DEPORTES › APUNTES PARA ENTENDER UNA DOLOROSA ELIMINACION DEL MUNDIAL

La cruel diferencia entre jugar y competir

La Selección compitió con honestidad, pero no jugó lo suficiente. Se perdió, se generó tristeza, pero lo que está en discusión es el modelo, el que transformó a la Selección en el mejor equipo europeo de América, compuesto por una mayoría absoluta de competidores profesionales con diluida raíz futbolera argentina.

 Por Juan Sasturain

Da una pena. Tan grande como la alegría de ganar, cuando nos toca. Son proporcionales. Y esta vez el sentimiento es de pura tristeza, no confundido ni contaminado con otros contiguos, como la bronca y la decepción. Nada de eso. Una tristeza profunda: porque uno lo sospecha, pero nunca sabe hasta el final en qué medida está involucrado con todas sus ganas, con todo su corazón. Pero es así, sana y enfermamente así. Por eso este juego es tan hermoso en sentido rilkeano: la belleza como dimensión de lo terrible que aún podemos soportar. En la madrugada de ayer, precisamente, mostró esa cara terrible: saber tras la derrota que te vas a sentir muy mal y que no va a haber otro consuelo que el tiempo, la demorada cicatriz. En ese sentido, un buen ejercicio de consuelo es mirar a los otros, los adversarios –hinchas y jugadores–, tanto cuando se gana como cuando se pierde: ése que sufre o festeja es (como) uno mismo. Fui y seré yo. Hasta la próxima vez, que de eso se trata.
Pero la pena está ahí, por ahora seguirá ahí. ¿Qué es lo que duele? Seamos obvios: perder. ¿Qué es lo que satisface? Ganar. Porque el fútbol es juego y competencia a la vez, y el juego –precisamente– consiste en competir, con su necesaria consecuencia: un resultado. Y todo va junto, no son cosas disociables sino en teoría. Claro que hay una distinción que hacer. La competencia tiene una dimensión ética, moral si cabe, hacia los rivales y hacia los compañeros –incluidos los hinchas, todos los que están detrás del que patea con una camiseta puesta–: lealtad, entrega, solidaridad, responsabilidad, son atributos de la competencia, cuestiones de conducta regladas o no, arbitradas o no, pero que hacen a la posibilidad misma de la existencia del juego. El profesionalismo requiere competidores: los profesionales.
El juego, en cambio –o además–, tiene una dimensión estética, casi filosófica, que tiene que ver con los conceptos, los modos, los medios, las formas, los instrumentos, las ideas y las habilidades puestas en el campo para superar al rival. ¿Y en qué consiste en última instancia jugar bien? Consiste en lograr engañar al rival, hacer lo que el otro no espera que hagas a través del escamoteo de intenciones, la astucia, el ilusionismo, la habilidad. Y si esto vale para el ajedrez, el truco o el tenis, ni hablar del básquet o el fútbol...
En ese sentido cabe decir que los pueblos, la gente, los hombres, juegan y compiten como viven. Y la Argentina tiene (o ha tenido) una manera propia. Me le atrevo entonces a una fórmula general según la cual, groseramente, se combinan las disposiciones hacia la competencia y el juego. Así se podría decir, por ejemplo, que mientras Alemania tiende a jugar como compite (trasladar las reglas de la competencia al juego), Argentina ha competido como jugaba (convertir los ardides naturales del juego en modelo de la competencia). Es la diferencia que suele apreciarse dentro del campo entre competidores que juegan –la mayoría europea– y jugadores que compiten –últimamente, los africanos–. Y el fútbol que se ve demuestra que cada vez hay menos jugadores en el mundo. Y en la Argentina, ni hablar.
Volviendo, los resultados son tan importantes como incidentales, porque entran a tallar muchos factores externos, desde la cancha al árbitro, a la coyuntura anímica, hasta el azar: se puede competir honestamente y jugar bien, y perder; se puede competir deshonestamente, jugar feo y ganar. Más todas las variantes. Los resultados no se pueden someter al criterio de verdad o mentira ni siquiera al mereciómetro tan socorrido, irreductible: son hechos y ya está. Y por suerte el fútbol –por la infinidad de variantes que pone en juego y que hacen a su belleza y simplísima complejidad– no es demasiado predecible, al menos en el corto plazo. Y un Mundial –otro de los motivos de su condición apasionante– es la apoteosis del corto plazo, del desafío.
El equipo argentino –“el equipo de Bielsa”, no está mal decir, porque ciertas conductas muestran la impronta del conductor del grupo– compitió con honestidad. Aunque hubo zonas grises, en general hubo entrega, generosidad, solidaridad, actitudes leales hacia los compañeros, los rivales y el espectáculo. Y está bien que haya sido así, porque no siempre lo ha sido. Nada de violencia, pretextos, excusas, falsas acusaciones, victimismos, agachadas, mentiras, confabulaciones y malas artes. Incluso Argentina fue “generoso” con el espectáculo yendo siempre al frente, atacando bien o mal, sin especular. Literalmente, no engañó a nadie.
Pero, o porque, también es cierto que –más allá de resultados que podrían haber sido otros sin escándalo flagrante: ganar ayer, empatar ante inglaterra– el equipo argentino no jugó de una manera satisfactoria. Pero jugó, eso sí, como se esperaba que lo hiciera: como compitió, con honestidad. No hubo sorpresas sino coherencia: Bielsa hizo y sus jugadores hicieron lo que se había previsto que harían. Así llegaron hasta el Mundial como favoritos. Y sin embargo jugar así no alcanzó ni para ganar –que es un accidente– ni para jugar satisfactoriamente, lo que es, sí, un tema de debate.
Porque, más allá de bajos rendimientos puntuales como los de Verón y Simeone ante Inglaterra, en general no hubo defecciones graves. Dieron lo que suelen dar, y ninguno sintió que no “había cumplido”. Si “habían hecho bien los deberes”, ¿qué otra cosa sino la suerte era responsable de la falta de resultados?
Lo que está en discusión, una vez más, es el modelo. El modelo Bielsa –en la victoria y en la derrota– nos ha convertido, ya lo hemos dicho muchas veces, en el mejor equipo europeo de América, compuesto por una mayoría absoluta de competidores profesionales cosmopolitas con diluida raíz futbolera argentina. Es una elección consciente que significa –en términos groseros– privilegiar los valores de la competencia a los del juego. Nos ha alcanzado y nos alcanzará muchas veces para ganar bien. No nos dejará conformes en cuanto a los medios utilizados para alcanzar los resultados.
Es que la obsesividad y el trabajo del entrenador apuntan a controlar la mayor cantidad de variables posibles para reducir el margen de azar durante el partido. De ahí el orden táctico, la rigidez de las funciones, su preminencia por encima de la individualidad de los ejecutores: Argentina es un esquema vacío que debe ser llenado con intérpretes adecuados y puesto en acción con una serie de movimientos que se automatizan a través de la práctica consecuente. De ahí la sensación de que es una máquina: para bien y para mal. Una especie de hermosa cortadora de pasto que se utiliza indiscriminadamente no sólo en el parque sino en el living y en la vereda embaldosada. No se trata, como acaso debería, idealmente, de un grupo de jugadores que se acoplan de acuerdo con sus características y ellos determinan, con su talento propio encausado por el entrenador, la manera de jugar que permita aprovechar el máximo de cada uno. No, hay prioridad lógica del esquema.
La consecuencia más llamativa, al menos en esta etapa y con estos nombres, es que el liderazgo real –y, en última instancia, la responsabilidad–, se quiera o no, queda fuera de la cancha. Los jugadores “cumplen”. El libreto es muy detallado. Van por donde deben ir, vuelven por donde deben volver e, incluso, los encargados de inventar, lo intentan dentro de cierto margen. Tal vez por eso hay envidiable serenidad, cordura, buen sentido, tristeza, pero no desesperación en los jugadores derrotados que, sinceramente, declaran como manifestación de genuino compromiso “no haberse guardado nada” y poder “dormir tranquilos”. Un trabajo bien hecho, como el de Bielsa. Pero hay algo que no va. Y está probablemente en la base: hay que jugar más.
La tristeza, entonces, pero no la bronca ni la furia ni el reproche. Bastantes motivos genuinos tenemos para putear. Es fútbol. Ganaremos –como podríamos haber ganado ayer– o perderemos, como nos tocó. Tal vez ganen los alemanes y eso no nos enamorará de su fútbol; tal vez puedan llegar los brasileños y celebraremos con su buen juego; tal vez Figo y RuiCosta la rompan; tal vez los mezquinos tanos de Trapattoni hagan mala escuela...
Mientras tanto, si querés llorar, llorá.

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