EL MUNDO › PAGINA/12 EN LAS CALLES, HOSPITALES, HOTELES, MERCADOS Y RETENES DE LA CAPITAL

Cuando Bagdad se vuelve una Torre de Babel

Bagdad ya entró en la posguerra. Y es un paisaje fragmentario, lleno de sangre, destrucción, emociones y lenguajs distintos, como los de la Torre de Babel. Página/12 recorrió la capital del Irak para dar testimonio. Lo que sigue es el mapa de un paisaje que estalló en mil pedazos.

 Por Eduardo Febbro

Página/12
en Irak
Desde Bagdad

Ayer, en el hospital de niños de Bagdad, una nena de 12 años murió a la madrugada mientras un canal de televisión la estaba filmando. El padre envolvió el cuerpo en una tela rosa y se mordió los labios largamente. La luz es dolor, la noche es sufrimiento. Tres camas más adelante, los llantos de un recién nacido rompieron el silencio de la muerte. Su madre lo trajo a la vida con las piernas enyesadas. Una semana antes, los muros de su casa se le cayeron encima durante un bombardeo. En el check-point del puente de Bagdad, el soldado Velázquez cuenta lo que sintió la primera vez que mató a dos personas: “Dios mío, qué he hecho”, dice levantando los ojos hacia el cielo. La unidad móvil a la que pertenece encontró un enorme fajo de billetes iraquíes en uno de los palacios de Saddam Hussein. El soldado Velázquez y sus compañeros lo reparten entre los niños. Los autos se detienen cuando ven el dinero pasar de mano en mano. Velázquez juega con los chicos, muestra la foto del suyo, les pide a los demás soldados que traigan agua y pan. El traductor de la unidad, un iraquí cuyo primo, miembro de la Guardia Republicana, murió cuando los norteamericanos entraron en Bagdad, dice que “si algún día veo a uno de estos soldados matar a un civil, tomo un arma y lo mato yo”. Ali cobra cinco dólares por día porque quiere sentirse “útil”, hacer algo “para aliviar el peso del caos”. El dinero que gana se lo ofrece a los demás, incluso a los mismos soldados para los que traduce.
Víctimas y verdugos empiezan a mirarse a los ojos, lo bueno y lo malo se confunde con el miedo, la desconfianza y la ignorancia. Cara y cruz de una guerra cuyo principal causante, Saddam Hussein, está ausente. Tres muchachos pasan al lado de la unidad de Velázquez y dicen en inglés: “Quédense aquí para siempre”. El soldado admite: “Vamos a permanecer acá por muchos años”. Dos tanques de su unidad, la C32, exhiben ostentosos impactos de proyectiles iraquíes. Son huellas de una batalla desigual. Los soldados cuentan que cuando empezaron a avanzar hacia Bagdad se morían de pena. Los iraquíes los esperaban atrincherados en la tierra con armas que no podían dañar esos enormes tanques. Uno de ellos relata el horror que no puede olvidar: “A lo largo de la ruta había montones de autos incendiados. La gente estaba adentro, quemada viva. Algunos se habían quedado petrificados saliendo del auto, apoyados sobre el techo. La muerte los sorprendió de golpe”. “Saddam Hussein engañó a su pueblo. Les hizo creer en algo que era imposible y sus hombres murieron por una mentira”, comenta otro militar.
Del otro lado del puente, en un sucio rincón del Hospital Rachid, una mujer llora implorando de rodillas. Tiene las manos aferradas a una camilla donde yace un hombre muerto con un disparo en la cabeza. Nadie la mira ni la consuela. Está sola con su pena y el cadáver. La entrada del hospital es un río de lágrimas. Hay mujeres abrazadas, hombres robustos con el rostro destrozado por el sufrimiento. En el patio del hospital, una familia entera se desgarra de dolor. Las mujeres se tiran de los pelos, se golpean la cabeza contra el muro del hospital, gritan contra el cielo. Los hombres más jóvenes intentan calmarlas pero el dolor se derrama sobre todo. La crisis llega a su paroxismo cuando dos jóvenes bajan de una camioneta un ataúd vacío y entran al hospital llevándolo en andas. El cajón es de madera vieja, usada, armado con lo que se encuentra por el camino.
Los iraquíes quieren tener un gobierno, encontrar a los desaparecidos, enterrar a solas a sus muertos. Los soldados quieren volver a casa. “Qué guerra inmunda”, dice un oficial de Georgia. Otro, de Nueva York, clama furioso: “Quiero estar en mi casa, Dios mío, quiero mi cama, mi ducha. QueBush venga a besarme el culo”. Llevan ocho meses preparando la guerra y un mes de combates incesantes. Los chicos vienen a verlos, les piden el casco, los anteojos de sol. La tensión de la guerra se deshace poco a poco. Hasta ayer no había agua ni comida pero los suministros se reanudan lentamente. El alumbrado público no funciona y sólo algunas casas con generador propio tienen luz. Parece que la guerra fuese un hecho que ocurrió hace mucho. Pero está ahí, latente, imprevista, con su nuevo lote de heridos inocentes. Los chicos víctimas de las bombas de fragmentación lanzadas por los norteamericanos llegan a los hospitales con las manos y los pies destrozados. Las bombas esparcidas tienen forma de pelotitas o mariposas, los niños juegan con esos residuos de la civilización y se hacen devorar de golpe.
En Bagdad, ni siquiera los perros ladran de miedo a que los descubran. La mañana empieza con hileras de humo izándose hacia el cielo, según la intensidad de los combates nocturnos. A veces, el cañoneo dura horas, otras algunos minutos seguidos de ráfagas de ametralladoras, disparos de menor calibre. Puede que el cielo se ilumine con alguna bengala lanzada por las fuerzas especiales norteamericanas durante sus operativos. Puede que se encienda con el reflejo de los edificios incendiados. Puede que no. La noche es dura, impenetrable. Bagdad amanece de golpe. La mañana emerge al compás del rugido de los tanques avanzando sobre el asfalto y con los gritos cotidianos de los manifestantes que vienen a la Plaza Ferandus a clamar su ira contra Estados Unidos, a pedir trabajo, agua, comida, orden, informaciones sobre los desaparecidos.
Desde ayer, la guerra parece un poco más lejos. Los negocios de la capital iraquí abren paulatinamente sus puertas. Hay papas, tomates, agua mineral, carne, Pepsi y naranjas. Los marines norteamericanos regresaron a Estados Unidos para ser reemplazados por el ejército. “Nosotros estamos acá para llevar a cabo operaciones de paz”, explica un oficial recién llegado. Un soldado de la unidad C32 es más concreto: “Los marines vienen primero a matar todo lo que se mueve. Cuando limpiaron el terreno regresan”.
Enfrente del check-point del puente de Bagdad los militares descubrieron una guarida de soldados iraquíes. En el último piso de un edificio de cinco pisos, los restos de lo que fue una isla de resistencia muestran toda su miseria. Dos baterías antiaéreas, un montón de proyectiles esparcidos, una pieza llena de ropa militar, zapatos retorcidos, ollas sucias, cajas y cajas de balas oxidadas, un curso de inglés, una carta de Saddam Hussein enviada a sus soldados, efectos personales, pantalones, cordones sueltos, fotos de familia. En una habitación maloliente, hay seis bombas como enormes peras negras arrojadas sobre un montículo de fideos crudos. Las armas están a cielo abierto, al alcance de cualquier helicóptero. Sobre los muros de la terraza, los soldados de Saddam Hussein dibujaron con tiza aviones norteamericanos y una suerte de mapa aéreo que les servía de referencia. La familia que vive en el piso de abajo tiene que subir el agua por las escaleras. El agua corriente está cortada, falta la luz y sus hijos tienen que ir a lavarse a la calle. La mujer, los cinco hijos y el marido duermen bajo un montón de bombas que aún no fueron retiradas. La mujer llora y dice que nunca más podría confiar en nadie. Digna y lastimada, delante de una heladera con la puerta abierta y vacía, confiesa que no puede expresar todo lo que siente. Se le caen las lágrimas mientras los niños juegan. No hace falta que hable para entender lo que ha sufrido, para sentir la magnitud de lo que la guerra ha roto en ella. Está en un compás de espera, no sabe qué harán los norteamericanos que están enfrente, ni cuando habrá luz y agua y comida y seguridad, todas esas cosas que les faltan a sus hijos.
Ya no se encuentran ni seres humanos ni animales muertos por la calle. “Los enterramos a todos”, dice el soldado Velázquez. Una mujer de ojosprofusamente negros que está hablando con los demás militares lo llama con insistencia. Velázquez hace como si nada. “Viene todos los días –ríe entre dientes–: quiere que uno de nosotros se case con ella para ir a Estados Unidos y, una vez allá, el matrimonio queda en la nada.”
Las calles se llenan de gente, de autos, de niños jugando a la pelota en el barrio de Karrada, incluso con los soldados norteamericanos. Ayer comenzó la gran devolución de las cosas robadas. Los que asaltaron el Museo Nacional devolvieron muchas de las piezas milenarias saqueadas. En el patio central de la escuela de policía los habitantes de Bagdad hacen cola para entregar los autos que se habían robado cuando cayó Bagdad. Hay decenas de vehículos que llevan la mención Press y TV pegadas en los vidrios. “La gente se los robaba y los hacía pasar por autos de la prensa para que nadie los molestara”, dice un sargento de la policía.
El oficial se ríe a carcajadas después de que dos subalternos le vinieron a contar una historia. Uno de los hombres de su cuerpo de rango más alto está rastreando la ciudad en busca de un ramo de orquídeas. Es la flor de la burguesía pero en Bagdad no existe. Los ricos la hacían traer desde afuera, pero el hombre se empeñó en conseguirlas en plena guerra. Se enamoró de una periodista francesa y quiere entregarle las orquídeas. Dicen que se pasea por los hoteles buscando a su enamorada.

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Socorristas iraquíes sobre las ruinas de una casa destruida por bombardeos angloamericanos.
“Dios mío, qué he hecho”, dijo un soldado, tras matar a dos personas, levantando los ojos al cielo.
 
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