ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO

Deuda a degüello

 Por Julio Nudler

Existe una enfermedad económica llamada intolerancia a la deuda. Hay países que la sufren, igual que hay personas que padecen de intolerancia al chocolate. El mal suele presentarse en países “emergentes”, lo que equivale a no desarrollados pero con ganas de. Los que cargan con esa enfermedad se ven sometidos a tremendos rigores para niveles de endeudamiento que a los países ricos les resultan muy fáciles de manejar. Los síntomas se manifiestan a veces desde concentraciones muy bajas de deuda, por ejemplo 15 por ciento del Producto Interno Bruto. La altura de ese umbral depende de la historia de inflación y de incumplimientos de la deuda del país en cuestión. Esta es, al menos, una de las tesis de “Debt Intolerance”, un extenso estudio econométrico realizado por los economistas Carmen M. Reinhart, Miguel A. Savastano y Kenneth Rogoff, quien está dejando estos días el cargo de jefe de investigaciones económicas del Fondo Monetario (sirva esto de connotación). Este trabajo adquiere el carácter de un diagnóstico sobre el caso argentino y sobre las posibilidades que el país tiene de modificar su legajo, pero sirve al mismo tiempo para comprender que, en materia de deuda, la Argentina no inventó nada ni es una rareza, nada de lo cual alivia por cierto su difícil situación.
Estos autores sostienen que la historia cuenta. Que los antecedentes de un país, en cuanto al cumplimiento de sus obligaciones y al manejo de su macroeconomía en el pasado son relevantes para poder predecir su capacidad de sostener determinados niveles de endeudamiento sin crujir bajo su peso. En los dos últimos siglos algunos países se han convertido en defolteadores seriales. Esos países suelen tener débiles estructuras fiscales y frágiles sistemas financieros (cualquier coincidencia...). Cada cesación de pagos exacerba esos problemas y prepara el camino a una nueva quiebra, que puede sobrevenir cuando un país, al dispararse su deuda, es expulsado de los mercados internacionales de capital (¿algún parecido?).
Hay también otros factores que agravan la vulnerabilidad de un país a los síntomas de intolerancia a la deuda: son su grado de dolarización, la indexación por precios o el nivel de las tasas de interés de corto plazo. Pero esos factores suelen ser manifestaciones de la misma astenia institucional. La idea de que el pecado original de los defolteadores seriales puede ser anulado por algún golpe de ingeniería financiera es un completo dislate (¿una alusión a Cavallo?).
Históricamente, los países europeos marcaron, entre los siglos XVI y XVIII inclusive, records de incumplimiento que permanecen imbatidos. España encabeza la tabla con 13 defaults, el primero en 1557 y el último en 1882. Le sigue Francia con 8, entre 1558 y 1788. Luego, con 6 cada uno, Portugal y Alemania. Y así siguiendo. En más de una ocasión, los impagos se zanjaban con la decapitación del acreedor, sangrienta solución de la que proviene la expresión pena capital. La quita se materializaba con el degüello del bonista.
Tomando el período 1824-2001, la Argentina puede jactarse de 4 defaults o episodios de restructuración de su deuda. Una cuarta parte de ese tiempo (25,6 por ciento) vivió el país en cesación de pagos o en proceso de restructuración de su deuda. En un lapso más corto, que va de 1958 a 2001 los tramos de doce meses con una inflación igual o superior al 40 por ciento abarcaron un 47,2 por ciento del total.
Los mercados desconfían de los países con alta intolerancia a la deuda, y empiezan a castigarlos cuando todavía la relación de ésta con el Producto o las exportaciones es relativamente baja, con lo cual la crisis sobreviene como una profecía autocumplida. El mal puede combatirse con una significativa reducción de esos cocientes, pero es ilusorio creer que ella se puede lograr mediante el mero crecimiento de la economía, que licue asírelativamente la deuda, o un bajón en las tasas de interés. Sólo Swaziland lo consiguió.
De los 22 casos registrados desde 1970 entre países emergentes de ingreso medio, casi dos tercios bajaron el peso de la deuda mediante defaults y restructuraciones. Respetuosos de esta norma, es a cumplir con este rito que Roberto Lavagna (Economía) y Guillermo Nielsen (Finanzas) han viajado a Dubai. Pero la experiencia recogida por Reinhart, Savastano y Rogoff también enseña que, una vez alcanzada la quita, los contumaces gobiernos de países subdesarrollados defolteadores suelen volver a sobreendeudarse rápidamente, provocando el recrudecimiento de los síntomas de la intolerancia a la deuda y conduciendo a un nuevo default serial. Es la recurrencia del pecado.
Cuando un país sufre de intolerancia a la deuda externa, es muy probable que ella se contagie a la deuda interna. En los años ‘90, muchas economías emergentes expandieron rápidamente sus mercados de deuda local, y éstos se vieron arrastrados en la mayoría de los casos cuando estallaron crisis de endeudamiento (AFJP, corralito...). A veces el medio para repudiar la deuda interna consiste en un golpe inflacionario.
Pero si el default serial es un fenómeno tan extendido, ¿por qué los mercados siguen prestándole dinero a países afectados de intolerancia a la deuda hasta que el riesgo de un colapso crediticio se torna ostensible? Parte de la explicación es que el dinero fluye hacia los subdesarrollados cuando las rentas financieras en los países industriales son muy bajas. Esos procesos suelen revertirse bruscamente cuando repuntan las rentas en los países centrales. Los gobiernos de las naciones periféricas han sido a menudo demasiado miopes o corruptos para internalizar los grandes riesgos de largo plazo del sobreendeudamiento. Les importó más estimular rápidamente el consumo y extraer de ello réditos políticos.
Marcado por su historia, cada país pertenece a un determinado club de deudores. El Club A sólo admite a países con continuo acceso a los mercados de capitales, lo que implica amplia tolerancia a la deuda. En el Club C están confinados los países que nunca tienen acceso. Pero el club verdaderamente interesante para los analistas es el B, al que se asocian los países con acceso intermitente, divididos a su vez en cuatro categorías o regiones, según su coeficiente de riesgo, su cociente deuda/Producto y su grado de intolerancia.
Mediante unos complicados ejercicios, los autores del estudio muestran que la Argentina, por su marcada intolerancia a la deuda, sólo puede permanecer en la relativamente segura Región I mientras su deuda externa representa menos de un 15 por ciento del PIB (vale decir, un décimo de lo que hoy monta), mientras que a Malasia sólo la echan de allí cuando su deuda llega al 30 por ciento. La economía argentina paga así por su historia de relativamente mala pagadora y viciosa de la inflación.
Brasil, por tomar un caso siempre de moda, defolteó siete veces su deuda en los últimos 175 años, dos veces menos que Venezuela y tres más que la Argentina, que también apeló a la híper. Para México, el default se convirtió en un estilo de vida: desde su independencia, se pasó casi la mitad del tiempo en impago o restructurando. Pero otros países emergentes siempre evitaron el trance. India, Corea, Malasia, Singapur y Tailandia, por ejemplo, jamás incumplieron, y tampoco tuvieron alta inflación. Es decir: algunos países defoltean periódicamente, y otros nunca.
Es verdad que un país puede superar alguna vez su intolerancia a la deuda, pero es un proceso largo y con recaídas difíciles de evitar. Mientras tanto, el default o la restructuración podrían verse como mecanismos por los cuales la deuda –de modo similar a como sucede con las acciones– queda asociada a la performance productiva del país deudor. Por algo los defaults ocurren típicamente en períodos de crisis. Pero defoltear la deuda externa suele provocar fuertes costos sobre el comercioexterior, los flujos de inversión y el crecimiento, dañando gravemente al sistema financiero.
Los países con fuga de capitales y alta evasión impositiva suelen afrontar mayores problemas para servir su deuda, obligando a los gobiernos a buscar ingresos adicionales en fuentes tributarias inelásticas, exacerbando de ese modo la fuga y la evasión (¿una adecuada pintura del impuesto a los débitos y créditos bancarios?).
Japón debe hoy un 120 por ciento de su PIB, pero nadie espera que quiebre. En cambio, México zozobró en 1982 cuando su deuda representaba el 47 por ciento de su Producto, y la Argentina en 2001, levemente por encima del 50. Estas no fueron excepciones. Hubo crisis por aún menos que eso. En el 13 por ciento de los casos, la deuda no llegaba al 40 por ciento. Pero también es cierto que los defolteadores, en general, se endeudan más que los no defolteadores. Créase o no, los países que más riesgo corren al endeudarse son los que en más deudas incurren, como si alguien que padeciera de intolerancia a la lactosa se volviese adicto a la leche. No debería sorprender entonces que tantos ciclos de gran afluencia de capitales concluyan en traumas crediticios. ¿Sucedió algo así en la Argentina reciente?

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