EL MUNDO › COMO ES LA BUSQUEDA DE RESTOS POR FAMILIARES DE VICTIMAS

Para miles de tumbas sin nombre

Mujeres y hombres se hacinan ante las excavadoras para identificar los restos de sus familiares entre los miles de asesinados y sepultados en fosas comunes por el régimen de Saddam Hussein. Esta nota es la crónica de una visita escalofriante al lugar de las búsquedas, en medio de un Irak que todavía no ha sido estabilizado por las fuerzas de ocupación.

Por Jorge Marirrodriga *
Desde Mahawil

Los hombres lloran y las mujeres deambulan solas golpeándose en la cabeza mientras buscan a sus hijos o maldicen a Saddam Hussein. En un trigal de la localidad de Mahawil, a unos 80 kilómetros al sur de Bagdad, una excavadora seguía ayer levantando tierra en búsqueda de los restos de unas 15.000 personas asesinadas por el régimen del depuesto dictador iraquí Saddam Hussein entre marzo y abril de 1991, durante la revuelta chiíta contra la dictadura iraquí. Hasta ayer ya se habían identificado los restos de 3150 personas, de las cuales 1500 habían sido entregadas a sus familias.
“¡Ustedes no son hombres ni iraquíes si no nos traen las cabezas de Saddam y sus hijos!”, grita una mujer vestida de negro mientras sortea decenas de bolsas de plástico con huesos y ropas ennegrecidas. Hace rato que ha encontrado a uno de sus hijos y sigue buscando a otro. “Tenemos un equipo de 50 voluntarios trabajando todo el día para organizar un poco este lío”, explica Raid Fajer, un ingeniero de 27 años, artífice de que muchas personas estén recuperando los huesos y algunos efectos personales de sus seres queridos. El grupo se ha hecho con una excavadora que remueve la tierra durante seis horas por día. Acotan las zonas de excavación, meten los huesos encontrados en bolsas, copian los documentos que encuentran y elaboran las listas de fallecidos para facilitar la tarea de búsqueda de los cientos de personas que llegan a diario. “Incluso les damos un certificado de defunción a las familias que se llevan a sus muertos.”
En medio de un calor que supera los 40 grados centígrados, una mujer, agotada, se sienta en el suelo y entre sollozos exclama: “¿Por qué todos están encontrando a sus hijos y yo no?”. Apenas a un par de metros de ella, en una bolsa que pesará unos cinco kilos, están los huesos de un hombre de uniforme. El cráneo todavía tiene pegados restos de pelo y un trozo de tela con el que taparon los ojos a la víctima. Un agujero en un lado muestra que fue ejecutado de un tiro en la cabeza.
“No puedo dejar de pensar en lo que ocurrió aquí en aquellos días”, dice Faisal al Guluri, de 49 años, vecino de la cercana localidad de Hillah, mientras observa los alrededores, que parecen sacados de un paisaje bíblico. “Durante varias semanas llegaban camiones militares cargados con personas vivas. Avanzaban por la carretera hacia Bagdad y se desviaban hasta aquí (a unos dos kilómetros de la carretera). A nosotros no nos dejaban ni acercarnos al trigal. Luego escuchábamos disparos y más disparos.” Durante 12 años la zona estuvo prohibida y vigilada por miembros de los servicios de inteligencia de Saddam. En cuanto su régimen cayó, comenzó a llegar la gente. Primero eran los vecinos de la zona, luego residentes en Nayaf y Kerbala. Más tarde de Basora. Empezaron con palas y luego pasaron a las excavadoras.
Casi todos los cuerpos tienen algún documento de identidad. Una cédula del Ejército, un carnet de conducir, o incluso el de un club deportivo. Los rostros de muchas fotografías ya se han borrado y también los nombres; quedan los números de serie de los documentos que son anotados cuidadosamente por los voluntarios para facilitar la identificación.
Sin embargo, algunos familiares no tienen tanta paciencia y descargan la tensión sobre las personas que organizan el rescate de los cuerpos. “¡Sos un inútil, no puedo encontrar a mis hermanos!”, exclama un hombre de gran corpulencia empujando amenazadoramente a Raid Fajer. Este no responde, pero inmediatamente se sitúa a sus espaldas otro joven armado con un Kalashnikov. La tensión se esfuma. “Es una desgracia, pero también tenemos nuestro propio servicio de seguridad”, dice el ingeniero. A pocos metros, el Ejército de Estados Unidos ha levantado una carpa donde ofrece agua y naranjas a las personas que están allí. Reina el silencio. “Estos también nos van a joder”, opina un hombre fatigado señalando a los soldados americanos que, ajenos a lo que dice, sonríen. Desde el otro lado le responde un anciano. “No son musulmanes, pero son mejores que Saddam, que se decía musulmán y nos ha destruido.”
“Las desgracias atraen otras desgracias”, dice resignada Unaimad Suburi, una mujer que ronda la cuarentena y que busca a su hermano desaparecido. Otro de sus hermanos, padre de ocho hijos, murió la semana pasada en un accidente de tráfico mientras recorría el país buscando al desaparecido. “Ahora me faltan dos hermanos y soy responsable de ocho niños.”
* De El País de Madrid, especial para Página/12.

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Un joven iraquí llora sobre los restos de su tío.
 
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