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¿Cómo se escriben las cosas en una época de intemperie?

 Por Ricardo Forster

La historia, eso suele decirse, no se repite o, al menos, aquello que sucedió en el pasado no regresa sobre el presente manifestando sus derechos de continuidad. En tiempos como los nuestros, dominados por el ansia del puro instante, suele resultar entre imposible e intolerable sentirnos deudores de otra época del mundo; en el mejor de los casos nos solazamos con transferirla al museo y reducirla a una experiencia estética. Y, sin embargo, la deuda persiste y, en algún momento, hay que pagarla. ¿Estamos en condiciones de cancelarla? Señalo esto porque en los últimos días se ha intentado establecer las correspondencias entre la crisis del ’30 y la actual, apresurándose, la mayoría de los economistas, a destacar no tanto las coincidencias y semejanzas sino las irrevocables diferencias que separan a una y otra; casi como un intento de exorcismo que lograra alejar el fantasma, demasiado presente y activo, de una profunda depresión de la economía mundial. Inclinados, como estamos, a no pensar históricamente, a ensimismarnos en nuestra propia actualidad y temerosos de conjurar los espectros de un pasado no deseado, buscamos cortar las relaciones, los intercambios subterráneos, las equivalencias entre lo sucedido antaño y aquello que nos atraviesa de lado a lado en el presente. Entre las correspondencias y las diferencias se vuelve imprescindible pensar nuestra época a la luz de esa otra historia que todavía insiste entre nosotros, en especial si no nos olvidamos que seguimos habitando en el interior del capitalismo.

Aquellos que se regocijan ante la dimensión de la crisis financiera del capitalismo central, leyendo en ella los síntomas de una muerte anunciada desde siempre, tal vez no comprenden que las alternativas ante tamaña puesta en cuestión no parecen venir de proyectos ligados a tradiciones emancipatorias; y eso, entre otras cosas, porque se percibe desde hace varias décadas una profunda orfandad en el interior de esas supuestas alternativas que atravesaron el tiempo neoliberal expresando una aguda fatiga política e ideológica, dejando en evidencia su propia crisis y sus propias derrotas. La resolución de la Gran Depresión de los años treinta no vino por el lado de las corrientes libertarias y antiburguesas sino que encontró sus salidas, por una parte, en los caminos del keynesianismo rooseveltiano unido a la política del “gran garrote” y, por la otra parte, en el despliegue arrasador de los fascismos europeos que no sólo liquidaron en sus países a las izquierdas sino que abrieron las puertas para una guerra deseada por el propio sistema para apresurar la salida a su bancarrota (mientras tanto en la Unión Soviética el stalinismo desplegaba su propia política de arrasamiento de los restos reivindicables de la Revolución de Octubre aniquilando tanto a la vieja guardia bolchevique como desarrollando su propio y letal Gulag). Las consecuencias, siempre es importante recordarlo, fueron decenas de millones de muertos no sólo en los frentes de batalla de la Segunda Guerra Mundial sino, a su vez, el desarrollo de los campos de exterminio del nazismo y, como corolario del triunfo aliado, la “solución nuclear” en Hiroshima y Nagasaki. Años de horror y terror que nos deben alertar sobre nuestro presente y las diversas alternativas que se abren o pueden abrirse como salida de la crisis.

Estar atentos, auscultar los síntomas de la época descubriendo sus empatías y sus semejanzas con aquella otra crisis colosal del capitalismo no significa, no puede significar, quedar paralizados ante “la repetición en la historia”, creyendo que esos espectros del totalitarismo están listos para regresar sobre la escena contemporánea. Sería vano y superfluo calibrar los sucesos actuales desde esa lógica; pero sería ingenuo y peligroso perder de vista las marcas que persisten, las señales entre nosotros de ciertas continuidades subterráneas que hoy, aquí y ahora, se manifiestan en los lenguajes y en los recursos de una derecha que reincorpora, bajo nuevos ropajes, las viejas formas de la violencia y el racismo. Ropajes adaptados al clima políticamente correcto que atraviesa la sensibilidad de una época, la nuestra, paridora de “morales universales” que requieren que el ciudadano se sienta bien con su propia conciencia en el preciso instante en el que se formulan y se llevan a cabo políticas restrictivas, de vigilancia extrema y de clausura de las propias fronteras nacionales.

Europa, antes de experimentar los síntomas de la crisis y de atemorizarse ante ellos, se adelantó, asumiendo su condición vanguardista en estos temas, a fijar un nuevo orden jurídico arrasador para los “inmigrantes ilegales”, para los “judíos” de la época del capitalismo globalizador que intenta cerrar herméticamente sus fronteras ante la demanda de los miserables de la tierra, demanda que se multiplicó gracias a las políticas económicofinancieras que generaron, entre otras cosas, las condiciones para la bancarrota del sistema especulativo neoliberal pero sin antes multiplicar de manera escandalosa la pobreza y la miseria en la mayor parte del planeta. Europa, siempre astuta, no parece elegir una salida progresista (si tan malgastada y desahuciada palabra aún significa algo) a la caída de bancos y bolsas; su inclinación, hoy como ayer en los no tan lejanos treinta, parece dirigirse más hacia la derecha; tal vez no en el sentido de los viejos y horrorosos fascismos, tal vez sin aquellas violencias homicidas, pero sí ampliando las redes de la vigilancia y la exclusión. Será tarea de una izquierda europea apagada por sus propias carencias salir a dar una batalla que ponga en cuestión las retóricas de la seguridad y del miedo que hoy dominan al viejo continente.

Dentro de los giros inesperados de esa dama antigua, pero insistente en su presencia, que se llama “historia”, está la “anomalía” latinoamericana, esa que en el comienzo del milenio inició, con diversos matices, el camino de salida del neoliberalismo adelantándose, en sus intentos por rescatar al Estado y a aquellas tradiciones democráticopopulares desbaratadas por el dominio de la lógica de mercado que capturó a gran parte de las conciencias de nuestras sociedades, a la puesta en cuestión de un modelo articulado alrededor del consenso de Washington y de los organismos internacionales destinados a sostener a rajatabla las políticas de libre mercado y de arrasadora especulación que fueron promovidas por los dueños del poder economicopolítico en sus dos variantes: la vernácula y la imperial. Nuestros países llegan al crac del capitalismo financieroespeculativo en condiciones muy distintas de las que predominaron en la década del noventa, una década que multiplicó las prácticas y los discursos de un sistema depredador. Se posicionaron, insisto, con sus diferencias y matices, contra los ideologemas de la lógica unipolar del mercado y contra la colonización de la opinión pública por esas retóricas dominadas por la naturalización neoliberal.

Sin pecar de optimistas ni de ingenuos, creyendo que la región, o la Argentina en particular, está blindada contra el avance de la crisis, sí resulta evidente que es posible enfrentarla con otros recursos políticos, económicos y culturales, aquellos que precisamente provienen de ese giro inesperado, de esa anomalía, que viene signando el derrotero de Sudamérica en los últimos años. No es mucho, pero tampoco es escaso o insustancial como lo quiere hacer creer cierta izquierda que imagina que estamos delante de la toma del Palacio de Invierno y preparados para hacer la revolución, pero que previamente hay que ayudar al desbarrancamiento de gobiernos impostores y “seudopopulares” que impiden y retrasan la llegada de la hora revolucionaria. Lejos de ese escenario de dudosa épica estamos, sin embargo, en el interior de una coyuntura compleja pero más propicia que aquella otra en la que nos encontrábamos años atrás cuando la gramática del mercado dominaba por completo vida y conciencias.

Se vuelve imprescindible encontrar las palabras adecuadas para pensar la gravedad de la época; es indispensable abandonar conceptos gastados y vacíos que poco o nada ayudan para comprender y actuar en las actuales circunstancias históricas. Creer que nuestros lenguajes permanecen seguros y a resguardo ante la brutal inseguridad de una realidad en estado de conmoción es pecar, una vez más, de ser portadores de la certeza última, dueños de una verdad que siempre está esperando el tiempo de su realización. Como escribía hace muy poco Nicolás Casullo, “si las cosas ya no se escriben de otra forma ya no se escriben más”. ¿Sabremos encontrar esas otras escrituras que puedan dar cuenta de las cosas y de su acaecer deslumbrante? Tal vez está sea la imprescindible batalla cultural que tenemos por delante: iniciar el desmontaje de aquellos discursos y de aquellas prácticas propias del sistema que dominaron la escena de las últimas décadas sabiendo, desde hace mucho tiempo, que todas las garantías se han perdido.

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