CULTURA

¿Podemos hablar de sexo?

Si guiado por la aparente ingenuidad de estos relatos algún lector creyera que los tsúrelej eran puritanos o abstinentes, ese lector estaría por cierto sumamente equivocado... Los tsúrelej y las tsúrelej eran tan sexuados y sexuales como los habitantes de cualquier otro shtetl, ciudad o país. Y además se casaban y tenían hijos, aunque no necesariamente con quienes ellos o ellas deseaban, sino, como nuestro lector ya habrá sospechado, con quienes sus padres, el rabino y el shadjn designaban como su futuro marido y/o mujer.
La actividad conyugal, extraconyugal o preconyugal por excelencia, vale decir el sexo, formaba parte de la cotidianidad tanto como el rezar, el criticar o el comer (quizá más que esto último, ya que nadie puede comerse dos veces una misma papa).
¿Por qué, entonces –se preguntará nuestro lector sorprendido– el sexo ha estado, no digamos que del todo, pero sí podemos decir que “casi” ausente de estos relatos? La respuesta es simple, aunque compleja a la vez, como la mayoría de las cosas: el sexo en Tsúremberg formaba parte del ámbito de lo privado, de lo que cada uno reservaba para sí mismo, y, a lo sumo, para su compañero/a de intimidad.
Los tsúrelej no presumían de sus riquezas materiales, primero porque no las tenían, y segundo, porque de haberlas tenido, la exhibición hubiera sido una forma inmediata de dejar de tenerlas a través de: 1) un progrom, 2) impuestos, o 3) insistentes y constantes pedidos de ayuda del resto de la población. Tampoco presumían de sus hazañas sexuales. En el caso de las mujeres, estaría muy mal visto y jamás sería considerado una hazaña el tener relaciones fuera del matrimonio. Reb Meir Tsuzamen podría aceptar la libertad social entre el hombre y la mujer, pero ¿la sexual? Y de las relaciones dentro del matrimonio, aunque algunas veces constituyeran verdaderas hazañas, ¿quién querría presumir?
Los varones tampoco presumían. ¿Por qué no? Veamos: si la compañera sexual no había sido su propia esposa sino la esposa del otro, confesar las relaciones sería admitir el adulterio, infringir uno de los Diez Mandamientos. ¡Y una cosa es transgredir una norma sagrada, y otra mucho más grave era confesar con orgullo el haberlo hecho! La falta de culpa podía ser condenada por toda la sociedad, incluso por los que habían transgredido la misma ley pero simulaban o estar compungidos por haberlo hecho o no haberlo hecho.

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