DIALOGOS › GERRY MCDERMOTT, CIENTISTA POLITICO, ESPECIALISTA EN ECONOMIA INTERNACIONAL

Una historia de éxito

Su centro de interés es la competitividad: cómo hacen algunos sectores, regiones o países para crecer y sostener el crecimiento en el tiempo. Aunque parece una historia reservada a países como Corea, McDermott encontró un ejemplo complejo y matizado aquí mismo, en la industria del vino.

 Por Sergio Kiernan

–¿Por qué investigar Argentina si está buscando entender los mecanismos del éxito económico? El nuestro no es un país particularmente exitoso...

–Argentina es muy interesante por la gran variedad de soluciones e iniciativas que se tomaron a niveles por debajo del nacional. Yo quería encontrar historias de éxito pero que convivieran con historias de fracaso, para entender mejor qué hace que estas cosas funcionen. Hay muchas historias de fracasos en el continente, lo que buscaba era la variación, el éxito, el fracaso y la mediocridad. Necesitaba una economía lo suficientemente grande como para ver dentro de una misma industria las variaciones regionales, algo que anduviera bien en una provincia o región, que anduviera más o menos en otra, que fracasara en una tercera. Así empecé, tomando varios sectores y también viendo qué pasaba en Brasil y Chile. Terminé concentrado en autopartes y en la industria del vino.

–¿Por qué esos dos?

–Por un lado, porque hay datos, por otro porque quería estudiar sectores con tecnologías diferentes, estrategias y estructuras empresarias distintas. Y por supuesto, una es industria tradicional y la otra es transformación de materias primas. Pero lo que comparten es que son actividades tradicionales, muy influidas por empresas internacionales y por los mercados exteriores, y son sectores con amplias variantes internas, que producen bienes de muy baja y también de muy alta calidad. También que acusan y mucho las diferentes políticas a nivel nacional, provincial y hasta municipal.

–¿Cómo se investigan estas actividades?

–Con muchas entrevistas en el lugar, con muchas visitas. Debo haber hecho por lo menos cien entrevistas en ambas industrias, a funcionarios, directivos de cámaras, gerentes y líderes técnicos como ingenieros o enólogos. Por otro lado, con el IAE hicimos algo que creo que nunca se hizo en América latina, que es desarrollar un método para medir la competitividad de una empresa. Esto trasciende la ganancia o facturación, porque hay una tremenda volatilidad en esos factores, al menos aquí, con un mercado con tantos problemas. Esos números no te dicen mucho. Entonces, hablando con colegas de Wharton, buscamos medir algo que ya sabíamos: que las compañías compiten no sólo ganando dinero sino desarrollando en el tiempo una serie de capacidades que les permiten innovar sus productos y sus procesos, cambiar. Son capacidades dinámicas, un fenómeno muy bien estudiado hoy en día que se considera clave para el desarrollo.

–¿Y eso cómo se mide?

–Adaptamos algunos métodos usados en países desarrollados. Ya sabíamos que la capacidad de upgrading, de hacer mejoras de un modo continuado, es esencial para industrias como la biotecnología, la electrónica, la automotriz y también la del vino. Para medirlo, desarrollamos dos cuestionarios. Uno usa la Escala Likert, que es algo técnico que básicamente permite graduar de uno a cinco las respuestas. Por ejemplo, pedimos a gerentes que graduaran su capacidad de control de calidad, de introducir novedades y tomar riesgos, de alentar que los empleados sugieran ideas. Y, algo muy importante, cómo y con quién se comunican cuando necesitan resolver un problema, tanto dentro como fuera de la empresa. Cuando se introducen, por ejemplo, nuevas variedades de uva o nuevos varietales, hay un nivel de riesgo y experimentación que buscamos medir porque es central a la cuestión. Es un proceso de aprendizaje que incluye coordinar el experimento con otras firmas, con los proveedores y hasta con la competencia.

–¿Es común este tipo de actitud?

–Las empresas que logran competir globalmente suelen ser bastante planas, tienen una pirámide chata, con pocos jefes, y las ideas circulan rápido, se hacen experimentos y se fracasa sin problemas. Son firmas con equipos que trabajan juntos y se comunican.

–¿Y cuál es el segundo tipo de preguntas que hizo?

–Información sobre qué produce la empresa, qué hicieron, qué hacen, cómo cambiaron sus productos, cuánto invierten en tecnología, cuánto en capacitación. Con esta información se pinta un retrato de la empresa, de su capacidad de generar y manejar la innovación, de generar nuevos roles internos. Esto nunca se había hecho y al llegar la información logramos comenzar un retrato del sector. Al mismo tiempo, con mi equipo invertimos mucho tiempo preguntando a las empresas cómo es su relación con otras empresas, con instituciones y organizaciones. Esto es porque las redes empresariales son muy importantes para la creación y difusión del conocimiento, para acelerar el aprendizaje y difundir nuevas prácticas y standards. Esto es algo que en Wharton investigamos en otras regiones del mundo y sabemos que también es importante otro tipo de institución, pero no queda en claro cuál: algunos lo llaman capital social, que es algo muy difícil de medir. Nosotros tratamos de medirlo también, preguntando cuánto una empresa interactúa con ONG o asociaciones locales, con universidades o entes oficiales. Y muy importante, cuánto se relaciona con las nuevas entidades público/privadas, esas que son formadas por un sector pero con participación del Estado. Fue muy interesante hacer este survey, sobre todo comparando Mendoza y San Juan, donde nos ayudó mucho el Instituto de Desarrollo Rural, que es justamente una de estas instituciones públicas y privadas a la vez.

–¿Por qué es tan importante la competitividad?

–Porque hay que ser competitivo en este mundo para obtener divisas y financiar el crecimiento. Países medianos, como Argentina, no pueden crecer sólo con lo que generan internamente, tienen que exportar para pagar su deuda porque en el ínterin se endeudan para pagar todo tipo de cosas, de hospitales a bonos. Argentina quebró después de la convertibilidad porque si bien el sistema era defendible para controlar la hiper, lo era sólo a corto plazo. En los noventa, el mercado internacional compraba aquí acciones de empresas a privatizar y bonos argentinos, deuda. No hay país que no tenga deuda, pero para pagarla hay que exportar y Argentina sólo exportaba el 10 por ciento del PBI. Para comparar, Chile exporta el 35 por ciento, México el 30, Polonia casi el 40. O sea, si no se exporta, se quiebra, y para exportar hay que competir. Hay que tener una cotización de la moneda normal, pero devaluar no es todo: siempre hay un país más barato que Argentina, siempre está Botswana o Bangladesh.

–Y siempre está Inglaterra, carísima pero exportadora.

–¡Claro! Lo que hay que pensar es qué hacen ellos que no haga Argentina. Por ejemplo, Italia, país donde el Estado funciona mal, que tiene costos laborales muy, pero muy caros. Italia no es un ejemplo, pero se gana la vida con zapatos y ropa de alto nivel y precio. Italia compite no por sus costos sino por lo que agrega, por su capacidad de innovar, y eso lo cobran más. Para cobrar más hay que innovar constantemente, hay que tener una enorme capacidad de cambio. Y esto no es apenas algo de las empresas, es algo de la sociedad. Argentina no estaba creando nada de esto, las empresas no invertían, se perdía la capacidad de innovar. Para bajar costos se despedían ingenieros, se cerraban las oficinas de investigación, diseño y desarrollo. En los noventa, el sesenta por ciento de la producción industrial era de pequeñas o medianas empresas, que no tenían ninguna red de apoyo ni podían crear solas, no tenían escala. Lo que es crucial para Argentina ahora es aprovechar la buena coyuntura de hoy para invertir en la capacidad de innovar en toda la sociedad. Si todo se basa en los costos, en el dólar caro, la ventaja competitiva se va a perder en poco tiempo.

–¿Cómo se mantiene la competitividad?

–Agregando valor. Es la única manera de competir en el mundo. En ciertas industrias, hay que estar al filo, siempre moviéndose hacia arriba. El 87 por ciento de las exportaciones de Chile son cobre, maderas, pescado, vino y fruta fresca. ¿Cómo se sostiene una cosa así? Desarrollando procesos de calidad propios, lo que hace que la fruta chilena sea de excelente calidad y se venda muy cara en Estados Unidos. Desarrollando una industria pesquera de excelente calidad. Cada fruta, cada pescado es individualmente excelente, no es un commodity cualquiera. Los compradores internacionales se fijan en el precio, por supuesto, pero también quieren el producto presentado de una manera específica en un momento específico, y si uno no puede cumplir se queda afuera. La capacidad de cumplir así es bastante compleja y una empresa solita no puede hacerlo, es una economía entera, un país. Y luego la cosa se complica, como en Chile, donde está naciendo un sector de biotecnología que proviene de trabajar con pescado. Es una industria del conocimiento que se paga muy bien.

–Usted encontró un sector así aquí en Argentina, el del vino.

–En Mendoza, que no es un paraíso pero hizo muchas cosas bien. Acá entra lo de comparar dentro de un mismo sector. Por más de un siglo, Mendoza y San Juan tuvieron grandes industrias del vino que hasta los ochenta produjeron enormes cantidades de vino de baja calidad, más que nada para exportar. Hoy, el vino argentino es competitivo, más que nada gracias a Mendoza, que es responsable de la mayoría de las innovaciones. Entonces: ¿qué empezó a hacer Mendoza que no hacía antes? ¿Qué hizo Mendoza que San Juan no hizo o no pudo hacer? La historia es interesante y se puede aplicar a otras regiones e industrias. Lo que hicieron en la provincia fue crear una base amplia para que el desarrollo sea sustentable en el tiempo. Durante diez años crearon o renovaron instituciones público/privadas que no se ven en otras provincias. Estas instituciones proveen a las empresas un repertorio de servicios como bases de datos, laboratorios, entrenamiento, servicios de extensión, programas de exportación, cosas que la mayoría de las empresas no pueden hacer y que el gobierno es incapaz de hacer. Estos son bienes intelectuales que se crearon y se pusieron a disposición del sector, de un modo que les permitió a las empresas aprender más y más rápido, les dio acceso a nuevos conocimientos.

–O sea, un pool de recursos, un ámbito donde circula el conocimiento.

–Y una cosa más, de inmensa importancia: esas instituciones son lugares donde las empresas se encuentran y aprenden a compartir información. Las compañías aprenden muy rápido cuando encuentran cómo compartir la información. La tecnología y el conocimiento agropecuarios no se aprenden de un libro, porque son muy dependientes del contexto en que se aplican, del lugar concreto. No hay un molde que sirva para todos los casos, hay que adaptar todo y experimentar. Si uno tiene varios coordinando experimentos y compartiendo los resultados, se aprende mucho más rápido. Mendoza acertó en esto y por eso más y más de sus empresas tienen conocimientos y procesos más sofisticados, tienen capacidades de innovación en crecimiento.

–¿Por qué ocurrió ahora? ¿Por qué no antes?

–En parte porque en el sector privado ya circulaban estas ideas hace tiempo, pero la diferencia ocurrió en el Gobierno, porque el Estado tiene un rol crítico en esto. Si el Estado es centralista, si aísla el poder de la legislatura y de los actores privados, no hay desarrollo sustentado en el tiempo, se fracasa en lo económico como en lo político. Para fines de los ochenta, Mendoza tenía una seria crisis en el sector agropecuario y en el vitivinícola, con una piedra alrededor del cuello que era la gigantesca bodega estatal Giol. En los noventa, cuando todo el mundo privatizaba, Mendoza hizo algo distinto, transformó a Giol en una federación de cooperativas vitivinícolas, llamada Fecovita. Esto no sólo salvó económicamente a la empresa sino que fue un aprendizaje para el Estado mendocino sobre cómo crear políticas hablando con otros actores, sociales y económicos. Para crear Fecovita, el gobierno hizo 500 encuentros con pequeños productores, porque Giol tenía como proveedores a 4000 pequeños productores. Les propuso ayudarlos a formar cooperativas para que tuvieron poder de manejar la nueva empresa, lo que también fue una movida política importante y astuta. Al mismo tiempo, se buscó involucrar al sector, al gobierno, a los municipios, en solucionar problemas reales. El gobierno aprendió a incorporar actores no oficiales en la elaboración de políticas. Con el tiempo y en especial en el sector del vino, esto se fue institucionalizando, aparecieron instancias y grupos que antes no existían, o las que existían cambiaron mucho. Como por ejemplo, el Inta en Mendoza, que se fortaleció y sofisticó mucho tejiendo redes con el sector privado y con los gobiernos locales, y dándoles más poder a sus consejos asesores locales. Este tipo de gobiernos colectivos tienen una mayor capacidad de resolver problemas y por lo tanto tienen mayor capacidad de innovar. Esto es lo que pasó en Mendoza.

–¿Y qué resultados concretos tuvo este proceso?

–Que hasta antes de la devaluación Argentina estaba progresando en la exportación de vinos, y ya tiene casi el 3 por ciento del mercado total de vinos del mundo. Más importante, cada año se exporta más, se está creciendo al 23 por ciento anual, cada vez se vende vino más caro y fino, y las ventas son en los mercados más sofisticados, Europa, EE.UU. y Japón.

–¿Y San Juan?

–San Juan era muy dependiente de la promoción industrial y los fondos federales. Lo interesante es que ahora están recibiendo muchas inversiones en el sector vitivinícola, gracias a que trabajan con Mendoza y a que están tratando de imitar el modelo que funcionó. Es un cambio muy promisorio, tratando de reparar errores como haber privatizado su bodega estatal, Cavic, de la manera tradicional. La bodega privatizada acabó quebrando. Ahora, hasta la sociedad que agrupa a los grandes productores se dividió, los que quieren un cambio se fueron. Nada de lo que pasó en Mendoza estaba escrito, ni siquiera era esperable viendo la provincia a fines de los ochenta.

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