salidas de las discos como para esquivarle a la muerte.
–Vos tenés que salir muy tarde o salir muy temprano. Porque si salís entre las cinco, seis o siete es la hora peor. A esa hora, te esperan afuera para robarte o para cagarte a palos.
Maximiliano habla de un boliche de José C. Paz, pero el episodio se repite como la historia de una odisea. Walter, por ejemplo, cuenta su última noche en San Justo. Fue hace una semana, cuando salía de Grinch a las 6.30 de la mañana. “Me metieron un tortazo”, dice y se acuerda de la espera en la parada del 406, el colectivo que lo llevaría de vuelta a Esteban Echeverría, el barrio desde donde había salido. A Walter le pidieron un peso. Esa era la excusa. Una moneda, un cigarrillo o la nada. Lo mismo da. Algo aparece siempre de pronto para habilitar una pelea que empieza puertas adentro, en el área protegida de la disco.
–Como las cosas pasan afuera –vuelve a contar Maximiliano–, nadie lo relaciona con eso. Pero el lío siempre empieza adentro. ¿Vio como cuando se juntan las dos hinchadas en la cancha? Así es. Pero ahí, como están encerrados, es peor. Cada uno defiende el valor de cada barrio: se quieren hacer respetar, siendo más que el otro. Pegándole. La rivalidad es un orgullo de cada uno.
El desarme
Desde hace un año, los boliches de la Capital incorporaron detectores de metales, el mecanismo que convierte el cuerpo de los visitantes en cuerpos sospechados. Cuerpos portadores de inseguridad. Los controles comenzaron a hacerse en la entrada de los boliches con scanners parecidos a los de los aeropuertos. En la provincia de Buenos Aires, además de los scanners aún se usan las “palpadas”, un toqueteo semejante a la requisa en una cárcel. Desde que existen los controles y mientras avanzan las llamadas medidas de seguridad, los cuerpos sospechados burlan las normas para protegerse de la lógica del control. Fabrican distintos mecanismos de transgresión como una cinta aisladora de metales o el guardarropa improvisado en el puesto de choripanes.
En Estudio Uno, una de las bailantas del barrio porteño de Constitución, los sospechados escamotean las prohibiciones envolviendo sus metales punzantes con una cinta aisladora. En Ivanoff, una disco de Flores, las chicas entran con “las trinchetas ésas de sacar punta escondidas en el costado de la zapatilla”, dice Yanina, una de las concurrentes. En Moreno, los chicos llegan armados hasta la puerta del baile. Allí se desarman o comienzan con la operación de camuflado antes de pasar por los controles.
–Lo que son navajitas y esas cosas –dice Cecilia– se dejan en el puesto de choripán de afuera. Los pibes le pagan dos o tres pesos para que guarde “la camiseta”. El hombre no puede revisarla. Nada más la guarda como se la dan.
–¿Por qué les dicen camisetas?
–Porque además son “camisetas” de clubes: hay rivalidad entre las hinchadas.
Toma aliento, explica, y sigue:
–Adentro no te dejan usarlas para que no se arme más quilombo. Pero los pibes saben que si hay lío las tienen, están preparados: porque las tienen afuera, con las cosas.
Las cosas son navajas, trinchetas, facas o un arma como la que usaron el 28 de junio de 2003 para pegarle un tiro al Pili, Sebastián Maidana. Cecilia era su compañera de escuela. A las 6.30 de la mañana de ese día salía de S’Combro. “Hubo una discusión con otra barra de pibes, cosas de chicos”, dice el padre, don Carlos, que está convencido de que el arma estaba guardada en el puesto.
Hace una semana, un fiscal de los tribunales de San Martín encontró en el diario de una adolescente el relato de un homicidio. Ella le hablaba a su diario. Le contaba que había apuñalado a un chico con una navaja también a la salida de la bailanta, la misma bailanta, un galpón fucsia levantado como una fortaleza a cien metros del cruce de la ruta 24 y la ruta nacional 8.
Desde hace dos años, S’Combro se satura. El boliche se llena desde que la municipalidad clausuró las puertas de Tornado y las de Caramba por problemas entre las bandas. Ahora el espacio preparado para 2500 no da abasto. Los viernes y sábados, las colas empiezan a las once de la noche y se extienden durante tres horas a lo largo de cuatro cuadras. Los chicos llegan en barras desde los barrios de Moreno y José C. Paz. Adentro se juntan todos con las cosas que lograron pasar.
–Los pibes de los barrios de nosotros –dice ahora Maxi– llevan un fierrito escondido adentro de cada zapatilla. Cada uno lleva uno para que no parezca tanto, para que no se note, y adentro la arman. Es una tumbera, como le dicen: la pistolita de tres caños.
Las tumberas son tres caños huecos de bicicleta, balas adentro y con la traba de una puerta y un resorte, los pibes arman el sistema de gatillado. –Tres tubitos nomás –dice Maxi–, y las balas.
–¿Por qué las entran en las zapatillas?
–Porque no te las revisan. Porque te revisan sólo desde los tobillos hasta acá (la zona de los calzones) y de la cintura para arriba.
Las zapatillas, como los armarios, guardan lo indispensable.
–Mis amigos –dice Cecilia– pasaban las navajas para adentro. Según el caso, los que las entran es porque se sienten seguros. Antes sí llevaban navajitas, pero no las usaban. Ahora lo usan o muere uno de ellos.
La expulsión
Las riñas dentro de un local pueden trasformarse en motivo suficiente para una clausura temporaria. Un navajazo o una muerte es la razón de un cierre definitivo. Cuando los propietarios de las fortalezas de la noche detectan un problema, lo sacan. Como ocurrió con el caso de Diego Lucena, en Casanova. El resto de la historia la siguen a través de las crónicas policiales.
“Las peleas son así –dice ahora Sabrina–, sacan a los pibes y la pelea sigue afuera. Afuera están los patrulleros. ¿El pibe qué hace? Espera afuera que lo saquen al otro. ¿La policía qué hace? Los separa, uno se va por una cuadra y el otro por la otra. ¿Vos te pensás que los policías que están en la puerta los van a ir a ver?”
Así como las provocaciones comienzan de a poco, dentro del local las peleas varían de acuerdo con el género. Ellos suelen enfrentarse en los duelos personales, ellas prefieren el malón, esa cuestión corporativa donde terminan ganando más fuerza: “Mientras unas diez muelen a golpes a una, hay tres que se quedan por ahí, como de campana”, dice Dolores. La función de “las campanas” es esencial. Quedan a cargo de dar el aviso cuando se acerca algún patovica o uno de los controles. “Cuando una hace señas o silba todas se van, pero no se van juntas. Se abren. Es tanta la gente que hay adentro que nunca vas a encontrar a la persona que te pegó.” Se pierden, tal vez, en otra de las peleas que se desatan en el infierno.

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