EL MUNDO › UN MODELO DE CAPITALISMO, UN MODELO DE CORRUPCION

Todo lo que está cayendo en el derrumbe de la casa Enron

Era un símbolo de los mercados desregulados de los 80 y los 90, de las múltiples puertas giratorias entre política y negocios y una cultura empresaria brutal, mentirosa y rapaz. En esta nota, la historia, los protagonistas, las víctimas y las lecciones de un fraude en escala planetaria.

Por James Meek *
Desde Houston, Texas

Angelina Lario vive en Katy, un suburbio amorfo unos 45 kilómetros al Este del centro de Houston, sobre el camino a San Antonio. La casa es vagamente inglesa en estilo, grande, de dos pisos, rodeada de jardín y dos enormes automóviles estacionados en el frente. Habla de solidez, confort y las aspiraciones de la clase media de Estados Unidos. Lario y su marido están divorciados, aunque todavía viven en la misma casa con su hija de 15 años. Hasta el año pasado, la vida parecía haber justificado la decisión de Lario, allá en 1974, de dejar su Nueva Orleans natal y dirigirse a Texas, tierra de oportunidades. Durante 26 años, trabajó para una de las empresas más poderosas y sus firmas predecesoras. Amasó más de 500.000 dólares en acciones de la empresa, para que la mantuvieran cómodamente cuando se retirara. Lamentablemente, la empresa era Enron.
Lario estaba hablando por teléfono cuando llegué. Colgó y me contó las noticias. Cliff Baxter, el apreciado ex vicepresidente de Enron, había sido encontrado en las primeras horas de la mañana, echado sobre el volante de su Mercedes negro cerca de su casa en el distinguido suburbio de Sugar Land en Houston, muerto con una bala de un revólver calibre 38 en la cabeza. Más tarde, analizando la nota suicida y el cuerpo, la policía que investigaba la causa de la muerte descartaría el delito, pero el primer pensamiento de Lario fue que Baxter, un hombre con quien ella solía hablar cuando salían de la ofician para fumar, había sido asesinado. “Era tan buena persona –dijo–. Me pregunto si alguien pudo matarlo. No lo sé. ¿Porque sabía demasiado? Esto es sólo el comienzo. Esto se está poniendo más y más feo. Estoy tan impresionada. El sabía mucho. Sabía demasiado.”
Baxter sabía lo suficiente como para irse de Enron en mayo pasado, antes del espectacular colapso final de la empresa. Se sabe que advirtió a sus colegas que se estaban metiendo en problemas. Pero no pudo escapar a la ola del escándalo, al hedor de ruindad y traición que desde la bancarrota el 2 de diciembre se expandía hacia el Congreso, la Casa Blanca, Wall Street, y ahora Londres. Esa ola no sólo promete destruir reputaciones y exponer negocios ocultos sino traer a la luz la pregunta más incómoda para el capitalismo global: ¿cómo puede haber democracia en el mundo cuando tanto poder se ha filtrado o ha sido vendido por gobiernos responsables a empresas irresponsables?
Una vida arruinada
Lario no tenía un puesto alto en Enron, pero fue un testigo ocular de su ascenso y caída, leal casi hasta el final, y una víctima cuando se estrelló. Aún ahora, le resulta difícil creer que el genio conductor de Enron, Ken Lay, su presidente y jefe ejecutivo hasta hace unos pocos meses, pueda haber hecho algo mal. “Nos mintió, nos indujo a creer que ésta era la empresa más grande. Y nos mintieron repetidamente. Cuando teníamos las reuniones de empleados, todo era, ‘A la empresa le va bárbaro, a nosotros nos va fabuloso, no se preocupen, vamos a recuperar este stock’. Ahora puedo entender por qué, en la última reunión de empleados con Ken Lay, alguien le preguntó si fumaba crack. En ese momento pensé, Dios, ¿cómo puede alguien decir algo así?”
Los planes de retiro de Lario estaban formados por tres partes: simples acciones de Enron, opciones para comprar acciones de Enron a un precio anterior y supuestamente más bajo, y una pensión invertida en acciones de Enron. Al comienzos del año pasado, cuando las acciones estaban en ascenso a alrededor de 84 dólares cada una, todo el paquete valía más de 500.000 dólares. Su comisionista de Bolsa le sugirió que vendiera pero ella en cambio compró más acciones, creyendo en los alardes de Lay y otros altos ejecutivos de que el precio iba a subir a 125 dólares. Mientras tanto Lay ya estaba bien asentado: desde 1988 había ganado 145 millones de dólarescon la venta de acciones de Enron, además de su sueldo y bonos, que sólo en el 2000 llegaba a 12 millones.
A pesar de los discursos de Lay y su propia confianza, a medida que pasaba 2001 Lario veía cómo su futuro se escapaba. “Para calmarnos, como quien le tira un hueso a un perro, le dieron a todos opciones a 36 dólares la acción. Todos pensaron, ‘Uau, qué buen tipo’. Teníamos tanta fe en él”, dijo. “En octubre, cuando las acciones estaban por los 20 dólares, todos dijeron que yo debía salirme. Pero yo todavía tenía esperanzas, quizá se recupere. Decidí que no, que iba a seguir hasta el final. Lo que hice, la mañana antes de la quiebra, fue vender mis acciones a 3,90 dólares cada una”. Al día siguiente de anunciarse la quiebra, Lario fue despedida.
Sin empleo y sin ahorros, a los 56 años, el futuro de Lario es sombrío. Obtiene 1.200 dólares por mes como beneficio de desempleo. La hipoteca es más de 500 dólares por mes; el plan médico para ella y su hija otros 500 dólares por mes. Aún sin el colapso de Enron, el desempleo en Texas está aumentando.
“Yo creí que iba a tener un retiro confortable –dice–. Sacrifiqué todos estos años ahorrando dinero para eso. No nos íbamos de vacaciones, puse todo lo que pude en la cuenta, pensando que al final iba a poder disfrutar de la vida como yo quería. Planeaba retirarme en tres años. Ahora puedo perder mi casa y mi crédito. Eramos el icono de Estados Unidos. La séptima compañía más grande del mundo y Ken Lay la puso ahí. Fue por él. La avaricia lo poseyó. Estos tipos eran ricos y simplemente querían ser más y más ricos.”
Una fiesta en Houston
Eso no era todo lo que Lay quería. Sería fácil describir a Enron como nada más que una empresa paria rapaz que anda brevemente por el mundo y a través de Estados Unidos, cruelmente comprando influencia y explotando debilidades en una búsqueda autoperpetuante por tamaño, poder y dinero. La verdad es más turbia y no de gran consuelo para aquellos preocupados por el capitalismo global. Lay quería ser admirado como un hombre bueno, un hombre moral, pero la admiración que buscaba estaba en Houston, no en el mundo más amplio. Cuando un hombre es aplaudido como un gran filántropo en casa, más fácil le resulta a él ser complaciente con respecto a la fuente de la que proviene su filantropía.
Unas pocas horas antes de la violenta muerte de Baxter, una suite en el Westin Galleria Hotel en Houston comenzó a llenarse con las estrellas de la profesión contable de Texas, vestidos para su banquete y subasta anual de caridad. Me habían advertido que esperara algo formal, sin embargo los pocos hombres que llevaban smoking parecían estar llevando botellas de cerveza envueltas en servilletas de papel.
En Houston, los hombres y mujeres casi no se reúnen si no es para juntar dinero para una causa. La cena del jueves, a 150 dólares por cabeza, con la Sociedad de Texas de Contadores Públicos Certificados, se realizaba a beneficio de Ronald McDonald House, que provee alojamiento cerca de los hospitales para niños a las familias de los pacientes. La oferta fue hasta 100 dólares por litografías firmadas de George Bush padre y su mujer, Barbara. Un hombre triste en un traje de disfraz de Ronald McDonald recorría la habitación, haciendo una prueba con piolín y un aro de acero. Le pregunté si era un contador. “No, yo llevo mis propios libros –dijo–. Probablemente un error.” Un contador gritó acusadoramente: “Hey, ¡no está sonriendo!” “Perdón” dijo Ronald.
La jovialidad era tensa. Aquí estaba la elite de los contadores de Texas, llevando los libros de las empresas más conocidas del mundo con base en Houston –Compaq o Conoco– y nadie quería hablar sobre el contador de Houston que era, ese día, el más famoso contador de Houston de todos ellos: David Duncan. La empresa de Duncan, Arthur Andersen, tenía una mesa en el banquete, adelante de todo, pero Duncan no hubiera podido estar ahí aun si hubiera querido. Estaba en Washington, donde había sidointerrogado, frente a una nación fascinada, por congresistas que trataban de averiguar por qué motivo Andersen no había advertido sobre el verdadero estado de las cosas dentro de Enron. Duncan era un importante socio en el equipo de Andersen que se suponía que debía chequear los signos vitales de Enron; de alguna manera, los contadores no notaron, o no informaron que Enron estaba al borde del colapso, y habían tratado de cubrir lo que habían hecho destruyendo documentos. Los jefes de Duncan posteriormente lo despidieron, diciendo que la destrucción de papeles era toda culpa suya y que no sabían nada sobre el asunto.
“Sr. Duncan, Enron robó el banco, Arthur Andersen brindó el auto en el que escaparon, y dicen que usted estaba al volante”, le increpó impetuosamente el representante republicano Jim Greenwood a Duncan en la mesa de testigos del Congreso. Duncan, para sorpresa de nadie, invocó el derecho constitucional de no responder a las preguntas. Todos comprendieron que esto era sólo el principio de un descubrimiento de las vendas que rodean el asunto Enron, y que, con lo feo que parece ya, nadie puede decir lo profunda que puede ser esta herida para Estados Unidos.
En la sala de banquetes del Westin Galleria, bajo 12 gigantescas arañas, los contadores se comportaban como si nada pasara. El maestro de ceremonias, en la larga plegaria de agradecimiento que precedió a la comida, no mencionó a Enron. No hubo plegarias para los compañeros contadores y ejecutivos de Enron, destinados a pasarse años frente a comités del Congreso y quizá, si los encuentran culpables de un delito, años en la cárcel. Hubo una plegaria por los soldados de Estados Unidos; hubo una oración genérica por los desempleados, que podría ser interpretada como un gesto hacia los miles de empleados de Enron despedidos; finalmente una mínima insinuación de autorreproche, cuando el maestro de ceremonias dijo en una plegaria: “Llevemos a cabo nuestros negocios de manera ética y moral”. A esta altura, montones de niños del lugar, elegidos por su diversidad étnica y vestidos con trajes nacionales de todo el mundo, llenaron el escenario y cantaron “Dios Bendiga a América”.
A puertas cerradas, la fiesta de los contadores públicos certificados de Texas era una muestra de la naturaleza de la elite de Houston, la cultura que alimentó a Enron y en la que floreció Lay. Es una escena social que gira alrededor de los recaudadores de fondos –para caridades, iglesias, museos y teatros, así como para los políticos–. El éxito y el estatus se miden en el negocio altamente competitivo de dar, así como de recibir. Es la paradoja de Houston: éstos son individuos poderosos, ricos en un estado con horribles extremos de pobreza, y donde hay casi 140.000 presos. Esta es gente que recibe alegremente los recortes impositivos del muchacho local George Bush hijo: un houstoniano resumió la actitud como: “La seguridad social es para los oportunistas y los tramposos que simplemente no trabajan lo suficiente para hacerse ricos. En el nivel más alto, hay incentivos impositivos: básicamente recompensas por ser ya rico”.
Esta es gente dirigiendo empresas que se expanden en el globo. Sin embargo, es en sus semejantes locales de Houston donde buscan la aprobación. Y Lay y su segunda mujer Linda eran el rey y la reina en este mundo Houston. “El entramado social de esta ciudad gira alrededor de los beneficios de caridad, donde cualquier noche se recauda entre medio y un millón de dólares”, dijo Shelby Hodge, un columnista de sociedad del Houston Chronicle. “Ken y Linda Lay han sido una parte integral de eso durante años, como lo fue Enron. Su partida deja socialmente un hueco en la ciudad y en la comunidad sin fines de lucro”.
Ninguna fiesta a beneficio es completa sin un homenajeado, a menudo un magnate local que quiere ser aplaudido por sus buenas obras. En el Westin fue el jefe de una de las grandes empresas de energía de Houston, Reliant. El punto culminante del banquete fue un video tributo al jefe de Reliant, Steve Ledbetter y su mujer Paula. Observé a Carin Barth, la presidenta del comité recaudador de fondos local Ronald McDonald House, mirarse a símisma en la pantalla grande diciendo: “Cuando pienso en Paula y Steve, pienso en una pareja realmente comprometida en hacer de Houston un lugar mejor”.
Eso es lo que solían decir de Ken y Linda. No dicen eso ahora, salvo en tiempo pasado. Recientemente, un cheque por 15.000 dólares de Enron al Ballet Houston rebotó por falta de fondos. A comienzos de esta semana, una llorosa Linda Lay apareció en la televisión nacional para declarar, inverosímilmente, que la pareja estaba cerca de la bancarrota.
Un imperio de mentiras
La verdad es que Enron nunca fue la séptima empresa más grande de Estados Unidos. Como mucho de los escrito y dicho de Enron antes de que la verdad impusiera a fines del año pasado, ésta era una ficción a la que los mejores cerebros en análisis financiero y periodismo económico eligieron apostar porque todo el mundo lo estaba haciendo. En lugar de que el altísimo precio de las acciones estuviera basado en el éxito sólido, su éxito era una misteriosa cualidad basada en el altísimo precio de sus acciones.
Enron se llamó a sí misma la séptima empresa más grande de Estados Unidos gracias a una treta contable que permitía poner en sus cuentas el valor total de su comercio de energía como si fueran ventas, cuando en realidad solamente operaba como intermediaria. Esto es como el conductor de un camión de caudales que dice que es millonario porque lleva millones de dólares en billetes de una bóveda de banco a otra.
Los periodistas que escribieron sobre el aparente éxito de Enron a menudo caracterizaron a las dos empresas de gasoductos que Lay fue responsable de fusionar y de convertir en Enron como “estancadas” o “torpes”. En realidad, eran empresas grandes y exitosas, pero la fusión sobrecargó a Enron con una deuda que nunca logró sacarse de encima. Los mismos periodistas tendían a señalar que esas viejas empresas habían sido reemplazadas por una que operaba en una “sede resplandeciente”. En verdad que el rascacielos de Enron brilla. Devuelve reflejos torcidos, como tótems, de las otras torres en el mini Manhattan de Houston. Pero el brillo, lo sabemos ahora, es un pobre indicador de la probidad financiera. A medida que surgen más detalles de la corta historia de Enron, empieza a parecer que, a excepción de convencer a la gente para que comprara sus acciones, la empresa fracasó en la mayoría de las cosas que hizo. A comienzos de los 90, Lay y su equipo anunciaron que iban a proveer de energía al mundo. Pero sus proyectos internacionales no fueron bien. Enron construyó una planta de energía en India, contra el consejo de expertos que dijeron que la electricidad sería demasiado cara. Por cierto, lo fue. La adquisición de la británica Wessex Water por 2.800 millones de dólares no generó el movimiento de dinero que Enron esperaba. La construcción de una red para la transmisión de alta velocidad de información no fue rentable.
A medida que pasaba la década, la empresa cambió su estrategia. En lugar de ser dueños y operar cosas reales, tales como plantas energéticas y gasoductos, vendería y ganaría dinero comerciando con energía y cosas más intangibles y conceptuales como el riesgo y hasta el clima.
La marcha de la empresa hacia el desastre ocurrió en un ambiente de cultura empresaria brutal que consideraba rutina despedir y reemplazar a un quinto de su fuerza de trabajo cada año, basado en afirmaciones de colegas que alentaban a los empleados a complotar, denunciarse entre sí y dispersarse en lugar de cooperar. Las bonificaciones se pagaban de acuerdo con los contratos firmados, en lugar de hacerlo si los contratos eran rentables. Para ocultar las pérdidas de Enron se desplegaban proezas de acrobacias contables; no sólo los miles de falsas “sociedades” establecidas para ocultar las pérdidas de la empresa, sino el estiramiento de un sistema llamado “mark to market”, por el cual las empresas puedenacreditar años de futuros ingresos en un contrato a largo plazo como si hubieran recibido toda la suma adelantada.
Enron gastó millones apoyando a políticos y a millones más en lobbystas para impulsar su programa de desregulación de los mercados de energía. Recientemente, como resultado de la debacle de Enron, un hombre llamado Max Yzaguirre fue obligado a renunciar a su empleo como jefe del plan de Texas para desregular el mercado de electricidad. Era una selección interesante para el empleo, ya que se trataba del ex presidente de Enron en México. El día después que Yzaguirre fuera nombrado por Rick Perry, el republicano que fue gobernador de Texas después de George Bush, Lay le dio a Perry una contribución de 25.000 dólares para la campaña. Perry dijo que esto era “pura coincidencia”. Cuando se le preguntó hace unos pocos días por qué no devolvía los 220.000 dólares que había recibido de Enron a través de los años, Perry dijo: “Eso quería decir que el dinero impactó mi proceso de pensamiento. Nunca lo hizo y nunca lo hará”.
Más de 250 miembros del Congreso de ambos partidos, incluyendo a 71 de los 100 senadores, han metido sus manos en los 5,9 millones de dólares en contribuciones de campaña que Enron o sus gerentes han entregado desde 1990. Es bien sabido que los 623.000 dólares que Bush recibió de Enron es más de lo que le entregó cualquier otra fuente, pero otras ilustraciones de la conducta de Enron son menos difundidas.
El New York Times descubrió una importante exención de la ley de Estados Unidos ganada por Enron en 1997, que le permitió a la empresa expandir su red de asociado en el exterior. La exención fue ganada directamente de la Comisión de Valores de Estados Unidos con la ayuda de un ex empleado de la Comisión llamado Joel Goldberg. Goldberg había sido el jefe del funcionario de la comisión que firmó la exención, Barry Barbash. Ambos hombres, informa el Times, son ahora socios en la misma firma de abogados.
Un estafador caritativo
De vuelta en Houston, algunos dicen que los Lay se han convertido en parias sociales. Otros hablan de ellos todavía con calidez. “Siempre está la cuestión de cual es el rol de una empresa. ¿Es simplemente hacer dinero?”, dice Bob Lanier, un magnate de propiedades y alcalde de Houston en la década de 1990, que conoce a Lay. “¿Se toma la posición extrema de Ayn Rand, donde el capitalismo en una virtud en y por sí mismo, y una empresa no tiene otras obligaciones que impulsar sus negocios y hacer todo el dinero posible? Eso nunca fue el punto de vista de Enron. Ken Lay tenía una suerte de cualidad profesoral: era casi como si tuviera una misión para hacer que Enron fuera un buen ciudadano empresario. La historia de Enron, para mí, es casi como una tragedia griega. Siempre hay un defecto que supera el gran talento del héroe y termina con él”. ¿Arrogancia? “Nunca vi eso en Ken y antes de juzgarlo quiero oír su parte de la historia”.
El reverendo James Dixon II, pastor de la dinámica comunidad de la Iglesia Bautista, que junto con Jesse Jackson y Al Sharpton defendió la causa de los trabajadores despedidos de Enron, habló cálidamente de Lay, mientras dejaba en claro que las donaciones de Enron se extendían hasta su congregación: “Es algo incómodo, pero no hay una segmento de esta comunidad que Enron no haya tocado, o que Ken Lay no haya ayudado”.
Enron y los Lays son patrocinadores de la opera y el ballet de Houston -cuyos bailes de caridad son el punto culminante de la temporada social– el Museo del Holocausto de la ciudad y el centro de cáncer Anderson de la Universidad de Texas. Apoyaron montones de caridades y causas, incluyendo una exitosa campaña para mantener legales las políticas de antidiscriminación en Texas. Los Lays han ayudado a reunir millones de dólares para la Universidad de Houston. Lay era un ferviente activista en apoyo de Houston, abandonando su normal postura de libre empresa para poner dinero público en los estadios deportivos. Hasta Barbara Shook, la jefa de la oficina de Houston del Energy Intelligence Group, que expresó sus dudas sobre las prácticas en negocios de Lay allá en 1986, tuvo que admitir que Lay hizo mucho para el orgullo cívico de Houston. “Lay hizo mucho bien. No puedo negar eso... Era un generoso contribuyente de caridad, tanto personalmente como a través de Enron. La práctica empresarial de Enron era donar uno por ciento de sus ganancias a organizaciones de caridad. Ken Lay iba a ser el amo del universo. Y lo fue, durante un poco tiempo. No puedo psicoanalizarlo... Sé que empezó como un niño muy pobre en la Mississippi rural. Sé que es extremadamente inteligente. Pero era como si tuviera que probárselo a sí mismo continuamente.”
Efectivamente, provenía de una familia pobre de Missouri. El padre dividía su tiempo entre la prédica bautista y la venta de alimento para animales. Pero había límites en cuanto a la humildad efectiva de su estilo en Houston. Los Lays vivían en el 33º piso del edificio Huntingdon, una lujoso edificio de departamentos que ocupaba una manzana entera en el rico y elitista barrio de River Oaks. Había cuatro departamentos en cada piso; los Lays tenían todo un piso y una casa cerca para los sirvientes. Lay iba regularmente al River Oaks Country Club y el Houston Polo Club.
Y había otro lado a la tarea de recaudación de fondos para caridad de Lay: el político. A menudo, la política y la caridad se fundían tan cómodamente como los negocios y la política. Los Lays financiaban el evento literario anual, una Celebración de la Lectura cuyos patrocinadores eran los padres de Bush. “Todo se mezcla muy fácilmente. Es una línea muy fina. Ni siquiera es una línea. Como político, uno siempre está contento de ver al tipo con el dinero”, dice Hodge.
Estos eventos político-caritativos se unían en la otra persona de Lay, el empresario que había construido la séptima empresa más grande de Estados Unidos, Enron. Cuando la empresa colapsó, el asombro fue seguido por el enojo, y no solo de los empleados. En el country club y entre sus vecinos, Lay encontró houstonianos ricos que habían apostado a las acciones de Enron y habían perdido.
En un e-mail al Chronicle después de los despidos masivos, pero antes de la renuncia de Lay, un empleado anónimo de Enron trató de transmitir la extraña atmósfera que se vivía en el casi vacío rascacielos de la empresa: “Escuché a varios empleados hablando de su encuentro con Ken Lay en el ascensor. El entró y tocó el botón del 50º piso; un piso que antes inspiraba temor y ahora provoca disgusto y enojo. Hablaron de qué tenso era el ambiente, y de como no sabían si odiarlo o admirarlo. Me dijeron que miró alrededor, aparentemente leyendo sus pensamientos, y dijo, ‘Las cosas ya no son como antes’”.
Un modelo desacreditado
Las grandes compañías cada tanto colapsan. Los despidos masivos son comunes. Los desastres con las pensiones son más raros, pero suceden. Las donaciones para conseguir acceso y traficar influencias difícilmente son característica nuevas en la escena política. ¿Por qué es Enron especial? En parte porque todas estas características de una gran empresa a la que le fue mal están combinadas. Pero también es porque la brecha en la percepción de la naturaleza de Enron por los expertos, y la realidad es tan extrema que está forzando a unas voces improbables a hacer preguntas profundas sobre la forma en que se manejan los grandes negocios en Estados Unidos. Y por la naturaleza del mundo, eso significa la forma en que se maneja el mundo.
Los defensores más apasionados de capitalismo de hoy sostienen que las grandes empresas globales son responsables –ante sus accionistas–. Puede no ser democracia o transparencia como la mayor parte de la gente lo entendería, pero, sostienen los globalistas, si las empresas responden a sus inversores, y prevalece la competencia saludable, el mercado nos llevará a buen puerto. El escándalo Enron ha horrorizado a los defensoresdel status quo porque mostraba a la querida del mercado de valores mintiéndole a sus accionistas –con la posible connivencia de sus auditores–, y desacreditando la idea de competencia, por su red de conexiones políticas en mercados donde a menudo hay un solo proveedor. En un artículo de primera plana, el Wall Street Journal, un defensor a ultranza del capitalismo, dijo: “El escándalo Enron amenaza con erosionar la inclinación del país por mercados desregulados y libres, que crecieron sostenidamente durante el boom económico de 10 años que ahora llegó a su fin”.
Para los escépticos de los mercados libres, el affair Enron representa un vistazo demasiado limitado a las entrañas de una empresa global. Es la confirmación de que las burocracias privadas pueden ser tan inútiles como las públicas, y que los auditores y los accionistas no son suficientes para llevar a las grandes empresas al nivel de transparencia que exige la verdadera democracia. ¿Quién puede decir con seguridad ahora de dónde salieron los 2.800 millones de dólares con los que Enron compró Wessex Water en Gran Bretaña en 1998? Sin embargo, una mañana más de un millón de personas se despertaron en Gran Bretaña para descubrir que sin tener voz en el asunto, el control de su abastecimiento de agua había pasado al otro lado del Atlántico.
Barbara Shook afirma que los días de desregulación y globalización están llegando a su fin. “Parte de la filosofía ‘yo’, la filosofía del autointerés que fue tan común en los 80 y 90, era que las empresas existían solamente para sus accionistas y que no tenían responsabilidad hacia nadie más. Esa era la era Reagan y siguió con Clinton. Pero entonces, empresas como BP y Shell, aún Exxon, se dieron cuenta que tenían responsabilidad hacia muchos más.
“Si la libertad individual y la competencia desenfrenada son conceptos tan maravillosos, ¿por qué se sintió Dios obligado a darnos 10 mandamientos?” ¿Y cuáles mandamientos deberían aplicarse al caso Enron? “Se podría comenzar con el primero: amar a Dios sobre todas las cosas –dijo Shook–. Se idolatraban ellos mismos.”

* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

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