Producción: Tomás Lukin
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La ruta del endeudamiento

Por Lic. Juan Cuattromo y Lic. Ariel Lieutier *

Este año cerrará mostrando las severas consecuencias sobre el conjunto de los trabajadores que generó el programa de liberalización y ajuste impulsado por el Gobierno. La fuerte devaluación y el aumento de tarifas implicaron un preocupante golpe al bolsillo de los asalariados con evidentes efectos negativos sobre actividad económica y las condiciones de vida de la población. En 2016, la economía caerá un 2 por ciento, con una baja de casi 5 por ciento en el salario real, redundando en un aumento del desempleo y de la pobreza. En sus aspectos macroeconómicos, el modelo de Cambiemos busca sostener el crecimiento en un contexto global más adverso en el comercio exterior, con un ingreso de inversiones externas para evitar una marcada desaceleración en la actividad doméstica.
Si una “lluvia de dólares” en inversiones productivas era la apuesta del Gobierno, una avalancha de deuda pública y capitales especulativos fue lo que consiguió. En efecto, en tanto las inversiones privadas no pasan de anuncios grandilocuentes, el Gobierno debió recurrir a emisiones masivas de pasivos gubernamentales para evitar que la fractura social generada por sus propias políticas sea todavía más grande y dinamite la supervivencia política del proyecto de Cambiemos.
Para 2017, la propia dinámica electoral debería llevar al Gobierno a evitar un mayor ajuste. En esta dirección la deuda externa cumpliría un doble objetivo por un lado proveería los dólares para evitar una nueva devaluación brusca y permitiría financiar el rojo fiscal. Para ello, según nuestras estimaciones el Gobierno deberá obtener unos 38.000 millones de dólares de financiamiento en 2017.
Por otro lado, el Gobierno buscará reducir la pauta salarial en torno a las cuales se negocien las paritarias el año que viene, las señalas que ha dado es que espera que los acuerdos se coordinen en un entorno cercano al 20 por ciento. Esta pretensión luce casi de imposible cumplimiento y es difícil que el rango de negociaciones este por debajo del 25-30 por ciento. Máxime considerando, que dado el poder adquisitivo durante 2016, se empezará a discutir desde un piso bajo y es muy probable que los sindicatos busquen aumentos que les permitan recuperar parte del terreno salarial perdido este año.
También, aparece como difícil de alcanzar la meta inflacionaria que se ha fijado el BCRA (17 por ciento en diciembre de 2017), y difícilmente se desacelere por debajo del 25 por ciento. Ello impulsaría una recomposición moderada del salario real (1,8 por ciento). Este escenario no alcanzaría a compensar la contracción observada en 2016. De esta forma, el consumo privado podría crecer 4,2 por ciento en 2017 (impulsado fundamentalmente por el consumo no asalariado). Por su parte, estimamos una recuperación de la inversión de 5,5 por ciento luego de una caída significativa en 2016 (-6,9 por ciento anual). Esta expansión, se ubica lejos del 14,4 por ciento estimado por el Presupuesto 2017.
Ello en su conjunto, el 2017 arrojaría una moderada recuperación económica, según nuestras estimaciones el crecimiento del producto estará en torno a 3,1 por ciento anual. De darse un escenario como el descripto, es probable, que de cara a las elecciones, el Gobierno utilice estos moderados guarismos para construir un relato que enfatice que la economía se encuentra en el inicio de un incipiente ciclo virtuoso. Sin embargo, un crecimiento de estas magnitudes apenas alcanzará para recuperar lo perdido en 2016, y dejará a la economía con un PBI ligeramente superior al de 2015.
Para los sectores populares y el conjunto de los trabajadores, un año de crecimiento como el descripto no necesariamente redundará en más y mejor empleo. La apertura y el sesgo liberalizador del Gobierno continuarán atentando contra el empleo de calidad expulsando más compatriotas del tejido productivo y social.
No hay indicios de que con esta configuración macroeconómica se revierta la destrucción de puestos de trabajo registrados en el sector privado, especialmente en el sector industrial, que típicamente emplean a jefes de hogar. En cambio es probable que los nuevos puestos se generen en el sector informal, el que podría empezar a actuar de manera incipiente como “refugio” laboral para los trabajadores desplazados del sector formal, incrementándose el trabajo no registrado.
Así, ante la tenue recomposición del salario real, aun en un contexto de crecimiento, podría inducir a que más personas se incorporen a la búsqueda de empleo (como viene pasando durante 2016), lo que impacte en una nueva suba del desempleo, el que podría superar los dos dígitos. Lejos de alcanzar los objetivos de reactivación sostenida que el Gobierno viene planteando desde fines de 2015, el modelo actual solo permite trasladar tensiones hacia adelante mediante la acumulación masiva de deuda pública. Si bien el mercado parece sostener el esquema en 2017, son cada vez más las luces de alarma que se activan pensando en 2018.

* Economistas del Instituto de Trabajo y Economía de la Fundación Germán Abdala.


Ideología versus pragmatismo

Por Germán Herrera Bartis *

El año 2016 concluirá con alta inflación y caída de la economía. Es la peor combinación posible al evaluar el desempeño de las dos variables centrales que definieron la (muy volátil) macroeconomía argentina de las últimas décadas. La disyuntiva de corto plazo para el Gobierno es la siguiente: mantenerse fiel a su ideología y redoblar la ortodoxia o girar hacia el pragmatismo e impulsar la demanda doméstica. Todavía no queda claro cuál de los escenarios se impondrá.
El Gobierno, como toda voz ortodoxa en materia económica, repitió incalculables veces (en su rol de oposición, en la campaña y tras asumir) que la inflación constituía el problema más grave de la Argentina. La inflación era causa, dijeron, y no consecuencia, de cualquier otra dificultad. Establecida la inflación como raíz de todos los males, el siguiente paso fue decretar su origen y el dedo del Gobierno apuntó hacia los sospechosos de siempre: la emisión y el déficit fiscal.
La historia de lo sucedido es conocida. Tras la devaluación, el fin de las retenciones y el tarifazo, la inflación se aceleró. A su vez, la caída de la actividad redujo la recaudación impositiva y potenció el déficit fiscal. Cierto es que esa misma caída de la economía, junto a un tipo de cambio controlado, permite vislumbrar una desaceleración de los precios hacia 2017. Pero con eso no alcanza.
La inflación es ciertamente un fenómeno desgastante. Pero es absurdo disociarla del sendero seguido por el resto de las variables clave, tales como el crecimiento, el empleo, la inversión, el poder de compra del salario, o la pobreza. Entre todas ellas, la evolución del PBI (es decir, el crecimiento o la caída de la economía en su conjunto) se impone por sobre las demás debido a que resulta virtualmente imposible mejorar cualquier variable socioeconómica relevante si el PBI se estanca o cae.
Las tensiones que provoca la caída del PBI pueden apreciarse a partir de un dato histórico tan incómodo como contundente: en la Argentina moderna, nunca un mismo gobierno logró subsistir frente a dos años de caída consecutiva del producto. La crisis 1999-2002 (única vez en que el PBI cayó cuatro años seguidos) dio forma al período económico más turbulento de nuestra historia y a múltiples recambios de gobierno. Una década antes, la caída del PBI en 1988 y 1989 anticipó la salida de Alfonsín tras la derrota electoral de la UCR; más atrás, las contracciones consecutivas de 1981 y 1982 precedieron el final de la dictadura. Esta regularidad histórica no debe ser interpretada como una norma infranqueable, pero ilustra convincentemente la conveniencia para el gobierno de evitar una segunda contracción del PBI durante un año en el que enfrentará un proceso electoral decisivo.
Frente a la urgencia de crecer, el gobierno incrementará fuertemente el endeudamiento externo. En principio, eso le permitirá controlar el tipo de cambio, la verdadera clave para contener la inflación. Pero un dólar anclado no tracciona por sí mismo el crecimiento de la actividad y puede comprometer la producción local frente a las importaciones. La clave, entonces, pasa por identificar qué componente de la demanda agregada puede impulsar el crecimiento. Y es aquí en donde la ideología y el pragmatismo jugarán su partida.
La ideología gubernamental entiende que, por sobre todas las cosas, hay que crear las condiciones institucionales para que aumente la inversión empresarial y, así, se potencie el crecimiento. Para ello, además de continuar con los ruegos frente a los empresarios locales y externos a los que se somete desde que asumió, el gobierno debería jugar fuerte para moderar la paritaria 2017 y convalidar parcialmente la caída del salario real sufrida en 2016. Algo de eso ya fue expresado por el titular del BCRA en el coloquio de IDEA. Se trata, en definitiva, de un reclamo histórico del sector empresarial compartido por la actual administración: reducir el alto costo salarial argentino.
El pragmatismo, en cambio, aconseja tener en cuenta que el consumo privado (financiado protagónicamente por los salarios) constituye las dos terceras partes del PBI. Una paritaria reprimida, entonces, no parece la mejor receta para alentar el consumo y sin mayor consumo el despegue de la economía seguirá siendo una expresión de deseos.

* Economista UBA, docente e investigador de la carrera de Economía del Desarrollo UNQ.